JUEVES
DE PASIÓN
La proximidad
del gran día de las misericordias del Salvador, y del sacrificio que debía
hacer de su vida a Dios Padre por la remisión de nuestros pecados, hace que la
Iglesia acompañe su duelo con los sentimientos más tiernos y la más viva
contrición. Empieza la Misa de este día por una confesión sincera de nuestra
iniquidad, confesando que nuestros pecados merecen los más horrendos castigos;
pero se consuela con la vista de la infinita misericordia del Señor, en quien
pone toda su confianza: Omnia quæ fecisti
nobis, Domine, in vero juicio fecisti: quia peccavimus tibi, et mandatis tuis
non obedivimus: Señor, todo lo que has hecho con nosotros, lo has hecho por
un inicio muy equitativo. Hemos merecido demasiado todos estos castigos, porque
hemos pecado contra Ti, y no hemos guardado tus mandamientos. Sed da gloriam nomini tuo, et fac nobiscum
secundum multitudinem misericordiæ tuæ: Pero por la gloria de tu nombre
trátanos según la grandeza de tu misericordia. Estas palabras se tomaron de la
oración que hizo a Dios Azarías, uno de los tres jóvenes hebreos, en el horno
encendido de Babilonia, donde había sido echado con sus compañeros por orden de
Nabucodonosor.
La Epístola de la Misa es una parte de
esta misma oración, según se refiere en el capítulo III del profeta Daniel,
donde hallarás toda esta historia.
Entre los
cautivos que fueron llevados de Jerusalén a Babilonia por el rey Nabucodonosor,
hubo muchos niños de la primera nobleza, entre los cuales este Príncipe mandó
escoger cuatro de los más bien hechos, y que parecía tenían más ingenio y
despejo, para hacerles servir en su palacio entre los criados de su cuarto. El
primero de los cuatro era Daniel, que vino a ser bien pronto por su sabiduría y
su talento el valido del Príncipe; los otros tres fueron Ananías, Misael y
Azarías, todos cuatro de la sangre de los reyes de Judá. Habiéndole agradado a
Nabucodonosor todos cuatro, dio orden para que los educasen e instruyesen por
tres años en todos los ejercicios propios y correspondientes a su calidad, y a
los empleos a que estaban destinados por el Rey, el cual quiso que se les
enseñase la lengua y los usos del país, y que se les sirviesen las viandas y el
vino de su mesa. Pero exactos observantes de la ley del Señor, no quisieron
llegar jamás a las viandas caldaicas, y obtuvieron del oficial encargado el
cuidado de su educación, los dejase usar solo de legumbres y aguas. Habiendo
sido ensalzado Daniel a las primeras dignidades del reino, por haber
interpretado el famoso sueño del Rey, no se olvidó de sus amados compañeros;
todos tres fueron hechos intendentes de las obras de la provincia de Babilonia.
Su fortuna no alteró su piedad, ni su celo por su religión; pero les concilió
muchos envidiosos que determinaron perderlos; y bien pronto encontraron ocasión
de hacerlo.
