MIÉRCOLES
DE PASIÓN
Moisés y el Decálogo |
El introito de
la Misa de este día se tomó del salmo
XVII, uno de los más afectuosos y patéticos, cuyo estilo es sublime, y todo el
salmo de una admirable belleza. David en la prosperidad de su reinado,
tranquilo y pacífico en sus Estados, describe elocuentemente en este salmo
todos los peligros en que se ha visto, y hace una viva pintura de todos ellos;
cuenta además de esto, con términos pomposos, el modo con que Dios los sacó de
tantos peligros; y reconoce que si salió triunfante de tantos enemigos, fue
únicamente por una protección muy especial del Señor. Además del sentido
histórico que mira a la persona de David, y a su confianza en Dios en medio de
tantas persecuciones, se advierten en dicho salmo algunas profecías que
manifiestamente hablan del reino del Mesías, de la vocación de los gentiles a
la fe y del triunfo de la Iglesia. San Jerónimo y san Agustín dicen, que al
mismo tiempo que el Profeta describe en este salmo sus combates contra sus
enemigos, describe también las victorias de Jesucristo sobre los judíos, y las
de la Iglesia sobre sus perseguidores, y sobre los herejes.
Liberator meus de gentibus iracundis: ab insurgentibus
in me exaltabis me: a viro iniquo eripies me: Vos, Señor, me habéis
arrancado del furor de mis más crueles enemigos, me habéis puesto fuera de tiro
de los que se levantaban contra mí, y habéis hecho inútiles sus depravados
designios, y su enorme malicia: ¿cómo podré yo dejar de amaros? Diligam te Domine, virtus mea: Dominus
firmamentum, et refugium meum, et liberator meus: Yo os amaré, Señor, a Vos
que sois toda mi fortaleza. El Señor es mi apoyo, mi refugio y mi Redentor. No deja
de conocerse bastante la relación que dicen todas estas palabras a Jesucristo
en cuanto hombre, especialmente en el tiempo de su pasión, que fue le tiempo y
la materia de su más glorioso triunfo.
La Epístola de la Misa contiene con la
mayor individualidad los preceptos que dio el Señor a Moisés para el arreglo de
las costumbres. Es una exposición clara de los principales mandamientos del
Decálogo, particularmente de los que pertenecen al prójimo; y lo que todavía
hay de más particular es, que aunque la ley natural autoriza bastante todas
estas ordenanzas, Dios junta casi a cada uno de los artículos una consideración
particular, diciendo: Que el que da estos preceptos, y quien manda que se
observen, es el Señor, el Dios de aquellos a quienes los impone: Ego Dominus Deus vester: Yo soy quien lo
manda, yo que soy vuestro Señor y vuestro Dios.
No hay cosa más
instructiva que la individualidad con que el Señor intima sus preceptos a su
pueblo en este capítulo XIX del Levítico, que empieza por esta primera lección,
la cual encierra en sí todas las otras: Sed santos, porque soy Santo yo, que
soy el Señor, vuestro Dios: Sancti
estote, quia ego Sanctus sum Dominus Deus vester. Temed, va diciendo, a
vuestro padre y madre, y respetadlos, como es debido. Guardad religiosamente el
día del sábado. Cuando hicieres la siega en tu campo, continúa, no cogerás las
espigas que se quedaren: tampoco cogerás los racimos que en tu viña se les
escaparen a los vendimiadores; todo esto debes abandonarlo a los pobres que
vengan a hacer la rebusca, esto es, a juntar las espigas y los racimos que se
hubieran quedado sin coger después la siega y la vendimia: Pauperibus, et peregrinis carpenda dimittes. Porque yo soy el
Señor, tu Dios, lo dispongo y lo ordeno así: Ego Dominus Deus vester.
