SEMANA
SANTA
Sonsonate, El Salvador |
Desde los
primeros días de la Iglesia fue mirada por los fieles la semana que precede
inmediatamente al día de Pascua como el tiempo más santo del año, como un
tiempo que pide de nosotros más devoción y santidad, a causa de los grandes
misterios cuya memoria celebra en ella la Iglesia; y así en todo tiempo se ha
llamado la Semana Santa por excelencia. Otros muchos nombres ha tenido también relativos
o a los misterios que se celebraban en ella, o a los ejercicios en que
acostumbraban pasarla los fieles. Eusebio habla de ella bajo el nombre de
semana de las Vigilias, porque se pasaban casi todas las noches en ejercicios
de devoción para honrar la pasión del Salvador, y en particular aquella cruel
noche que hizo padecer a Jesucristo tantos tormentos y lo hartó de oprobios. En
aquella noche fue cuando se entregó a aquella mortal tristeza que le hizo sudar
sangre. En ella fue entregado alevosamente por el apóstol apóstata; fue preso y
atado como un facineroso, arrastrado por las calles de Jerusalén de tribunal en
tribunal, abofeteado, cubierto de heridas y de salivas; entregado, en fin, a la
insolente barbarie de los soldados, los que toda la noche ejercieron sobre Él
todo lo que la impiedad más desenfrenada, la insolencia más descarada y la
crueldad más desencadenada pudo hacerle sufrir de doloroso y afrentoso. Para honrar,
pues, estos tormentos nocturnos del Salvador, duró por muchos siglos el pasar
los fieles todas las noches de la Semana Santa en oración, en penitencia y en
ejercicios de devoción; y esto fue lo que hizo dar a esta semana el nombre de semana de las Vigilias. También hallamos
haberse llamado Penal, o semana Penosa, a causa de las penas y tormentos
de Jesucristo, los cuales dieron motivo a los griegos para que en este sentido
la nombraran días de dolores, días de
cruz y días de suspiros; así como
los latinos han solido llamarla semana
laboriosa, y días de trabajos. Se
llamó también semana de indulgencia,
por ser estos los días en que el Salvador hizo ostensión de sus grandes
misericordias, y en que eran recibidos los penitentes a la absolución, y
sucesivamente a la comunión de los fieles.
Pero el nombre
de semana santa y de semana mayor se ha hecho universal en toda
la Iglesia. El llamarse semana mayor no es, dice san Juan Crisóstomo, porque
tenga más días que las otras, ni porque sus días sean más largos, sino porque
Jesucristo obró en ella los más grandes misterios: libró a los hombres de la
tiranía del demonio; satisfizo plenamente por nuestros pecados a la justicia
divina; instituyó el divino sacrificio, y nos volvió la vida, así como se la
volvió a sí mismo, como habla san Pablo, perdonándonos todos nuestros pecados;
borró y deshizo las actas que había contra nosotros. El decreto que nos
condenaba, lo anuló, clavándolo en la cruz: Delens quod adversus nos erat
chirographum decreti, affigens illud cruci. Les quitó los despojos a los
principados y potestades, triunfando de ellos en su persona. Esto es lo que
hace llamar a esta semana la semana mayor; y esto es lo que hace, como añade
san Juan Crisóstomo, que muchos fieles aumenten en estos días sus ejercicios de
devoción. “Unos hacen ayunos más austeros que en los demás de la Cuaresma, dice
el Santo; otros pasan estos días en continuas vigilias, y otros dan grandes
limosnas. Hasta los emperadores honran esta semana, y conceden vocaciones a
todos los magistrados, con el fin de que libres de los cuidados del mundo,
pasen estos días en el culto de Dios; honran asimismo estos días enviando a
todas partes despachos y órdenes para que se dé libertad a los que están en las
cárceles.” Todo esto es de san Juan Crisóstomo, el cual concluye así: “Honremos,
pues, estos días, y en lugar de ramos y palmas ofrezcamos nuestro corazón a
Jesucristo.”
La Semana Santa
siempre se ha mirado como una semana de mortificación y de penitencia. Desde
los primeros siglos vemos que los ayunos eran más largos, y las abstinencias
más rigurosas que en los demás del año; no había cristiano, por poco celoso que
fuese, que se dispensase de este saludable rigor: ninguno dejaba de añadir a su
ayuno algunas otras austeridades. San Dionisio, obispo de Alejandría, dice que
se admiraba de que hubiese gentes que el Viernes y Sábado Santo no ayunasen
sino como los demás días de ayuno. San Epifanio llama a la Semana Santa la
semana de las xerophagias, o de los
ayunos rigurosos, es decir, en que los ayunos se reducían a pan y agua, o
cuando más a frutas secas, sin guiso particular ni delicadeza alguna: Hebdomada xerophagiæ, quæ vocatur sancta.
Las constituciones apostólicas dicen que en estos seis días no se comía sino
pan, agua, sal y frutas: Sex diebus Paschæ
pane tantum, sale, oleribus et aqua vixentes. La Semana Santa se llama en
dichas constituciones semana de Pascua, como si dijera, semana que servía de
preparación a esta grande solemnidad. A la verdad, la observancia de esta
xerofagia, o abstinencia de legumbres, de lacticinios y de pescado no era de
precepto, como los monasterios lo pretendían; pero era tan generalmente
practicada, que todo el mundo se avergonzaba de dispensarse de ella. Con el
tiempo se redujo esta abstinencia a los dos días que preceden a la vigilia de
Pascua, después a solo el Viernes Santo; pero el día de hoy ¿quién observa esto
muy escrupulosamente[i]?
