SÁBADO
DE PASIÓN
Profeta Jeremías |
El sábado
después del domingo de Pasión se llamó vacante en el añalejo romano, es decir,
no tenía oficio particular, ni estación pública, a causa de estar el Papa
ocupado este día en dar limosna a los pobres, para que de este modo pudiesen
pasar más cómodamente la Semana Santa y las fiestas de Pascua en los ejercicios
de religión y de piedad. Estas limosnas se daban en la iglesia de San Pedro en
el Vaticano, no solo a los pobres de la ciudad, sino también a los forasteros y
a los enfermos pobres de los diferentes barrios del pueblo, que no podían
acudir por sí, o que tenían empacho de parecer: se hacía asimismo la ceremonia
de lavar los pies a los pobres, anticipando estos dos actos, que ahora solo se
hacen el Jueves Santo, para tener este día más tiempo de asistir a los oficios
y ceremonias de la Iglesia, que son muy largos.
El introito de
la Misa es el mismo que el de la misa del día antecedente: Miserere mihi, Domine, quoniam tribulor, etc. Compadeceos, Señor,
de mi aflicción, que no puede ser mayor. Toda mi confianza está en Vos; y
aunque parece que han de acabar conmigo mis enemigos, por ser muchos, y muy
grande su malicia, Vos sabréis muy bien librarme de sus manos, de suerte, que
toda su malicia y su crueldad solo servirán para hacer, con vuestra asistencia,
más gloriosa y más completa mi victoria: Domine,
non confundar, quoniam invocavi te.
La Epístola contiene una especie de
conspiración que los judíos hacían contra Jeremías, la cual miramos nosotros
como una figura de la que los descendientes de aquellos judíos formaron más
adelante contra Jesucristo, y cuya historia refiere el Evangelio de ayer.
Se dijo en el
día antecedente cuál era el origen envenenado de aquel odio mortal que los
judíos habían concebido contra el santo Profeta. Les anunciaba por orden de
Dios las desdichas que habían de venir sobre ellos en castigo de sus horribles
desórdenes. Pero ¿qué mal les hacía? ¿Qué motivo toman para querer quitarle la
vida? A lo menos ¿no debían aguardar el evento de las predicciones del Profeta?
Sus predicciones no eran la causa de los males que les amenazaban; al
contrario, eran un medio que Dios les daba para prevenirlos y evitarlos; por
otra parte los judíos no ignoraban sus delitos, ¿qué hubieran arriesgado en
corregirse y hacer penitencia? El evento no tardó en verificar la funesta
predicción. Pero por eso ¿se disminuyó su ojeriza? Al contrario, exasperaron
más, y se empeñaron en perseguirle con más furor: Venite, et cogitemus contra justum cogitationes: Venid, y formemos
nuevos designios contra Jeremías; por más irreprensible que sea en su conducta
y en sus costumbres, nos ha anunciado todas las desdichas que nos suceden; es
menester perderlo. Así discurre la pasión; nunca se discurre de otro modo
cuando es la pasión quien domina: Non
enim peribit lex a sacerdote. No dejaremos de encontrar, sin el sacerdote,
quien nos instruya en la ley, sabios que nos aconsejen, y Profetas que nos
anuncien las voluntades del Señor. Algunos intérpretes dan a estas palabras
otro sentido, que no hace menos injusto e insubsistente el modo de discurrir de
los judíos: Venid, hagamos perecer a Jeremías; porque mientras viva, jamás
perderá de vista la ley, jamás dejará de observarla, y así no cesará de
echarnos en cara el que nosotros la violamos, nos fatigará eternamente con los
importunos consejos de su pretendida sabiduría, y con sus molestas
predicciones. Venid, le heriremos con los tiros agudos de nuestras lenguas, percutiamus eum lingua. Tiznemos su
reputación con toda especie de calumnias. En todas estas persecuciones era
Jeremías una figura harto expresa de Jesucristo. Apenas se dijo cosa de este
santo Profeta, que no convenga todavía mejor al Salvador, perseguido por los
judíos. Vosotros decís: ¿Cómo quitamos nosotros la vida a Jesucristo, habiendo
sido Pilatos quien lo condenó a muerte, y sus soldados los que ejecutaron la
sentencia? Et vos judæi, occidistis:
también vosotros ¡oh judíos! Le disteis la muerte, dice san Agustín; y ¿cómo le
hicisteis morir? gladio linguæ,
responde el Santo: con la espada de la lengua, porque aguzasteis vuestras
lenguas: ¿y cuándo os servisteis de esta espada para darle la muerte sino
cuando gritasteis: Crucifícalo, crucifícalo? Nisi quando clamastis: Crucifige, crucifige?