Nabucodonosor,
embriagado con su alto poder, con sus conquistas y todas sus prosperidades,
quiso que se le hicieran los mismos honores que se hacían a los dioses del
imperio. Mandó hacer una estatua de oro fino, la cual tenía sesenta codos de
alto y seis de largo, y la hizo colocar en el campo de Dura, con orden a todos
los magnates de su corte, a los magistrados de la ciudad, a los gobernadores de
las provincias, y a todos los oficiales de asistir a la dedicación de la
estatua; en efecto, se juntaron en dicho campo para el día señalado una
multitud increíble; se les significó de parte del rey que al momento que oyesen
el son de las trompetas, y de otros instrumentos músicos, adorasen todos la
estatua, so pena, los que rehusasen obedecer, de ser arrojados al mismo
instante en un horno encendido. Lo mismo fue hacer la señal que postrarse
todos, y adorar la estatua; solo los intendentes de la provincia de Babilonia,
Sidrac, Misac y Abdénago (estos eran los tres nombres caldeos que habían puesto
a los tres jóvenes hebreos, Ananías, Misael y Azarías); solo estos, digo,
creyeron no debían imitar el ejemplo de los otros. En efecto, fueron notados y
denunciados al Rey como refractarios de sus órdenes. Los mandó venir a su
presencia, confesaron el hecho, y dijeron intrépidos al Rey, que jamás
adorarían a otro que al verdadero Dios, solo soberano Señor del universo; y que
aunque les hubiese de costar la vida, no adorarían jamás ni a sus dioses, ni a
su estatua. Esta respuesta irritó de tal suerte a Nabucodonosor, que en el
transporte de su furor mandó que el fuego del horno fuese siete veces mayor de
lo acostumbrado; y habiendo hecho atar en su presencia a los tres oficiales
hebreos, los hizo echar en el horno vestidos como estaban. Los encargados de
esta ejecución eran unos soldados de su guardia, escogidos de entre los más
robustos. Apenas los hubieron echado en el horno, cuando saliendo la llama a
manera de un torbellino envolvió a los soldados y a los caldeos que estaban más
vecinos al fuego, y los consumió en un instante. Los tres hebreos se hallaron
en el horno encendido como en un lugar fresco y apacible; y habiendo el fuego
quemado solamente sus ligaduras, se les vio pasearse tranquilamente en medio de
las llamas, alabando a Dios, y bendiciendo al Señor que hacía en su favor uno
de los más estupendos milagros. Entonces Azarías, a quien los babilonios habían
puesto en medio del fuego con el nombre de Abdénago, estando en pie, hizo en
voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración que hace el asunto de la Epístola
de la Misa de este día. Después de haber bendecido al Señor, y deseado que
fuese glorificado por todos los siglos; después de haber confesado cuán
equitativos son sus juicios en todos los males que ha descargado sobre su
pueblo, y sobre Jerusalén; después de haber reconocido que todos estos azotes
son justos castigos de sus pecados: Induxisti
omnia hæc propter peccata nostra; implora por último su infinita
misericordia, y suplica en medio de aquel gran teatro de su bondad, en medio de
aquellas llamas, que no han podido hacerles la menor lesión, que no abandone a
su pueblo; y le conjura por su nombre y por su gloria a que no disipe, ni rompa
su alianza; que los castigue como merecen, pero de un modo que no padezca su
gloria; que no retire de ellos su misericordia. Admiremos aquí el motivo que
alega: En atención, dice, a los méritos de Abraham vuestro amigo, de Isaac
vuestro siervo, y de Israel vuestro santo; tanta verdad es que en todos tiempos
han estado persuadidos los hombres a que el valimiento de los Santos con Dios
era poderoso, y que en atención a sus méritos y por su respeto concedía Dios
muchas gracias; acordaos, Señor, continúa, que les habéis prometido multiplicar
su posteridad como las estrellas del cielo, y nos vemos reducidos a más pequeño
número que todas las naciones de la tierra; vivimos en la oscuridad; no se ven
ya entre nosotros, ni reyes sobre el trono, ni profetas con autoridad, ni forma
alguna de república. Jerusalén está arruinada, vuestro santo templo profanado,
no tenemos ni sacrificios, ni oblaciones; y pues el estado a que estamos
reducidos no nos permite aplacar vuestro enojo, y recurrir a vuestra clemencia,
ofreciendo a vuestro templo sacrificios sangrientos, recibid siquiera con
benignidad el solo sacrificio que somos capaces de ofreceros, que es un corazón
contrito y humillado que implora vuestra misericordia. Dignaos, Señor, mirar
con ojos propicios a vuestro afligido pueblo, y dejaos mover de nuestros
gemidos y nuestras lágrimas como en otro tiempo de los holocaustos de los carneros
y toros que se ofrecían en el templo: Sic
fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi. La
Iglesia ha puesto en el canon de la Misa estas palabras. Finalmente Azarías,
animado del Espíritu Santo, no omite en esta admirable deprecación motivo
alguno de los que juzga ser a propósito para mover el corazón de Dios y
desarmar su enojo; confesión sincera de tantos desbarros, dolor de haber
pecado, propósito de la enmienda, confianza en su misericordia, de todo echa
mano en medio de aquel horno para aplacar la indignación de Dios contra su
pueblo.
