MARTES
DE PASIÓN
Daniel y los leones |
Expecta Dominum, viriliter age: et confortetur cor
tuum, et sustine Dominum: Aguarda al Señor, obra con valor, sufre tus penas, y
espera con confianza la ayuda del Señor. Dominus
illuminatio mea, et salus mea: quem timebo? El Señor me da sus consejos, me
enseña, y vela en mi conservación: ¿qué tengo, pues, que temer? Quien habla así
es David perseguido injustamente por Saúl, por los más principales de la corte;
pero intrépido en medio de los peligros por su gran confianza en Dios, es viva
figura del Salvador perseguido por los jefes del pueblo. Había hecho David a
Saúl y a toda la nación particulares servicios, y la persecución que padece no
tiene otra causa que una envidia diabólica. El Salvador ha llenado de
beneficios a todo el pueblo judaico; pocas personas hay que no hayan tenido
parte en sus favores; todavía menos que no hayan sido testigos de sus milagros.
¿De dónde, pues, venía aquel furor de los pontífices, de los escribas, de los
fariseos contra este amable Salvador: Qui
pertransiit benefaciendo: que por todas partes por donde ha pasado ha hecho
tanto bien? La envidia, el odio fue quien hizo nacer aquella mortal rabia que
no pudo satisfacerse sino con su muerte. La Iglesia, en estos días en que está
toda ocupada en celebrar la pasión del Salvador, ha elegido el último y el
primer versículo del salmo XXVI para
el introito de la Misa de este día.
La Epístola cuenta la historia de la
venganza de los babilonios sobre el profeta Daniel, al cual hicieron arrojar a
los leones por haber destruido los objetos de su idolatría. En lo cual notan
los Padres que fue una de las figuras de Jesucristo perseguido por los judíos.
Había cerca de
cuarenta años que el profeta Daniel estaba en la privanza y valimiento del rey
de Babilonia, siendo su primer ministro y su valido. Los babilonios tenían un
famoso ídolo llamado Bel, a quien sacrificaban todos los días doce medidas de
harina del trigo más puro, cuarenta ovejas y seis grandes medidas de un vino
exquisito. El rey era muy devoto de este ídolo, al que iba a dorar regularmente
todos los días, y hubiera gustado que Daniel, su primer ministro, hubiese
tenido la misma devoción; pero Daniel tenía demasiadas luces y demasiada religión
al verdadero Dios para no tener horror a un culto tan vano. Un día le preguntó
el rey, por qué no adoraba al dios Bel. Porque yo no adoro, respondió Daniel, a
los ídolos, que no son otra cosa que unas obras hechas por manos de hombres; yo
no adoro sino a Dios vivo, soberano Señor de todo el universo, creador del
cielo y de la tierra. Si es Dios vivo a quien tú adoras, replicó el rey, no
hubo jamás otro más vivo que Bel; pues él solo come y bebe más que todos los
otros juntos; no ignoras lo que se le da de comer todos los días, y sabes que
nada queda de cuanto se le pone delante. Daniel le respondió sonriéndose, que
se admiraba de que su majestad no viese la falacia de los sacerdotes, los que
se regalaban con lo que se le daba al pretendido Bel para que lo comiese; que
en lo demás esta pretendida divinidad no era otra cosa que una estatua de
bronce por fuera y por dentro de ladrillo. El rey, que no gustaba se anduviese
jugando con él, se mostró indignado por ver que se abusaba de su credulidad. Hace
venir al punto a los sacerdotes de Bel y les dice: Si no me declaráis quién es
el que se come todo lo que se pone delante de Bel, os hago morir a todos ahora
mismo; pero si me hacéis ver que es Bel el que se lo come, le costará la cabeza
a Daniel, que ha blasfemado contra este dios. Daniel, que se hallaba presente,
dijo que consentía gustoso en que la palabra del rey se pusiese en ejecución. Los
sacerdotes de Bel, en número de setenta, se vieron obligados a decir lo mismo. Habiendo
ido al templo el rey con Daniel desde allí mismo, los siguieron los setenta
sacerdotes, los cuales después de haber asegurado nuevamente al rey con
juramento que era el ídolo quien se lo comía todo, le dijeron: Señor, queremos
que seáis convencido de ello por vuestros propios ojos. Todos vamos a salir:
haga vuestra majestad que se pongan las viandas y el vino delante de Bel;
cierre después la puerta del templo y séllela con su real sello: si mañana por
la mañana al abrir vuestra majestad el templo no hallase que el dios Bel se lo ha
comido todo, consentimos en que a todos nos haga morir según la palabra de
vuestra majestad. El motivo de hablar con tanta seguridad era porque tenían una
cueva o subterráneo por dónde venían todas las noches a deshora, y se llevaban
las viandas que se habían puesto junto a Bel. Salidos que fueron todos los
sacerdotes, el mismo rey puso las viandas delante del ídolo; pero Daniel, que
tenía un conocimiento sobrenatural de todo cuanto pasaba, tuvo la precaución de
hacer llevar secretamente una porción de ceniza cernida, la que hizo esparcir
por todo el templo en presencia del rey, y habiendo salido todos, se cerró la
puerta y se selló. Los sacerdotes según tenían de costumbre entraron durante la
noche con sus mujeres y sus hijos; después de haber bebido y comido a su
satisfacción, se retiraron llevándose todo lo que había sobrado.
