VIERNES
DE PASIÓN
Profeta Jeremías dictando sus profecías |
En el oficio de
la Misa de este día nos anuncia la Iglesia de una manera más expresa la pasión
y la muerte del Salvador, queriendo que nos preparemos para celebrarlas los
ocho días que las preceden.
El introito de
la Misa se tomó del salmo XXX, que
es una oración humilde, afectuosa y llena de confianza, que David hace a Dios
en medio de sus mayores aflicciones y en el riesgo más inminente de su vida. Viéndose
David en medio de sus enemigos, sin esperanza de evitar la muerte que Saúl
había decretado y concertado con ellos, abandonado de sus parientes y de sus
amigos, que no se atrevían a declararse por él; habiéndolo proscrito y tallado
Saúl, sus enemigos no se anduvieron más en contemplaciones con él; los grandes
se hicieron del partido, o por mejor decir, de la pasión del monarca. ¡Qué
figura más propia, dicen los Padres, de Jesucristo en su pasión!
Miserere mihi, Domine, quoniam tribulor: Señor,
lastimaos y compadeceos de la extremada aflicción en que me veis sumergido. Libradme,
Señor, y sacadme de las manos de mis enemigos, que me persiguen con furor con
el fin de perderme: Domine, non
confundar, quoniam invocavi te. No padezca yo la confusión de verme
abandonado de Vos después de haber invocado vuestro nombre. Siempre he esperado
en Vos, Señor; haced que no padezca el sonrojo de haber esperado en vano;
armaos de vuestra justicia, y venid a librarme. Ya se ha observado en otras
partes, que habiéndose aplicado Jesucristo a sí mismo el versículo VI de este
salmo, nos ha declarado con esto que las persecuciones de David eran figura de
las suyas.
La Epístola corresponde perfectamente a
este salmo: está compuesta de las palabras del profeta Jeremías, que siendo también
figura de Jesucristo pide a Dios lo libre de sus enemigos. Predice en ella el
Profeta que los que abandonaren a Dios serán confundidos, y los que se retiren
de Él serán escritos sobre el polvo de la tierra para ser borrados y deshechos
bien presto.
El profeta
Jeremías tuvo orden de Dios para anunciar al pueblo judaico, al rey, a los
grandes de la corte y a los sacerdotes las desdichas que habían de suceder de
allí a poco tiempo a la ciudad de Jerusalén y a toda la nación. Quería el Señor
obligarlos a hacer penitencia para aplacar su justicia divina, justamente
irritada por la corrupción general de las costumbres; y a este fin les envió un
profeta para que les advirtiese y predijese los castigos que les amenazaban. Pero
se burlaron e hicieron mofa de la profecía del profeta. Después de haber
amenazado diversas veces al pueblo su próxima ruina y cautividad, y siempre inútilmente,
atacó a los grandes del país, a los sacerdotes mismos, y a los doctores o
intérpretes de la ley. Todos vivían en una corrupción tan general, y estaban
tan endurecidos en la impiedad, en la idolatría, en la avaricia, en la
destemplanza y en todo género de disoluciones, que la palabra de Dios, intimada
por su profeta, no fue recibida de nadie; antes bien irritándose todos contra el
que se la anunciaba y procuraba moverlos a penitencia para desviar las
desdichas de que estaban amenazados, se pusieron y dedicaron a perseguirlo de
la manera más cruel, y formaron desde entonces el designio de perderle; pero el
profeta ni se asustó por ello, ni cedió de su empeño. Viendo que no lo querían
oír dictó a Baruc, su principal discípulo, todo lo que había profetizado contra
Jerusalén y contra toda la nación. Esta profecía se la mostraron al rey
Joaquín, el cual sobrecogido y asustado de las desdichas que se le anunciaban,
rasgó este escrito con una navaja de cortar plumas y lo echó al fuego; pero
Dios le mandó al profeta que volviera a escribir las mismas amenazas en otro volumen
y que añadiese todavía otras muchas. Esta santa libertad, que le infundió el
espíritu de Dios que lo animaba, lo expuso a las persecuciones más bárbaras de
los judíos. Lo pusieron en la cárcel dos o tres veces; pero no pudiendo sufrir
los cortesanos de Sedecías, que sin embargo de su prisión echase en cara
continuamente a los judíos sus desórdenes y les anunciase las desdichas que les
amenazaban, lo arrojaron a una cisterna profunda llena de cieno, en donde
hubiera perecido, si un etíope, llamado Abdemelec, a quien su mérito había
puesto cerca del Rey, no hubiese obtenido de este Príncipe permiso para
sacarlo. Los de la ciudad de Anatot, lugar de su nacimiento, fueron, al
parecer, los más atrevidos en perseguirle. Sus conciudadanos le amenazaron con
la muerte si profetizaba más en el nombre del Señor; pero sus amenazas solo
sirvieron para que les anunciase con más libertad los terribles efectos del
enojo de Dios, y solo por milagro pudo librarse de sus manos.