No engañarás a
tu prójimo, hurtándole lo que es suyo, ni levantándole algún falso testimonio,
ni de ningún otro modo: Nec decipiet
unusquisque proximum suum. Por este precepto empieza la Epístola de este
día: Non mentiemini; no mentirás: el
texto hebreo dice: No negarás, ni rehusarás volver el depósito que te hubieren
confiado. Algunos intérpretes lo explican de la obligación de dar limosna; Non extenuabilis vos, no os haréis unos
a otros más pobres de lo que sois, rehusando bajo un falso pretexto de
necesidad hacer limosna. Una de las mayores injurias que se le pueden hacer a
Dios, es ponerlo por testigo de una mentira. Así lo declara y protesta en
varios parajes de la Escritura: Non
perjurabis in nomine meo. No calumniarás a tu prójimo: Non facies calumniam. La calumnia es un delito sumamente
detestable, por cuanto no se puede reparar jamás el mal que ocasiona. Aunque se
desdiga el calumniador, la persona que se ha tiznado jamás recobra bien su
primera blancura. La hacienda que se ha hurtado se puede restituir, aunque para
ello sea necesario quedar por puertas el que la ha usurpado; pero ¿quién podrá
volver la reputación a una persona infamada en el concepto de quinientas o mil
personas? Según esto ¿se salvarán mucho calumniadores? Non morabitur opus mercenarii tui apud te usque mane. ¡Qué
admirable es Dios en esta interesante enumeración! No diferirás, dice el Señor,
hasta el día siguiente el salario del jornalero que te sirve, de los obreros
que han trabajado para ti, de los domésticos que tienes a tu cuidado. ¿Te han
dado el fruto de su trabajo? No les rehúses, ni dilates el de sus sudores: su
salario no es a tuyo, sino de ellos; ¡qué injusticia es retener la hacienda
ajena! El que hace esto es un rico que por ahorrar de lo suyo se sirve de lo
del pobre: Non maledices surdo: no
hablarás mal del sordo; no hay cosa más indigna ni más injusta que ofender a
los que no pueden ni defenderse, ni resistir. Tal es el vicio de la
murmuración. Nunca se habla mal sino de los ausentes, porque están fuera de
estado de justificarse, y de cubrir de confusión al murmurador, que por la más
maligna bajeza solo habla de los que no están en disposición de oírlo, y
confundirlo: Nec coram cæco pones offendiculum:
no pondrás delante del ciego cosa que pueda hacerle caer. En efecto, no puede
darse mayor inhumanidad que insultar a un infeliz, y añadir adrede un nuevo
azote a su miseria. ¡Qué bien pintadas están en estas santas leyes la sabiduría
y la bondad de nuestro Dios! ¡Qué bien se da a conocer su santidad en el menor
de sus preceptos! Non consideres personam
pauperis. Para con Dios no hay aceptación de personas; el rico y el pobre
le son igualmente amables, y así quiere que nosotros, a su imitación, tengamos
una caridad general. Siendo Dios creador y padre de todos los hombres, todos
los hombres son hermanos, y quiere Dios que nos miremos como tales. ¡Qué
indignidad desdeñarnos de mirar a un hombre que está mal vestido, y no tener
miramiento ni respeto sino a los ricos! Non
consideres personam pauperis, dice el Señor, nec honores vultum potentis. Juste judica proximo tuo. ¿Estás en
empleo? Pues juzga a tu prójimo según justicia y con la más exacta integridad,
sin tener respeto a la calidad de las personas, y sin dejarte torcer por la
presencia de los más poderosos. No tengas la baja, la maligna y perniciosa
inclinación de hablar mal del prójimo, ni en público ni en secreto: Non eris criminator, nec susurro in populo.