Apenas amaneció
el día siguiente cuando el rey vino al templo acompañado de Daniel, de toda su
corte, y visto que el sello estaba intacto lo quitó, y habiendo entrado vio la
mesa del altar despojada de cuanto se había puesto en ella el día antecedente:
volviéndose entonces a Daniel le dijo con un tono severo e indignado: ¿Dónde
está el engaño y la falacia que suponías en los sacerdotes de Bel? Sonriéndose
Daniel al oír al rey le dijo: Os suplico, señor, no paséis más adelante. Vea vuestra
majestad este pavimento: considere de quién son estas huellas. Son, dijo el
rey, huellas de pies de hombres, de mujeres y de niños: Video vestigia virorum, et mulierum, et infantium. Descubierta la
trama, fue fácil descubrir todos los subterráneos por dónde venían todas las
noches; lo que irritó tanto al rey, que hizo que allí mismo quitasen la vida a
todos aquellos impostores con sus mujeres e hijos. Asimismo mandó demoler el
templo y hacer pedazos el ídolo.
Había en la
misma ciudad otra ridícula divinidad cuyo ídolo estaba animado. Este era un
dragón monstruoso que adoraban los babilonios. Confieso, dijo el rey a Daniel,
que Bel era un dios muerto; pero no puedes negarme que el dragón, a quien
tenemos y tributamos una particular veneración, es un Dios vivo. ¿Por qué no le
has de adorar? Amaba el rey a Daniel; pero como este fiel ministro despreciaba
a todos los dioses de los babilonios, hubiera deseado el príncipe que hubiese
sido de la misma religión que él, para que de este modo no fuese tan odioso al
pueblo. Señor, respondió Daniel, el dragón que adoráis como un dios con la más
lastimosa superstición no es sino un vil animal que yo me ofrezco a matar sin
palo y sin espada, si vuestra majestad me lo permite. Obteniendo el
consentimiento del rey, tomó Daniel una porción de pez, otra de sebo y otra de
pelos, y habiendo hecho hervir todo esto junto hizo de ellos una masa, la que habiéndosela
comido el dragón, se le pegó en los dientes y en la boca tan fuertemente, que
el dragón reventó repentinamente. Viéndolo muerto Daniel le dijo al rey: Ved
aquí, señor, lo que vuestra majestad adoraba: he aquí el objeto de vuestro
culto.
