Martes del Tercer Domingo de Cuaresma. Reflexiones.
(Lección del libro de los Reyes 4, 4, 1-7)
El conocimiento y la benevolencia de los siervos de Dios siempre es útil: nadie los trata que no saque algún fruto de su trato. La prudencia que se encuentra siempre en las palabras de los siervos de Dios, la dulzura y la modestia que resplandecen siempre en toda su conducta, su rectitud, sus buenos ejemplos y el favor que gozan de Dios, son siempre de un gran socorro. Se aprende en el trato con ellos cuáles son las obligaciones de la Religión, y cuáles también los deberes de la vida civil. Todo es lección, todo instrucción, todo ejemplo en las personas verdaderamente santas: nada hay en ellos aun entrando sus defectos naturales y sus imperfecciones involuntarias, de que no nos enseñen a sacar algún provecho. Dios deja algunas veces en sus más grandes siervos ciertas imperfecciones que sirven para tenerlos sin cesar en la humillación, y que haciéndoles ejercitar grandes virtudes, les son ocasión de muchos merecimientos; y por poco que se les mire de cerca, por poco que se les observe, se descubren a través de estas débiles sombras grandes actos de virtudes, que tienen todas su brillo particular.
La conversación de las verdaderas gentes de bien no solamente es edificante, sino también agradable: la virtud tiene sus atractivos: es dulce, honesta, cortés; y los defectos de que la acusan, le son extraños. Ignora toda especie de doblez; aborrece todo disimulo; nada es capaz de hacerla desmentir de su exacta probidad. Acusarla de obstinadamente aferrada a su propio dictamen, de esclava de su propia voluntad, de atender únicamente a sus intereses y a sus pequeñas comodidades, de ser ambiciosa y soberbia, de querer distinguirse y afectar los primeros puestos, es una calumnia. Estos defectos tan groseros pueden encontrarse en las personas que se lisonjean de que son virtuosas; pero la virtud está exenta de ellos: la impolítica no entró jamás en el verdadero retrato de la devoción. El mismo espíritu que lleva todos los siervos de Dios a cumplir con tanta puntualidad con las menores obligaciones de la Religión, les enseña al mismo tiempo y les advierte todas las obligaciones de la buena crianza. El que está lleno del espíritu de Dios, el que tiene una virtud eminente, aunque sea de un nacimiento oscuro y vil, aunque no haya tenido educación, es humilde, dócil, hombre de bien, servicial, afable y político, al paso que las personas de una calidad distinguida, de una educación exquisita se hacen coléricas, molestas, duras, descorteses desde el punto que se hacen viciosas y de costumbres disolutas. El espíritu se entorpece y se abruta con las costumbres, y la corrupción del corazón corrompe los más bellos modales. Pero si el trato con los grandes siervos de Dios es tan ventajoso por lo que mira a los bienes de la vida civil, lo es todavía mucho más por lo que mira a los socorros sobrenaturales en las más apretadas necesidades. ¿En qué extremidad, en qué apuro no se hallaba aquella pobre viuda, viéndose a punto de perder sus dos hijos, y verlos en una triste esclavitud? Pero tiene la dicha de conocer a Eliseo; recurre al siervo de Dios, y halla todo su remedio en la compasión del Profeta. Los Santos son siempre sensibles a nuestros males, y su caridad siempre es eficaz. Logran el favor de un dueño a quien los milagros no cuestan nada, y nunca rehusan su protección a los que la imploran. Amigos seguros, protectores poderosos, abogados desinteresados, guías fieles: he aquí cuáles son los siervos de Dios. ¿No merece que se desee su protección y su benevolencia?
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