Siempre ha mirado Dios con horror a estas pestes de la sociedad civil: son la
execración de las gentes de bien, y los enemigos de la unión de los corazones y
de la paz: Ego Dominus; quien te lo
manda soy yo, que soy tu Señor: Non
oderis fratrem tuum in corde tuo. El mundo todo está lleno de disimulo y de
ficción. ¡Qué de malignidad bajo un exterior risueño, bajo unas apariencias
engañosas! Se alaba, se adula, se hacen protestaciones de la más sincera
amistad, al mismo tiempo que se alimenta un mortal rencor en el corazón. Esta maligna
simulación, este fingimiento indigno es lo que Dios condena aquí. ¿Tienes algún
motivo de queja contra tu hermano? Díselo amigablemente, dice el Señor, sin que
tu corazón esté sentido o exasperado: Ne
habeas super illo peccatum. Finalmente, si alguno te ofende, deja al
cuidado del Señor la venganza: se interesa demasiado en tu bien, para que deje
sin castigo la injuria que se te hace: Non
quæras ultionem. No te contentes con no vengarte, procura olvidarte de las
injurias que has recibido: Nec menor es
injuriæ. Ama a tu prójimo como a ti mismo: Diliges amicum tuum sicut te ipsum. Quiere Dios que no haya
diferencia entre los nombres de prójimo y amigo. De este modo el Señor, por un
efecto de su bondad, instruía a aquel pueblo grosero y material, a aquel pueblo
todo carnal e indócil, como un buen padre instruye a un hijo cuando niño. No le
da sino lecciones propias y acomodadas a su corta edad, reservándose el dárselas
más espiritualmente y más perfectas cuando haya llegado a una edad más madura. Esta
edad madura era el tiempo de la venida del Mesías. Así vemos que los preceptos
de Jesucristo son mucho más espirituales y más perfectos que los de la ley
antigua. Esta solo ordena que se eche en olvido la injuria recibida: la ley
nueva ordena además de esto que amemos al que nos ha injuriado: aquella solo
tiene preceptos conformes a la razón natural: los preceptos y las máximas de la
ley de gracia son sobre la naturaleza y la razón.
El Evangelio de la Misa del día cuenta lo
que pasó en Jerusalén mientras la fiesta de la dedicación del templo, cerca de
tres meses y medio antes de la muerte del Salvador.
Esta fiesta,
instituida no más de ciento setentaicuatro años antes de Jesucristo, era muy
célebre entre los judíos, y duraba ocho días como las otras fiestas de primera
clase: se celebraba en memoria de la purificación del templo y de su
dedicación, hechas bajo el gobierno de Judas Macabeo, gloria de la nación judaica,
y el restaurador de la religión y de su patria. Habiéndose apoderado de la Judea,
y en particular de Jerusalén, el impío Antíoco Epifanes, rey de Siria, profanó
con todo género de abominaciones el santo templo. Muchos de los judíos,
cediendo a la persecución, apostataban todos los días, y ofrecían incienso a
los ídolos. Judas Macabeo, el prodigio de su siglo por su celo, por la religión
y por su valor, habiendo derrotado con un puñado de gentes los ejércitos numerosos
de Antíoco, y conseguido siete grandes victorias contra Apolonio, Serón,
Gorgias, Nicanor, Timoteo, Baquides y Lisias, recobró a Jerusalén, e hizo
publicar la intención que tenía de restablecer la religión, y reparar el culto
del Señor en su templo. El pueblo fiel se juntó el día señalado; pero al ver la
profanación con que había sido tratado el lugar santo, y que todo lo que había
de más respetable en la casa del Señor había sido, o destruido, o contaminado
por los gentiles, fue tan general el desconsuelo, que no hubo quien no echase a
llorar. El religioso héroe dispuso que se restableciera todo incesantemente: se
reparó el santuario que había sido casi enteramente destruido, se fabricó un
altar nuevo, se santificó el templo y el atrio, se fabricaron vasos sagrados, y