Señor, poned
sobre mí vuestros ojos, dice Jeremías, y atended a las palabras de mis
enemigos. ¿Por ventura se paga mal por bien? Numquid redditur pro bono malum? ¿Quién jamás tuvo más razón para
hacer esta reconvención a los judíos, y para quejarse de ellos, que Jesucristo?
Multa bona opera ostendi vobis: propter
quod eorum opus me lapidatis? Yo no os he hecho sino bien, les dice. ¿Qué
de enfermos he curado? ¿qué de muertos he resucitado? ¿y qué de hambrientos he
alimentado? ¿Por cuál de estos beneficios y de estos milagros queréis quitarme
la vida? Mi muerte de cruz, que pedís con tan furiosas instancias, ¿debe ser
todo el fruto de vuestro agradecimiento? Acordaos, Señor, continúa el Profeta,
que me he presentado delante de Vos para pediros que les perdonaseis, para
desviar vuestra indignación de este pueblo ingrato. ¿Quién no dirá que el que
habla aquí es el mismo Jesucristo?
Pide a Dios el
Profeta que castigue a los judíos: Da
filios eorum in famem: abandona sus hijos al hambre, etc. no es, dicen los
Padres, un espíritu de amargura y de venganza el que hace hablar así a
Jeremías, sino un espíritu de celo de la gloria de Dios, y de caridad por aquel
infeliz pueblo, que no habiéndose hecho mejor con las exhortaciones ni con las
amenazas, pide el Profeta que se convierta siquiera con el castigo y las aflicciones.
Pide que el pecado sea castigado, para que la impunidad no fuese un motivo de
escándalo a sus descendientes: Ne inultum
peccatum cæteris noceat exemplo, dice san Jerónimo. Vos, Señor, prosigue el
Profeta, conocéis todas sus malignas intenciones, y la conspiración que han
tramado contra mí; tratadlos con toda severidad al tiempo de vuestro furor: In tempore furoris tui abutere eis. No
es esto, dicen los Padres, deseo de un celo amargo, sino una simple profecía de
lo que debía suceder bien presto.
El Evangelio de la Misa de este día es el
capítulo XII de san Juan, en el que cuenta lo que le sucedió a Jesucristo el
día después de haber comido en casa de Simón el Leproso en Betania, donde se
había hallado presente Lázaro nuevamente resucitado, y María su hermana había
derramado su bálsamo. Esta historia empieza contando el pesar que tuvieron los
príncipes de los sacerdotes al ver que muchos judíos se retiraban de ellos
después de esta milagrosa resurrección, y creían en Jesucristo. Como Lázaro
resucitado era un monumento vivo e incontestable del poder divino de
Jesucristo, y como su nueva vida era una prueba visible y permanente de la
verdad del Mesías, los príncipes de los sacerdotes y los más calificados de la
nación resolvieron quitarle la vida; pensamiento tan extravagante como cruel,
dice san Agustín. ¿Por ventura el golpe que quitaría la vida a Lázaro, quitaría
a su bienhechor el poder de volvérsela? El que había podido resucitar a Lázaro
muerto de muerte natural, ¿no hubiera podido resucitarlo de muerte violenta? Dominus Christus qui resucitare potuit
mortuum, non posset occisum? Todo el delito de Lázaro para con los
príncipes de la Sinagoga era ser amigo de Jesucristo; este milagro vivo, este
predicador mudo, pero persuasivo, de la santidad y de la omnipotencia del
Salvador, irritaba la envidia y el odio de los pontífices, porque aumentaba el
número de los discípulos del Señor y la veneración del público para con Él.