El Evangelio refiere la conversión de
aquella famosa pecadora, que desde el punto en que se convirtió fue un modelo
de devoción, de fervor y de penitencia.
Un fariseo, que
quiere decir uno de aquellos judíos que hacían profesión de observar más
religiosamente los mandamientos de la ley, y tener una vida más santa a los
ojos de los hombres, convidó al Salvador a comer en su casa. El Salvador aceptó
el convite con el fin de atraer por su mansedumbre y condescendencia a unas
gentes que no le querían bien; pero más especialmente para acabar la conversión
de un alma que había vivido hasta entonces en la disolución, y que se hallaba
movida de su gracia. Mientras estaban a la mesa tendidos, cada uno sobre una de
aquellas alfombras o tapetes que se ponían alrededor, según la costumbre de los
judíos, y también de los romanos, descasando la cabeza sobre la mano izquierda,
y el codo izquierdo sobre una almohada, y el cuerpo tendido a lo largo, y los
pies vueltos hacia atrás; una mujer, muy desacreditada en la ciudad por su
desgarro y sus desórdenes, sabiendo dónde estaba el Señor, vino al tiempo del
banquete a casa del fariseo, donde se habían juntado una infinidad de personas;
atraviesa por entre la muchedumbre, y sin hablar palabra se arroja los pies del
Salvador con la mayor confianza, los riega con sus lágrimas, los enjuga con sus
cabellos, los besa con respeto, y vierte sobre ellos un perfume o ungüento de
gran precio, y de un licor muy oloroso.
Viendo esto el
fariseo, y no sabiendo el motivo, no hacía el mejor juicio de un hombre que
permitía que una mujer de tan mala fama se le acercase tanto. Si este hombre,
decía allá en su interior el fariseo, fuera profeta como se dice, sabría quién
es la que le besa los pies.
Jesús, que leía
en el alma del fariseo todo lo que pensaba, no quiso sonrojarlo reprendiéndolo
públicamente por un juicio tan falso y tan poco caritativo. Para corregirlo se
valió de una parábola. Cuando se reprende el vicio, debe haber gran cuidado de
no infamar a la persona; no hay cosa más política, más cortés y más
circunspecta que la caridad. Admiremos en este pasaje la bondad del Salvador,
que instruyendo caritativamente al fariseo sin infamarlo, hace al mismo tiempo
la apología de aquella penitente. Dos personas, le dice el Salvador, debían una
suma de dinero a un hombre: uno le debía quinientos denarios, otro cincuenta;
pero siendo pobres, y no teniendo con que pagar, les perdonó la deuda: ¿cuál de
los dos te parece le ama más? Como si dijera, ¿cuál de los dos ha debido tener
más amor a su bienhechor para moverle a perdonar una deuda mayor? ¿Cuál de los
dos será asimismo más agradecido al beneficio recibido? La pregunta del
Salvador encierra estos dos sentidos, según los mejores intérpretes. Es claro,
respondió Simón, que le ama más aquel a quien ha perdonado mayor cantidad. Has
juzgado bien, dijo el Salvador; y volviéndose hacia la pecadora penitente: ¿Ves
a esta mujer? Le dijo, juzga del amor que tiene a su bienhechor por lo que ha
hecho, y por la gracia que yo voy a hacerla; cuando he entrado en tu casa, no
me has dado agua para lavarme los pies según nuestro uso ordinario; y ella no
cesa de regármelos con sus lágrimas, y de enjugarlos con sus cabellos; tú no me
has dado el beso de paz, siendo raro el que falta a esta urbanidad; y ella
desde que ha entrado, no ha cesado de besar mis pies; tú no has acompañado este
banquete con perfumes, según se acostumbra; y ella ha vertido sobre mis pies un