Las vigilias
acompañaban a los grandes ayunos de la Semana Santa; la más considerable era la
del Jueves al Viernes Santo, la que todavía se ve observada por un gran número
de personas religiosas, que pasan toda la noche rezando o en oración delante
del Santísimo Sacramento, para honrar con sus adoraciones y ejercicios de
devoción las humillaciones del Salvador, y todo lo que padeció de más
ignominioso y más doloroso durante toda la noche que precedió a su muerte, y se
siguió a la institución de la adorable Eucaristía.
En los primeros
siglos de la Iglesia toda la Semana Santa era fiesta, como también la
siguiente, por celebrarse en estas dos semanas la muerte y resurrección de
Jesucristo. Así lo dicen expresamente las constituciones apostólicas. Focio, en
el compendio de las leyes imperiales y de los cánones, dice que los siete días
antes de Pascua y los siete después eran días de fiesta: Dies festi sunt septem diez ante Pascha, et septem post Pascha; y
el papa Gregorio IX, en su decretal de las fiestas cuenta también estos quince
días por fiestas de obligación y de precepto. San Juan Crisóstomo dice que no
eran solo los pastores de la Iglesia los que mandaban a los fieles honrar y
santificar la Semana Santa, sino que también los emperadores lo ordenaban así,
y lo intimaban a toda la tierra, haciendo suspender las causas y los pleitos
criminales, y todos los negocios civiles y seculares, con el fin de que en
estos santos días, exentos del ruido, de las disputas y de los embarazos de los
pleitos, y de cualquier otro tumulto, pudiesen emplearse los fieles despacio y
con tranquilidad en el culto de la Religión, en ejercicios de penitencia y en
buenas obras. Si entre los griegos estaba prohibida toda obra servil y todo
pleito en los quince días de Semana Santa y de Pascua, los latinos observaban
muy religiosamente la fiesta de estas dos semanas, con obligación de no
trabajar; y esto se practicaba en Italia, en Francia y en España con la mayor
escrupulosidad. Con el tiempo se permitió al pueblo el trabajo de manos,
contentándose la Iglesia con que se cerrasen los tribunales por estos quince
días.
La Semana Santa
siempre se ha mirado como un tiempo de indulgencia y de remisión. Los príncipes
y los magistrados cristianos, en atención al perdón y gracias que Dios dispensa
a los hombres por los méritos de la pasión y muerte de Jesucristo, hacían abrir
las cárceles mientras duraban estos días de las divinas misericordias; y
conformando, por decirlo así, su policía con la de la Iglesia, que reconciliaba
los penitentes, y los admitía al altar, perdonaban a los reos, y les remitían
en todo o en parte la pena que merecían sus delitos. San Juan Crisóstomo nos
enseña que el emperador Teodosio enviaba en los días que preceden a la fiesta
de Pascua órdenes a las ciudades para que soltasen los presos, y no ejecutasen
la pena de muerte en los que la tenían merecida. También en Francia se
acostumbraba ya en el silgo VII dispensar iguales gracias a los reos en la
Semana Santa.
Habiendo el rey
Carlos VI resuelto castigar a unos rebeldes que se guardaban estrechamente en
la cárcel, mandó, no obstante, que los soltasen por estar en Semana Santa. Esta
costumbre no está del todo abolida. Se ve todavía que el Martes Santo, que es
el último día de audiencia, va el parlamento a las cárceles de palacio. Se pregunta
a los presos el motivo de su prisión, y se sueltan muchos de aquellos cuyas
causas no son de mucha monta. Esto mismo se hacía en Francia el día que
precedía a la vigilia de Navidad y de Pascua del Espíritu Santo. De todo lo que
acabamos de decir se infiere la singular veneración que en todo tiempo han
tenido los fieles a esta semana privilegiada, en la cual se obraron los más
grandes misterios de nuestra Religión, y en la cual el Señor derrama tan
abundantemente los tesoros de sus grandes misericordias sobre todos los fieles.
Todo nos convida a pasarla con aquel espíritu de religión que debe animar todas
nuestras acciones. La elección y la celebridad de los oficios, la misteriosa
majestad de las ceremonias, el duelo universal de la Iglesia, todo nos predica
compunción, contrición y penitencia; todo nos instruye y nos enseña. Son estos
unos días los más santos por los grandes misterios que se celebran; pero cada
cual debe santificarlos con santos ejercicios. Son días de indulgencia, dice
san Juan Crisóstomo. Un cristiano ¿debe hallar dificultad en perdonar? Los emperadores
romanos por un efecto de su devoción, y por una observancia ya antigua, dice
san León el Grande, abaten y suspenden todo su poder en honor de la pasión y de
la resurrección de Jesucristo, mitigan la severidad de sus leyes, y mandan
soltar a muchos reos de diversos delitos. Es muy justo, continúa el mismo
Padre, que los pueblos cristianos imiten a sus príncipes, y que estos grandes
ejemplos de clemencia los muevan a usar de indulgencia entre sí en las
favorables coyunturas de un tiempo tan santo; pues las leyes domésticas no
deben ser más inhumanas que las leyes públicas. Es, pues, necesario que todos
se perdonen recíprocamente, que se remitan las ofensas y las deudas, que se
reconcilien y renuncien todo resentimiento, si quieren tener parte en las
gracias que Jesucristo nos mereció con su pasión. Y si queremos que se nos
perdonen nuestras deudas, perdonemos nosotros a nuestros deudores, y olvidemos
de todo corazón todas las injurias que se nos hubieren hecho.
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