El día
siguiente, que era lunes, cinco días antes de su pasión, el Salvador, que había
hecho noche en Betania, se puso en camino con sus discípulos para venir a
Jerusalén, adonde acudían gentes de todas partes para celebrar la fiesta de
Pascua. Cuando estaba a mitad del camino, viendo delante de sí la aldea de
Betfage, que está a la falda del monte Olivo, envió a ella dos de sus Apóstoles
para que le trajesen un jumentillo: montó en él para cumplir hasta las más
menudas circunstancias de la profecía de Zacarías, que habla de la entrada que
debía de hacer el Mesías en Jerusalén; y se encaminó a la capital. Habiendo
sabido el pueblo, y todos los extranjeros, que venía el que había resucitado a
Lázaro, le salieron en tropas al encuentro, llevando en las manos ramos de
palmas, y gritando: Hossana; Bendito
sea el Rey de Israel, que viene en el nombre del Señor. Esta especie de triunfo
trocó en furor la envidia de los fariseos. ¿No veis, se decían unos a otros,
que todas nuestras maniobras solo sirven para hacerlo más poderoso? Todo el
mundo se va tras Él, y a poco que nos descuidemos en ejecutar lo que hemos
resuelto en el postrer concilio, todo el pueblo se va a declarar por Él, y ya
no nos respetará a nosotros como a sus maestros.
Pero como no era
justo que solo los judíos conociesen al que había venido a salvar a todo el
mundo, inspiró Dios a los gentiles un gran deseo de verlo. Es creíble que estos
gentiles eran la mayor parte prosélitos, y que pensaban en abrazar el judaísmo,
o a lo menos, que creían y adoraban al Dios de los judíos, que era el solo
verdadero Dios; y que por un sentimiento natural de religión habían venido a
Jerusalén, para adorarlo en aquella fiesta, que era la más solemne del año.
Estos extranjeros se dirigieron a Felipe, uno de los doce Apóstoles, a quien
conocían, y le dijeron que deseaban mucho ver a Jesús. Habiendo comunicado
Felipe con Andrés, entre ambos se lo dijeron a su buen Maestro. Entonces el
Salvador, tomando ocasión de este deseo que los gentiles tenían de verlo,
manifestó a sus discípulos muchos y grandes misterios. Ha llegado el tiempo,
les dijo, que el que hasta ahora solo se ha llamado Hijo del hombre, será
adorado de todos los pueblos como Hijo de Dios; en toda la tierra se le
tributarán de hoy en más los honores divinos que le son debidos; atraerá a sí
naciones enteras con más facilidad que ha atraído hoy este pueblo, y este corto
número de gentiles que lo han reconocido por lo que es. Pero como la conversión
de tantos pueblos debía ser el fruto de los oprobios de su pasión y de su
muerte, añadió, que Él sería semejante al grano de trigo, que no hace ni produce
nada, si primero no muere en la tierra donde se ha sembrado: Yo soy este grano,
les dijo, que no debo morir sino para resucitar, y con mi muerte y mi
resurrección he de atraer y congregar todos los pueblos a mi Iglesia. Añadió
además de esto, que ellos debían morir igualmente para volver a vivir
gloriosamente como Él: que los que buscan demasiado sus conveniencias y
comodidades, los que no viven sino para los placeres, o entre los placeres de
la vida, se hacen infelices por toda la eternidad, y se procuran la muerte
eterna; como al contrario los que aborrecen santamente su propia carne, los que
por amor del Señor tratan duramente a su cuerpo, los que le niegan todas las
delicias de la vida, estos la conservan para toda la eternidad, y aseguran una
felicidad eterna. Esta máxima es austera, añadió el Señor, los sentidos la
miran con horror, y el amor propio se asusta al oírla; pero el criado ¿debe
quejarse de ser tratado como su señor? Y cuando el señor no le pide al criado
sino lo que ve hacer a su señor, ¿puede decir que se le pide demasiado? En el
mundo el señor manda lo que no hace; pero yo siempre hago primero lo que mando.
