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jueves, 18 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Jueves Santo. Reflexiones.

Jueves Santo. Reflexiones.
(Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios 11, 20-32)


Por eso hay entre vosotros muchos débiles y enfermos, y se mueren muchos. En efecto, ninguna cosa pasma más que el ver tantos enfermos espirituales, y tantos muertos entre los que logran la dicha de comulgar a menudo: ¡Qué de personas se alimentan del Cuerpo y de la Sangre adorable de Jesucristo! ¿Hubo jamás un alimento más saludable, ni un remedio más eficaz contra toda suerte de males? Pero ¿Dónde están las curaciones? Es Él el pan de los fuertes; ¿Dónde están esas almas generosas que son el terror de los enemigos de su salvación? ¿Esas almas que cuentan el número de sus victorias por el de sus combates? ¿Dónde están esas almas abrasadas de los divinos ardores que necesariamente debe producir la celestial vianda de que se alimentan? ¡Qué extraña paradoja! Se lleva el fuego en el seno, y no se sienten sus ardores; alimentándonos de este fuego divino somos todavía de hielo. Jesucristo con solo tocar con su mano a un enfermo lo sana. Toca una mujer el orillo de su manto, y al punto recobra la salud: todo esto excita en mí la admiración y el pasmo. Mucho más me admiraría si aquel solo contacto no hubiese obrado repentinamente el milagro. En efecto, ¡Qué pasmo, qué admiración no hubiera sido la de todos, si cuando el Hijo de Dios tocó las andas en que iba aquel joven difunto que llevaban a enterrar no hubiera resucitado el muerto, y si la mujer que había tocado el orillo de su vestido no hubiera sanado! ¿Hay menos motivo para pasmarnos al ver que la mayor parte de los que llegan tan frecuentemente a nuestros sagrados misterios; al ver que tantos sacerdotes que tienen todos los días esta Divina víctima en sus manos y se alimentan de ella sean siempre los mismos? Es decir, siempre imperfectos, siempre tan enfermos espiritualmente, siempre tan indevotos, siempre tan groseramente imperfectos, quizá tan viciosos, y muchas veces cada día más indignos de llegarse al altar y a la sagrada mesa. No es el orillo del Salvador lo que se tiene la dicha de tocar al presente: el Cuerpo y la Sangre adorable de Jesucristo es lo que se tiene en las manos, lo que se recibe, lo que se come: ¡Y quedamos no obstante tan achacosos, tan enfermos, y quizá más indevotos, más irreligiosos que si nunca los hubiésemos tocado! Comprended esta paradoja: ¿Qué pasión hemos vencido después de un tan gran número de comuniones? ¿Qué vicio hemos corregido? ¿Qué virtud hemos adquirido? Una sola comunión basta para hacer un santo: yo puedo contar ciento, mil y más; y soy tan colérico, tan ambicioso, tan avaro, tan murmurador, tan indevoto, y tal vez peor que era antes de haber tenido la dicha de recibir este Divino Manjar. Esta reflexión debe hacer temblar a todo hombre que tiene religión; y por desgracia está demasiado bien fundada. En efecto, ¿Qué cosa habrá saludable para mí, si el Cuerpo y la preciosa Sangre de Jesucristo de nada me sirven? ¿Y qué otro me será eficaz, si este me es inútil? ¡Buen Dios, y cómo un sacerdote poco devoto, cómo una persona religiosa poco regular se estremecerá un día cuando esta terrible verdad, haciéndose lugar y manifestándose por entre todas sus imperfecciones, se mostrará con todas sus consecuencias! No se piensa ahora en una verdad tan espantosa; ¿Y qué es en lo que se piensa? El disgusto que mostramos a este Divino Alimento, ¿Es señal de que estamos muy sanos? La desgana, la flojedad, las enfermedades acompañadas de tantas recaídas después de tantas comuniones, ¿No nos pronostican una muerte próxima? ¿Y estamos tranquilos? ¿Y no despertamos? ¿Quién nos asegura? Según eso, me diréis, fuera mejor apartarnos del altar y de la comunión. ¡Miserable razonamiento! ¡Error grosero! Se trata de dejar, o esos vicios, esos hábitos viciosos, esos defectos, esas imperfecciones, o el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo; y se concluye que vale más apartarse de Jesucristo que dejar los malos hábitos y la indevoción. Comprende no solo la impiedad, sino también la ridiculez de una tan sacrílega preferencia.

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