se restableció el santo templo a su primer esplendor y a su primera
magnificencia. Acabado todo felizmente, se hizo la dedicación, o la renovación
solemne, el día 25 del mes Casleu, que era el nono mes judaico, el cual caía
regularmente a principios de diciembre. La fiesta de esta dedicación se celebró
por espacio de ocho días con gran solemnidad, y se ordenó que todos los años se
renovase en semejante día la memoria con octava. En esta solemnidad fue cuando
el Salvador vino al templo. Como era invierno, y hacía mal tiempo, no quiso
Jesús detenerse en los atrios, que estaban descubiertos y expuestos a los
temporales, sino que se entró en una galería, que se llamaba el pórtico de
Salomón, porque había sido fabricada en el sitio o sobre el modelo del antiguo
pórtico de Salomón, a la entrada del templo. Los judíos se juntaron al instante
alrededor de Él, y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos has de tener suspensos? Si
eres el Mesías, dínoslo claramente: Si tu
es Christus, dic nobis palam. ¿Es acaso un verdadero deseo de saber la
verdad el que hace hablar a los que hacen esta pregunta? Los judíos comprenden
bastantemente que Jesucristo se atribuye el título de Mesías, cuando se trata
de imputárselo a delito y perseguirle por este motivo. Pero cuando se trata de
creerle sobre su palabra, autorizada con los milagros de obra, pretenden que no
haya hablado jamás con bastante claridad. Lo mismo sucede con los herejes, los
cuales en sus disputas, en las conferencias, en la Escritura misma, en los
escritos de los santos Padres, no buscan la verdad, sino cómo autorizar su
pasión y su rebelión contra la Iglesia. Búsquese la verdad sin pasión, con
ingenuidad, de buena fe, y se encontrará. El Salvador, que conocía el verdadero
motivo y los verdaderos sentimientos de aquellos espíritus malignos y
disimulados, les respondió: Os lo he dicho bastantes veces y con bastante
claridad, pero vosotros no me queréis creer; y cuando yo no os lo hubiera
dicho, los milagros que hago en nombre y por la virtud de mi Padre manifiestan
bastante claramente quién soy: Hæc
testimonium perhibent de me. ¿No os he dicho que yo era la luz del mundo,
el Hijo de Dios y el buen pastor? ¿Qué he venido a salvar, a dar la vida, la
libertad y a redimir? ¿Qué debo morir y resucitar? ¿Qué soy árbitro de mi vida
y de mi muerte? ¿No habéis notado que veo lo más secreto de vuestro corazón y
de vuestro espíritu? Os he dicho que mi Padre era Dios, y que yo era una misma
cosa con mi Padre: ¿os parece que Dios puede hacer milagros para autorizar la
mentira y la impiedad? Pues Dios ha autorizado todo lo que yo he dicho con
milagros los más estupendos. Vosotros no creéis, porque no queréis creer, y por
lo mismo no sois de mi rebaño. Mis ovejas oyen mi voz, y las conozco, y ellas
me conocen, y así me siguen con una perfecta docilidad; yo les doy la vida
eterna, y no perecerán jamás, a no ser que ellas mismas se quieran perder. Ellas
creen en Mí, y con las gracias que yo les doy, las pongo en estado de obrar su
salvación. Yo velo continuamente sobre ellas, de suerte que todos los esfuerzos
del infierno no son capaces de robármelas, mientras que ellas permanezcan en mi
redil; no hay poder en el mundo que pueda arrebatármelas de las manos. ¿Quién
podrá resistir al Todopoderoso? ¿Quién podrá oponerse a mi Padre? Lo que mi
Padre me ha dado, es sobre todas las cosas, quiero decir, siendo el poder y la
naturaleza divina, que yo recibo de mi Padre, los mismos que los de mi Padre,
tan imposible es quitarme nada de entre las manos, como quitarlo de entre las
manos de mi Padre. Vosotros queréis que yo os hable sin figuras y sin metáforas,
y que os diga quién soy: Yo os lo diré; pero tampoco me creeréis. Yo y mi Padre