En el mundo el criado no habita jamás en el cuarto del señor; en mi servicio,
en cualquier lugar que yo esté, está igualmente el criado que me sirve. Se debe
pelear y combatir cuando se vive bajo de mis banderas; es verdad, pero la
victoria resarce muy bien las fatigas del combate; y mi Padre, que corona todos
los trabajos que se padecen por Él, llena de gloria a todos los que me sirven.
Todo esto será el fruto de mi muerte. Y no penséis, continuó, que aunque la
muerte dolorosa e ignominiosa que he de sufrir por la salud de todos los
hombres sea voluntaria y la haya yo elegido, no he de sentir todos los terrores
naturales y toda la amargura que trae consigo. La muerte, los dolores y los
oprobios de su muerte me son más sensibles y más crueles a Mí, que pueden serlo
a cualquier otro que no es sino un puro hombre. La sola imagen que me formo de
la muerte, el solo pensamiento que tengo de ella conturba desde ahora mi
espíritu. La perfecta conformidad que había entre la voluntad humana y la
divina de Jesucristo no disminuía un punto la vivacidad del sentimiento que
debía producir en la parte inferior la idea de una muerte cruel; tampoco este
sentimiento se oponía en nada a la perfecta sumisión que tenía a las órdenes de
su Padre, a las cuales había Él mismo asentido y suscrito libremente; el terror
y turbación que el Salvador muestra aquí a vista de su pasión le eran
enteramente libres, del mismo modo que el que mostró pocos días después en el
huerto de Getsemaní; pero quiso sentir toda su acrimonia y toda su amargura,
como era nuestra cabeza, dice san Agustín, para servir de ejemplo a sus Apóstoles
y a tantos millones de Mártires. Les muestra aquí que teme la muerte como
cualquier otro hombre, dice san Juan Crisóstomo, pero que por obedecer a su
Padre atropella por la pena y repugnancia que le cuesta el padecerla; dándonos
a entender en esto lo mucho que nos amaba, pues por nuestro amor se sujetó a
una cosa tan terrible como la muerte.
Entonces el
Salvador, dirigiéndose a su Padre en medio de sus discípulos y del pueblo que
le escuchaba, exclamó: Padre mío, el horror natural que tengo a la muerte de
cruz me obligaría a pedirte que me dispensaras de una muerte tan ignominiosa y
tan cruel; pero como he venido al mundo para morir en una cruz, y para salvar a
los hombres por esta muerte, satisfaciendo con ella y por medio de ella a tu
justicia, la acepto de todo mi corazón. Veo que se acerca el tiempo de mi
sacrificio, para el cual he venido al mundo; y pues es tu voluntad que mi
muerte sirva para tu gloria, no pido sino que se haga y cumpla en todo tu santa
voluntad. Haz que te conozcan tus criaturas, manifiesta a todos los pueblos de
la tierra la grandeza de tu nombre; y pues deseas hacer servir a tu gloria la
ignominia de mi muerte no menos que los trabajos de mi vida, dispón de todo
según tu beneplácito.
