XX. La curación del paralítico.
Habiendo ido Jesucristo a Jerusalén para la fiesta de Pascua (era esta la segunda después de su predicación), entró donde estaba la piscina: era esta un depósito de agua cerca del atrio del templo, donde asistían siempre una infinidad de enfermos, que aguardaban que el Angel del Señor moviese el agua, porque el primero que bajaba a la piscina inmediatamente después que el Angel hubiese movido el agua, curaba al mismo instante de cualquier enfermedad que tuviese. Había allí un paralítico, que después de treinta y ocho años que había esperado para ver si podía entrar el primero en la piscina, no había encontrado hasta entonces una mano caritativa que hiciese este servicio. Viéndole Jesús, tuvo compasión de él, y le dijo: Levántate, toma tu camilla, y vete: el hombre se levanta al punto, y tomando su camilla se pone a andar. Como aquel día era sábado, empezaron a gritar muchos contra la pretendida transgresión del precepto; pero El les respondió: que el que le había curado se lo había mandado. No fue menester mas para hacer reo al Salvador, e imputarle a pecado un milagro que probaba tan visiblemente su santidad y su omnipotencia: los fariseos sobre todo, exasperados de ver que el Salvador en toda ocasión les quitaba la mascarilla, y les mostraba tales cuales eran, se alborotaron y le dijeron a voces, que aquel que hace un milagro en sábado quebranta el precepto, y que el que quebranta el precepto de la ley no puede ser amado de Dios. El Salvador hizo palpable la contradicción de este razonamiento, haciendo ver que Dios no puede aprobar con milagros la transgresión de la ley; pero bien presto se le ofreció ocasión de confundir todavía más sensiblemente la malignidad de aquellos injustos censores.
Habiendo entrado un sábado en la sinagoga, se le presentó un hombre que tenía una mano seca y perlática: los escribas y fariseos estaban aguardando a ver si en el día del sábado se atrevía el Señor a curar a este enfermo. Viendo Jesús lo que pensaban en su interior, le dijo al hombre que se acercara; y encarándose a aquellos malignos censores, les preguntó si era permitido curar en día de sábado. No atreviéndose ninguno a responder, les dijo Jesús: ¿Quién hay entre vosotros que si una oveja suya cae en un hoyo, no la saque en día de sábado? ¿Cómo, pues, os atrevéis a decir que en semejante día no es lícito hacer bien al prójimo? Dicho esto, haciendo que aquel hombre se acercara, le dijo: Alarga esa mano: y habiéndola alargado, quedó tan sana como la otra.
Estando en la sinagoga otro sábado, vio a una mujer a quien el espíritu maligno tenía tan inclinada dieciocho años había, que no podía ni aun levantar la cabeza: habiéndola hecho acercar Jesús, le dijo: Mujer, estás libre de tu enfermedad, y en el mismo instante quedó derecha como antes. Indignado el príncipe de la sinagoga de que Jesús hubiese hecho esta curación en sábado, dijo al pueblo con un tono áspero y duro: Seis días hay en la semana para el trabajo, venid a estos días a curaros, y no en sábado, en cuyo día está prohibida toda obra servil. El Salvador, todavía más indignado al oír una advertencia tan importuna, se encaró con él, y el dijo: Hipócrita, ¿Quién de vosotros no saca del establo su buey y su jumento, y los lleva a beber en día de sábado? Y esta hija de Abraham, a la que, como ves, Satanás tenía ligada dieciocho años, ¿Todavía no debía ser desatada en día de fiesta? Este discurso, dice el Evangelista, hizo salir los colores y abochornar todos sus enemigos, al mismo tiempo que todo el pueblo manifestaba su gozo, y publicaba con admiración las maravillas del Salvador.
Con motivo de estos milagros dijo positivamente Jesús que era el Hijo de Dios, igual en todo a su Padre. (Joan. V). “El Hijo, dijo en presencia de toda la sinagoga, nada puede hacer por sí mismo, no hace sino lo que le ve hacer a su Padre; y todo cuanto hace su Padre lo hace también El; juzgad si lo que hace el Hijo puede ser reprensible. Sabed que el Padre ama al Hijo, que le comunica todas las cosas que hace El mismo, y le comunicará otras mayores para que vosotros lo admiréis; porque así como el Padre resucita los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a quien quiere: el Padre no juzga a nadie, sino que le da al Hijo facultad para juzgarlo todo, a fin de que todos honren al Hijo como honran al Padre; y así el que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que le envió. En verdad os digo, que el que oye mi palabra y cree a aquel que me envió, tiene la vida eterna, y no será condenado, sino que pasará de la muerte a la vida. Viene el tiempo, y ya ha venido, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que le oyeren vivirán (habla aquí el Salvador de la conversión de los pecadores y de los gentiles), porque así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así ha dado al Hijo el tener la vida en sí mismo. No os admiréis de esto, porque se llega el tiempo en que todos los que están en el sepulcro oirán la voz del Hijo de Dios; y los que hubieren hecho buenas obras resucitarán para vivir; así como los que las hubieren hechos malas, resucitarán también, pero será para ser condenados a muerte. Por lo demás, si yo solamente doy testimonio de Mí, mi testimonio podría no pareceros legítimo; pero hay otro que da también testimonio de Mí, y sé yo que dice verdad. Vosotros enviasteis a Juan, él dio un testimonio verdadero; sin embargo, yo no busco prestado del hombre el testimonio: tengo un testimonio superior al de Juan; fuera de que las obras que hago testifican bastante que soy enviado del Padre: el mismo Padre que me envió dio por sí mismo testimonio de Mí. Leed atentamente las Escrituras, hallaréis que todo lo que han dicho del Mesías se cumple en Mí: no penséis que sea yo quien deba acusaros delante de mi Padre; tenéis otro acusador, este es el mismo Moisés en quien esperáis; porque si creyeseis a Moisés, quizá me creeríais también a Mí; pues de Mí fue de quien escribió todo lo que leéis.
Os escandalizáis porque he curado a los enfermos en sábado, y porque mis discípulos, acosados del hambre, arrancan un día de sábado cuatro espigas, las desgranan y frotan en sus manos para encontrar en sus granos un ligero alimento. (Matth. XXI; Marc. II). ¿No habéis leído que David, cuando tuvo hambre, comió de los panes que habían sido ofrecidos al Señor, aunque esto no era permitido a los legos? Los mismos sacerdotes y los demás ministros del templo ¿No violan el descanso del sábado en las diversas funciones de su ministerio? Si la ley, pues, que prohibe todo trabajo en este día no habla con los sacerdotes que están ocupados en el servicio del templo, menos hablará aun con mis discípulos, a quienes la necesidad de seguirme a su aplicación a las funciones evangélicas estorban el que hagan prevención para tener que comer el sábado, y que puedo dispensar de ella del mismo modo que mi Padre dispensa.”
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