Habiendo ido a
Jerusalén continuó sus funestas predicciones con el mismo celo que antes; y
dijo a gritos que el templo no defendería a la ciudad del furor del Señor, el
cual la trataría como había tratado a Silos, añadiendo que la haría execración
de todos los pueblos de la tierra. Los pontífices, el pueblo y los profetas,
que eran entonces lo que fueron después de la cautividad los escribas y los
doctores, habiéndolo oído se echaron sobre él, diciendo a gritos que debían
hacerlo morir sin la menor dilación para que no profetizara más en el nombre
del Señor. Se le prendió, fue llevado ante el Rey, a quien le pidieron su
muerte, diciendo que la había merecido por haber profetizado contra la ciudad.
Se juntaron los sarracenos para deliberar sobre ello; habiendo reconocido que
todo su delito consistía, no en haber atraído desdicha alguna sobre la ciudad,
sino en haber predicho aquellas de que estaba amenazada de parte del Señor, y
en haber querido excitar al pueblo a que hiciese penitencia para aplacar a
Dios, lo dejaron libre y absuelto de toda pena, a pesar del furor del pueblo y
del odio de los sacerdotes.
Lejos de
acobardarse a vista de tan injustas persecuciones y de tan frecuentes e
inminentes riesgos, nunca se mostró más intrépido su celo: sus predicciones
fueron en adelante menos vagas y menos oscuras. Profetizó que el enojo del
Señor iba a reventar incesantemente sobre Jerusalén, y que el instrumento de
que se serviría Dios para castigarla era Nabucodonosor, rey de Babilonia. Estas
postreras amenazas, con ser tan precisas, todavía no tuvieron fuerza para
ablandar aquellos corazones endurecidos. Todavía hubiera sido tiempo de aplacar
al cielo irritado si aquel desventurado pueblo hubiera recurrido a la clemencia
de Dios y a la penitencia. Este suceso verificó a poco tiempo todas estas
funestas predicciones. Nabucodonosor se encaminó con su ejército hacia el
Jordán para entrar en la Judea.