Los babilonios
habían tolerado, aunque de muy mala gana, la demolición del templo de Bel y la
destrucción del ídolo; pero cuando supieron la muerte del dragón no pudieron
contener su odio contra Daniel; se volvieron contra el rey y no se detuvieron
en hablar de él cuanto les venía a la boca. El rey, decían, se ha hecho judío;
y este judío, hablando de Daniel, se ha hecho rey; él ha destruido el templo y la
estatua de Bel, ha matado al dragón y ha hecho matar a los sacerdotes. Habiéndose
amotinado el pueblo fue a embestir el palacio diciéndole a voces al rey, que si
no les entregaba a Daniel iban a pegar fuego al palacio y hacerlo perecer a él
y a toda su familia real. El rey, precisado por las violencias de un pueblo
loco y fuera de sí, e intimidado por aquellas amenazas, se vio obligado, contra
su voluntad, a entregarles su primer ministro, sin embargo de lo mucho que lo
estimaba por los importantes servicios que había hecho al Estado, por su exacta
hombría de bien y por el don de profecía con que Dios le había dotado. Apenas aquellos
furiosos se hubieron apoderado de Daniel cuando decretaron arrojarlo al lago o
fosa de los leones. Había siete, a los cuales les daban todos los días dos
cuerpos de dos hombres y dos carneros; este era el suplicio ordinario de los
reos condenados a muerte. No se les había dado nada aquel día con el fin de
irritar más su hambre, y para que se tragasen con más ansia a Daniel. El santo
hombre fue arrojado efectivamente a la fosa; pero lejos de quedar lastimado de
la caída o ser devorado por los leones hambrientos, se halló más tranquilo en
medio de los leones que entre aquel pueblo bárbaro; seis días estuvo allí, en
los cuales no quisieron los babilonios se diese de comer nada a los leones, con
el fin de que en caso de que hubiese perdonado a los principios a un hombre tan
célebre por los prodigios que había obrado, irritados, en fin, con hambre tan
larga, se tirasen a él y se lo tragasen.
En este tiempo
el profeta Habacuc, que iba a llevar la comida a sus segadores, vio un Ángel
que le mandaba de parte del Señor fuese a llevar aquella comida a Babilonia y
se la diese a Daniel que estaba en el lago de los leones; el buen viejo, un
poco atónito de una orden como esta, le respondió: ¿Cómo he de hacer lo que me
dices, si jamás he estado en Babilonia, ni sé dónde está ese lago de que me
hablas? El Ángel sin replicar lo tomó por los cabellos y lo llevó con la
presteza y actividad propia de un espíritu hasta Babilonia, y lo puso a la boca
del lago de los leones, desde donde empezó a dar voces, diciendo: Daniel,
siervo de Dios, recibe la comida que te envía el Señor. Admirado Daniel de lo
que oía, exclamó: ¿Es posible que el Señor se haya dignado acordarse de mí? ¡Buen
Dios, qué cuidado no tenéis de los que os aman! Seáis eternamente bendito. El Ángel
volvió a acoger al instante a Habacuc, y lo volvió al lugar donde lo había
tomado.
El día 7, según
el uso de aquellos pueblos, fue el rey a llorar a su amigo y favorecido al
sepulcro, que era el lago, en el cual pensaba, como todos los demás, que Daniel
había sido devorado desde el primer día; pero quedó agradablemente sorprendido
cuando mirando por curiosidad al fondo del lago vio a Daniel sentado en medio
de los leones; y dando repentinamente un gran grito, exclamó: ¡Oh, y qué grande
sois, qué poderoso, Señor Dios de Daniel! ¡Cómo esta maravilla manifiesta
visiblemente vuestro poder! Luego, habiendo hecho sacar a Daniel del lago, hizo
le llevasen los más sediciosos de los que habían pedido la muerte de Daniel, y
los hizo echar en el lago, donde fueron devorados a su vista en un momento. Este
milagroso suceso dio tanto golpe al rey, que ordenó se reverenciase en todo su
imperio al Dios de Daniel, diciendo que Él era el Salvador que hacía prodigios
en toda la tierra, y que acababa de librar a su siervo Daniel del lago de los
leones, en que la más negra malicia lo había hecho arrojar.