somos una misma cosa. ¿Podía Jesucristo explicarse más claramente? Estas palabras
contienen una declaración tan expresa de la consustancialidad del Verbo, y de
la divinidad de Jesucristo, que los mismos judíos creyeron no se les podía dar
otro sentido. Yo y mi Padre somos una
misma cosa. Ved aquí la distinción de las personas, y la unidad de
naturaleza entre Jesucristo y el Padre. Al oír esto los judíos, cogieron piedras
para apedrearlo como a un blasfemo, porque decía que era una misma cosa con
Dios Padre. ¡Oh, y cómo prueba esto la mala intención de los judíos en la
pregunta que le habían hecho! Piden al Señor que les diga si es el Mesías: se
lo dice, y lo quieren apedrear. Pero el Hijo de Dios les dijo sin alterarse: He
hecho a vuestros ojos muchas buenas obras por la virtud que tengo de mi Padre, ¿por
cuál de estas obras maravillosas me queréis apedrear? Como si dijera: He curado
vuestros enfermos, he echado los demonios de los cuerpos, he resucitado muertos:
con cinco panes he dado de comer a más de cinco mil personas: todas estas
maravillas son unos testimonios convincentes de quién soy, y unas pruebas
concluyentes de la verdad de mi doctrina y de la santidad de mi moral, ¿por
cuál de estos milagros me queréis apedrear? No es por esto, respondieron ellos,
sino porque acabas de pronunciar una blasfemia; pues siendo hombre, te haces
Dios: luego este nombre Dios que me atribuyo, es lo que os escandaliza; pero no
tenéis razón. ¿Por ventura no está escrito en términos expresos en los Libros
santos que contienen vuestra ley: Yo dije, vosotros
sois dioses? Si la Escritura, que es incapaz de contradicción y de falsedad,
da a los jueces y a los magistrados, que no son sino unos puros hombres, el
título de Dios, porque hacen las veces y tienen su poder del verdadero Dios, de
quien son ministros, ¿qué razón tenéis para llamar blasfemo al que ha sido
santificado y enviado al mundo por el Padre, e imputarme a delito el haber
dicho: Yo soy el Hijo de Dios; y yo a quien mi Padre ha engendrado desde la
eternidad, a quien ha comunicado su santidad, y a quien ha enviado para que sea
el Mesías, el Profeta tanto tiempo esperado, y el Salvador de los hombres? No
alega Jesucristo en este lugar las palabras del salmo LXXXI sino para confundir
a los judíos, no para explicar con qué sentido ha tomado y se ha atribuido la
cualidad de Dios. Si no hago obras de Hijo de Dios, de Mesías, de un
Hombre-Dios, no me creáis: vengo bien en que digáis que soy un blasfemo; pero
si las hago, dad a las obras la fe que negáis a las palabras: reconoced que una
vez que hago las mismas obras que mi Padre, tengo el mismo poder, y por
consiguiente la misma naturaleza; y así reconoced que mi Padre está en Mí, y yo
en mi Padre; y que mi Padre y yo somos una misma cosa. Apelo a mis obras:
vosotros sois testigos de ellas y no me podéis negar que todas tienen el
carácter de divinas. Los que son reos, divino Salvador mío, de la más horrible
blasfemia, son esos mismos judíos que os acusan de blasfemo; pues no pueden
negaros la cualidad de Hijo de Dios que Vos os atribuís, sin pretender que Dios
puede autorizar con los más evidentes milagros la mentira y la impiedad. Admiremos
aquí la sabiduría y la suave providencia de nuestro Dios, que no ha querido
obligarnos a creer unos misterios que son sobre la razón, sin haber hecho antes
Él mismo, en confirmación de ellos, obras que exceden al poder de la
naturaleza. Después de esto, ¡qué no deben temer estos espíritus indóciles, que
no son incrédulos sino porque la corrupción del corazón ha cegado y abrutado su
espíritu!
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.239-246)
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