Había al otro
lado de este río ciertos solitarios llamados recabitas, del nombre de Recab, uno de los dos descendientes de
Jetró, suegro de Moisés. Eran estos unas gentes de una vida muy austera, que
nada poseían, y que vivían en todo tiempo en tiendas de campaña; su abstinencia
era espantosa; pasaban su vida en cantar las alabanzas de Dios, acompañando
siempre su canto con instrumentos músicos. Estando Nabucodonosor para entrar
con su ejército en el país de estos solitarios, se retiraron todos para ponerse
a cubierto de los insultos de los soldados paganos, y habiendo pasado el Jordán
vinieron a refugiarse a Jerusalén como a un asilo. Luego que llegaron a la
ciudad, queriendo Dios confundir a los judíos rebeldes a sus voluntades y a su
ley con el ejemplo de unas gentes exactas y tan rigurosamente sujetas al
instituto que su Padre les había prescrito, mandó a Jeremías que los tentara
para probar su fidelidad, dándoles a beber vino. El Profeta los llevó a todos
al templo, habiéndoles hecho entrar en la sala del tesoro, hizo poner delante
de ellos unas tazas llenas de vino, y les dijo que bebieran. Todos se excusaron
diciendo, que habiéndoles mandado su padre Jonadab, hijo de Recab, que jamás
bebiesen vino, ni ellos, ni sus hijos y descendientes lo beberían jamás, por
ningún motivo del mundo. Entonces Jeremías, se sirvió de este ejemplo de los
recabitas, hizo ver a los habitadores de Jerusalén como eran inexcusables en
violar tan insolentemente los mandamientos de su Dios, y como los recabitas
tendrían derecho para levantarse contra ellos, y acusarlos en el gran día de
las divinas venganzas. A este modo debía Jesucristo servirse un día del ejemplo
de los ninivitas para el mismo efecto. Todas estas sabias representaciones y
reconvenciones del Profeta no hicieron otra cosa que irritar más aquel pueblo
endurecido. Acercándose Nabucodonosor a Jerusalén, Jeremías fue puesto en la cárcel
para impedirle el que fuera a predicar al templo como tenía de costumbre. En fin,
después de la toma y el saqueo de Jerusalén, después del cumplimiento de todos
los males que les había predicho Jeremías, aquel pueblo infeliz, lejos de
reconocerse y volver de sus desbarros, se apoderó del santo Profeta, que no
cesaba de echarles en cara sus disoluciones y su idolatría, de suerte, que no
pudiendo sufrir más sus justas y saludables reprensiones lo apedrearon en la
ciudad de Tafnes. Durante el fuego de estas persecuciones hizo Jeremías a Dios
la admirable deprecación que hace el asunto de la Epístola de la Misa de este
día. Ninguna cosa es más visible que la analogía que se encuentra entre las
persecuciones de Jeremías y las de Jesucristo; el asunto del odio y los motivos
de los perseguidores son muy semejantes; por eso este Profeta ha sido mirado en
todo lo que padeció de parte de los judíos por la justicia como figura de
Jesucristo en su pasión.
El Evangelio del día contiene la sentencia
de muerte, por decirlo así, dada en el concilio de los judíos contra el
Salvador del mundo.
La resurrección
de Lázaro era un milagro demasiado pasmoso para que no hubiera hecho grande impresión
en los espíritus. Un número muy considerable de los que habían sido testigos de
él habían creído en Jesucristo; otros, en lugar de rendirse a un milagro tan
visible, se endurecieron más en su incredulidad. Así se ve aun todos los días
gentes endurecerse en el delito y en el error, oyendo o leyendo lo que
convierte a los que tienen un corazón recto, y cuyo espíritu no está fascinado por
alguna pasión dominante. Estos judíos obstinados, venidos de Betania a
Jerusalén, contaron a los fariseos lo que Jesús acababa de hacer, y les dijeron
que aquel milagro había hecho una grande impresión sobre los espíritus, y que
aumentaba todos los días el número de sus discípulos. Este maravilloso suceso
asustó y alteró en gran manera la envidia y el odio de los enemigos del
Salvador; creyeron que debían juntarse para deliberar, y que no había que
perder tiempo. Se tuvo la junta, la que se componía de los pontífices que la
presidían, de los fariseos y de los escribas. Solo se pensó en buscar medios