Esta oración de
un Dios que se ofrecía tan generosamente a la muerte por la salud de todos los
hombres no podía dejar de ser oída en el cielo. En efecto, el Padre eterno
respondió a ella sensiblemente con una voz venida del cielo, que decía: Ya
glorifiqué mi nombre enviándote al mundo, y haciendo conocer por la santidad de
tu vida y por la fama de tus milagros que eres mi Hijo; y todavía lo
glorificaré más por los prodigios que acompañarán a tu muerte, a tu
resurrección, a tu gloriosa ascensión y al maravilloso establecimiento de tu
Iglesia. Esta voz celestial se hizo oír de todos los que estaban presentes de
un modo bastante inteligible; pero dio tanto golpe en todos los espíritus, que
algunos la tuvieron por una especie de trueno, y otros creyeron que era voz de
algún Ángel que había hablado a Jesucristo. El Salvador, que solo intentaba
instruirlos, y no satisfacer su curiosidad, les dijo que aquella voz no había
venido por Él sino por ellos, a fin de que no pudiesen ignorar que el que
hablaba con ellos era el Hijo del Altísimo y el Mesías, y que no había venido al
mundo sino para sacrificarlo. Ahora, añadió el Señor, se le va a hacer justicia
al mundo; y el Príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera del mundo. Por estas
palabras quiere dar a entender Jesucristo, que el mundo debía ver bien pronto
condenadas sus máximas y su espíritu, y destruido, por la predicación del
Evangelio, el imperio que el demonio había tenido hasta entonces en el mundo. Antes
de la muerte de Jesucristo el demonio había ejercido un grande imperio sobre
los hombres, habiendo establecido su culto por todo el universo. El verdadero
Dios no era conocido sino de los judíos, y aun de estos muy imperfectamente. La
idolatría y con ella todas las abominaciones habían inundado toda la tierra; ¿y
cuántas gentes se veían poseídas del demonio en todas partes? La muerte de
Jesucristo destruyó el imperio del demonio sobre la tierra. El paganismo,
sostenido por todas las potestades del mundo, ha caído con grande estruendo; la
cruz de Jesucristo ha aniquilado todos los ídolos; el solo verdadero Dios ha
sido reconocido, adorado y servido por todo el universo. Esto es lo que hizo
decir al mismo tiempo al Salvador, que cuando sería levantado sobre la tierra,
atraería a sí todas las cosas, judíos, gentiles, griegos, romanos, escitas y
bárbaros. El tiempo, intérprete de las profecías, ha hecho ver claramente la
verdad de esta. Nunca la fuerza de las amaras dio tantos esclavos a los
conquistadores profanos como las flaquezas de la cruz han adquirido adoradores
a Jesucristo; y esta maravilla se vio muy luego que este Señor fue crucificado.
El Evangelio dice, que el Salvador decía esto para dar a entender con qué
género de muerte había de morir. Así lo comprendieron muchas personas del
concurso, las cuales le respondieron: Nosotros sabemos por la ley que Cristo ha
de vivir eternamente; ¿y cómo dices tú que este Cristo que tú llamas tan
repetidas veces Hijo del hombre, debe ser levantado de la tierra y acabar su
vida en una cruz? ¿Quién es este Hijo del hombre? Estas personas solo atendían
a lo que dice la Escritura, que el reino del Mesías debe ser eterno; pero les
hubiera sido fácil saber lo que la Escritura y los Profetas predijeron tan
claramente sobre las circunstancias de la muerte del Mesías. Así, el Salvador
que veía más ignorancia que malicia en los que le hacían esta pregunta, y a
quienes sin embargo no juzgaba todavía capaces de concebir el misterio de su
pasión y de su muerte, se contentó con darles esta saludable respuesta: Todavía tenéis luz para un poco de tiempo;
caminad mientras que tenéis luz. Quiere decir: Me queda poco tiempo que
vivir entre vosotros, aprovechaos de esta ventaja y de la facilidad que mi
presencia visible os da para salvaros. Se acerca el momento en que los que no
habrán creído en Mí serán abandonados a sus tinieblas y a su voluntaria
ceguedad. Mientras que la luz os alumbra abrid las ventanas de vuestro espíritu
y de vuestro corazón; creed las grandes verdades que os descubre, seguid el
camino que os muestra, no sea que sorprendidos de la noche seáis como los
ciegos que andan sin saber adónde van. Esta fe sencilla y humilde será para
vosotros una luz que os alumbrará y que os hará hijos de la luz. Viendo el
Salvador la mala disposición de la mayor parte de los del concurso y el
designio que tenían de prenderle por dar gusto a los fariseos; y no habiendo
llegado todavía la hora de su muerte, se retiró y se les huyó. ¡Qué desdicha,
cuando Jesucristo, cansado, por decirlo así, y desecado por nuestro
endurecimiento se retira y nos deja!
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.288-295)
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