licor muy oloroso y de mucha fragancia. ¿No son estas señales bien visibles de
su contrición y de su amor? Por esto te digo, que se le han perdonado muchos
pecados porque ha amado mucho; o como dice el griego, le han sido ya
perdonados. El dolor y la contrición sobrenatural que acompañaban, o que habían
ya prevenido las señales exteriores de penitencia, habían procurado ya a esta
mujer el perdón de que el Salvador le da ahora una entera seguridad. Aquel a
quien se perdona menos, añadió Jesucristo, ama menos. Estas palabras miraban a
Simón el Fariseo, que lejos de haber tenido a Jesucristo aquel amor que obtiene
la remisión de los pecados, no había siquiera usado con Él aquellas atenciones
y obsequios que se podían esperar y exigir de un amigo. Veía también el
Salvador las verdaderas disposiciones interiores del corazón de Simón, y lo que
dice aquí es propiamente una lección que le da, y que Simón podía fácilmente
comprender. Finalmente, no contento el Salvador con haber justificado a la
mujer en presencia de todo el congreso, quiso además de esto darla a ella misma
positiva seguridad de que se le habían perdonado sus pecados pasados,
diciéndole expresamente: Anda, que tus pecados se te han perdonado. Esta
sentencia de justificación, de tanto consuelo para la pecadora penitente, fue
murmurada de los que estaban a la mesa, los cuales se decían en voz baja los
unos a los otros: ¿Quién es este hombre
que también perdona los pecados? Pues sabemos que nadie puede perdonar los
pecados sino solo Dios, y que este poder no puede darse a ningún hombre: Quis est hic, qui etiam peccata dimittit?
Algunos interpretan esto en buen sentido, y pretenden con bastante
probabilidad, que las expresiones de los convidados eran más bien efecto de su
admiración que de su censura. Como todos tenían noticia del milagro que había
hecho resucitando al hijo de la viuda de Naím, admiraron ahora el poder de
Jesucristo. No puede menos, decían, que este hombre sea más que un simple
profeta; pues no solo resucita los muertos, sino que también perdona los
pecados. De cualquier manera que fuese, sin responderles nada el Salvador, se
volvió a la dicha penitente, y le dijo: Tu fe te ha salvado. Vete en paz. Has
creído en Mí, te has persuadido que yo podía concederte el perdón de tus
pecados, y en esta esperanza te has venido a Mí. Has mirado con horror tus antiguos
desórdenes, y has tenido una verdadera contrición; sabe, pues, que tu fe, tu
confianza y tu amor son la causa de tu justificación. Jesucristo, dicen los
Padres, opone aquí la fe de esta mujer a la incredulidad de los fariseos y de
todos los que estaban presentes, los cuales no querían creer que Jesucristo
fuese el Mesías.
Los herejes
hacen muy mal en apoyar sobre estas palabras del Salvador su sistema de la fe
justificante; porque si la fe llevó a esta mujer a Jesucristo para hallar en Él
su justificación, quien la justificó fue la caridad, como el Salvador lo
declara expresamente: Remilluntur ei
peccata, quoniam dilexit: Se le perdonan sus pecados, porque ha amado.
Con motivo de
este Evangelio se hace el día de hoy en algunas partes la fiesta de la conversión
de la Magdalena, de santa Magdalena penitente, a quien la mayor parte de las
casas de refugio, de recogidas o de penitentes, han tomado por titular de sus
iglesias, y por patrona especial de sus comunidades.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.253-259)
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