para oprimir al Salvador, como si el bien que hacía en todas partes hubiese
sido un mal público al que se hubiesen debido poner un pronto remedio. Aquí se
ve la relación y semejanza que hay entre la Epístola y el Evangelio del día. ¿Qué
hacemos? Decían, ¿en qué pensamos? Este hombre hace muchos milagros que lo
ponen en gran reputación, y hacen creer al pueblo que es el Mesías. Si lo
dejamos libre, todo el mundo creerá en Él. y bien presto va a ser reconocido
por toda la nación por Rey de los judíos y por el Salvador prometido a nuestros
padres; lo que dará motivo a que los romanos, que no pueden sufrir otra dominación
que la suya, vengan a atacarnos como a unos rebeldes y destruyan nuestra
ciudad, nuestro templo y nuestra nación. ¡Qué mal se discurre, Dios mío, cuando
quien discurre es la pasión o el espíritu de partido! Mientras que los fariseos
creyeron poder desacreditar los milagros del Salvador, lo atacaron como a un
enemigo del verdadero Dios. El día de hoy, que se ven forzados a reconocer su
poder, procuran perseguirle como a enemigo del Estado. Así el espíritu de error
lo hace servir todo a sus designios para perder a un adversario temible. Pero ¿en
qué vinieron a parar todas estas precauciones de la Sinagoga? En atraer sobre
sí aquel mismo mal que juzgaba evitar deshaciéndose de Jesucristo. Los judíos
aprendían que el pueblo elegiría a Jesucristo por rey, y que los romanos
tratarían a su nación como rebelde y la destruirían; pero el delito que este
temor imaginario les hace comprender, atrae bien presto sobre toda la nación la
desdicha que ellos hacen semblante de querer evitar.
Después que se
hubo opinado de una y otra parte, Caifás, que presidía el Concilio en calidad
de sumo pontífice, de que hacía aquel año las principales funciones, tomando la
palabra, les dijo: Vosotros nada sabéis; no veis que es interés nuestro el que
un solo hombre muera por todos los otros, y que a no ser que queramos todos
perecer, es indispensablemente necesario sacrificar un hombre para salvar a
toda la nación. El Evangelio añade que no habló así de su cabeza, sino que como
era pontífice aquel año, dijo con espíritu profético, que Jesucristo debía
morir por la salud de la nación. ¡Qué admirable es Dios en los medios que
emplea para ejecutar sus designios! La pasión y el mismo error sirven aquí,
según sus fines, de órgano a la verdad. Caifás, animado de odio contra
Jesucristo, decreta que se le debe dar la muerte para salvar al pueblo; y sus
palabras, tomadas en el sentido que él las da, nada tienen que no sea falso;
pues la muerte de Jesucristo debe, en efecto, ser seguida de la destrucción de
la nación judaica; pero Caifás es soberano pontífice aquel año; y sus palabras,
entendidas en el sentido del Espíritu Santo, que en esta ocasión habla por su
boca, son el decreto de muerte dado contra Jesucristo por su Padre por la salvación
de los judíos y de los gentiles. Se resolvió, pues, en aquel concilio que
muriera Jesucristo. No se trató más de deliberar sobre ello. Solo se pensó en
los medios que se habían de emplear para ejecutar la resolución que habían
tomado.
Por más secreta
que fuese la deliberación, no lo era para aquel a quien nada se puede ocultar;
pero como no había llegado aún el día que su Padre le había señalado, no quiso
el Salvador comparecer más en los parajes públicos; se retiró en el país vecino
del desierto a una ciudad llamada Efrén, y se detuvo allí con sus discípulos. ¡Cosa
extraña! Lo que determina a los judíos a hacer morir a Jesucristo es haber
resucitado a un muerto enterrado cuatro días había; es decir, porque ha hecho
el mayor y más estupendo de todos los milagros, el que solo la omnipotencia de
Dios podía obrar. Se le debe hacer morir, porque prueba invenciblemente que es
el Mesías, y lo demuestra evidentemente con el más pasmoso de todos los
milagros. La injusticia, la malignidad de la más furiosa pasión, la impiedad y
la irreligión jamás obraron tan de concierto ni tan al descubierto.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.266-271)
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