El Evangelio de la Misa del día es del
capítulo VII de san Juan, donde se dice, que viendo Jesucristo, poco antes de
su muerte, el furor con que los judíos, o mas bien los pontífices, los escribas
y fariseos de Jerusalén habían conspirado contra su vida, se retiró a Galilea,
no porque rehusase verter su sangre, sino porque no quería prevenir el tiempo
determinado por su Padre para la consumación de su sacrificio, y para el
cumplimiento de la grande obra de nuestra redención. Le hubiera sido muy fácil
al Salvador librarse milagrosamente de la persecución de los judíos; pero como
había de ser príncipe y cabeza de una religión que debía ser perseguida
continuamente, no quiso hacer nada que sus miembros no pudiesen imitar. En la
escuela del mundo es bajeza ceder a sus enemigos; y en la escuela de Jesucristo
es virtud, es grandeza de alma el sufrir con paciencia sus violencias. Estando cerca
la fiesta de los Tabernáculos, una de las más célebres entre los judíos, que
caía siempre en el mes de septiembre, sus paisanos, ya sea que lo fuesen en el
efecto por la santísima Virgen, o que pasasen por tales por serlo de san José,
le dijeron que sería mucho mejor ir a Judea, y especialmente a Jerusalén, que
detenerse más tiempo en una provincia tan pequeña como la Galilea. Que si era
enviado de Dios, como decía, si sus milagros eran obras de Dios, y pruebas
ciertas de la verdad de su doctrina y de la dignidad de su persona, no debía
enterrar en la oscuridad estos dones de Dios; que debía manifestarse al mundo;
que teniendo muchos discípulos en Judea, y particularmente Jerusalén, debía
hacer fuesen testigos de las maravillas que obraba para que creyesen mas bien
lo que les predicaba; y en fin, que en la capital era propiamente donde debía
dar señales visibles de lo que era, y darse a conocer al inmenso pueblo de que
se componía. El desprecio y la bufonada tenían más parte en esta advertencia
que la estimación y la buena fe, porque los que creían menos en Jesús, dice el
Evangelio, eran sus parientes más cercanos; como estaban acostumbrados a
mirarlo como uno de ellos, de la misma condición, de la misma familia que
ellos, solo tenían de Él unas ideas muy comunes, y no podían imaginarse pudiese
ser el Mesías un hombre que había pasado siempre por hijo de un artesano. El Salvador
les dio una respuesta toda misteriosa, que muy pocos la comprendieron. No es
todavía el tiempo, les dijo, para que yo me presente en el gran mundo: soy demasiado
enemigo de él, y mi Espíritu es demasiado opuesto al suyo para que halle en él
buen recibimiento; vosotros, que tenéis su espíritu, que vivís según sus
máximas, nada tenéis que temer, porque el mundo siempre recibe bien a los que
se conforman con sus ideas. Id vosotros a Jerusalén a celebrar el primer día de
la fiesta; por lo que a Mí toca, yo no voy a asistir a la fiesta de este día. En
efecto, el Salvador no fue a Jerusalén hasta la mitad de la octava. En las
grandes solemnidades de los judíos, una de las cuales era la de los Tabernáculos,
había dos días muy solemnes, el primero y el octavo, que era el día de la
octava, tan célebre como el primero. Dies
primus vocabitur celeberrimus: diez quoque octavus celeberrimus atque
sanctissimus. Jesucristo no fue a Jerusalén el día primero de la fiesta. Non ascendo ad diem festum istum: No voy
a entrarme en Jerusalén este día. La razón que da es, porque sabía que los
pontífices y fariseos habían resuelto prenderle el día de la fiesta, no dudando
asistiría a ella el primer día; pero como no había llegado todavía el tiempo
determinado para su gran sacrificio, no quiso entregarse al furor de sus
enemigos antes de tiempo: Tempus meum
nondum advenit, les dijo: mi tiempo no ha venido aun; vosotros que nada
tenéis que temer, ya es tiempo que subáis a encontraros en la fiesta. Cuando se
hubiere cumplido el tiempo de mi misión, yo mismo iré a entregarme a la muerte
para consumar mi sacrificio. El Salvador se detuvo todavía algunos días en
Galilea; se fue no obstante a Jerusalén antes de acabarse la octava; pero el
mismo motivo que le había obligado a no venir el primer día, le obligó a estar
como de oculto los postreros; su ausencia dio ocasión para que todos hablasen
de Él: unos decían que era un Santo; otros, que estaban tocados de los mismos
sentimientos y pasión que los fariseos, hablaban de Él de un modo poco
ventajoso; decían que engañaba y alucinaba al populacho. Ved aquí lo que sucede
siempre; cada cual piensa y habla según el espíritu de que está animado. Si quien
lo anima es el Espíritu de Dios, no hay cosa más moderada ni más caritativa que
sus juicios. Pero si está animado por el espíritu de parcialidad, todo se
interpreta en el mal sentido y se echa a mala parte. Sin embargo, nadie se
atrevió a declararse abiertamente por Él, por temor a los judíos. El respeto
humano en todos tiempos ha ejercido su tiranía, y cuando uno le sacrifica sus
obligaciones y su conciencia, bien pronto le sacrificará su religión.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.225-232)
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