LA FE EN LA EUCARISTÍA
Qui credit in me habet vitam aeternam
“Quien cree en mí tiene la vida eterna”
(Jn 6, 47)
¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el santísimo
Sacramento! Porque la Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud
por excelencia, el acto supremo del amor, toda la religión en acción. Si scires donum Dei. ¡Oh, si conociésemos
el don de Dios!
La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con
sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los
mayores sacrificios.
No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias.
I
Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada
Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez?
Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e
insultar a su madre; pero desconocerlos... imposible. De la misma manera un
cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna
vez cuando ha comulgado.
La incredulidad, respecto de la Eucaristía, no proviene nunca de la
evidencia de las razones que se puedan aducir contra este misterio. Cuando uno
se engolfa torpemente en sus negocios temporales, la fe se adormece y Dios es
olvidado. Pero que la gracia le despierte, que le despierte una simple gracia
de arrepentimiento, y sus primeros pasos se dirigirán instintivamente a la Eucaristía.
Esa incredulidad puede provenir también de las pasiones que dominan el
corazón. La pasión, cuando quiere reinar, es cruel. Cuando ha satisfecho sus
deseos, despreciada y combatida, niega. Preguntad a uno de esos desgraciados
desde cuándo no cree en la Eucaristía y, remontando hasta el origen de su
incredulidad, se verá, siempre una debilidad, una pasión mal reprimida, a las
cuales no se tuvo valor de resistir.
Otras veces nace esa incredulidad de una fe vacilante tibia, que
permanece así mucho tiempo. Se ha escandalizado de ver tantos indiferentes,
tantos incrédulos prácticos. Se ha escandalizado de oír las artificiosas
razones y los sofismas de una ciencia falsa, y exclama: “Si es verdad que
Jesucristo está realmente presente en la sagrada Hostia, ¿cómo es que no impone
castigos? ¿Por qué permite que le insulten? Por otra parte, ¡hay tantos que no
creen!, y, con todo, no dejan de ser personas honradas”.
He aquí uno de los efectos de la fe vacilante; tarde o temprano
conduce a la negación del Dios de la Eucaristía.
¡Desdicha inmensa! Porque entonces uno se aleja, como los cafarnaítas,
de aquel que tiene palabras de verdad y de vida.
II
¡A qué consecuencias tan terribles se expone el que no cree en la
Eucaristía! En primer lugar, se atreve a negar el poder de Dios. ¿Cómo? ¿Puede
Dios ponerse en forma tan despreciable? ¡Imposible, imposible! ¿Quién puede
creerlo?
A Jesucristo le acusa de falsario porque Él ha dicho: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Menosprecia la bondad de Jesús, como aquellos discípulos que oyendo la
promesa de la Eucaristía le abandonaron.
Aun más; una vez negada la Eucaristía, la fe en los demás misterios
tiende a desaparecer, y se perderá bien pronto. Si no se cree en este misterio
vivo, que se afirma en un hecho presente, ¿en qué otro misterio se podrá creer?
Sus virtudes muy pronto se volverán estériles, porque pierden su
alimento natural y rompen los lazos de unión con Jesucristo, del cual recibían
todo su vigor; ya no hacen caso y olvidan a su modelo allí presente.
Tampoco tardará mucho en agotarse la piedad, pues queda incomunicada
con este centro de vida y de amor.
Entonces ya no hay que esperar consuelos sobrenaturales en las
adversidades de la vida y, si la tribulación es muy intensa, no queda más
remedio que la desesperación. Cuando uno no puede desahogar sus penas en un
corazón amigo, terminan éstas por ahogarnos.
III
Creamos, pues, en la Eucaristía. Hay que decir a menudo: “Creo, Señor;
ayuda mi fe vacilante”. Nada hay más glorioso para nuestro Señor que este acto
de fe en su presencia eucarística. De esta manera honramos, cuanto es posible,
su divina veracidad, porque, así como la mayor honra que podemos tributar a una
persona es creer de plano en sus palabras, así la mayor injuria sería tenerle
por embustero o poner en duda sus afirmaciones y exigirle pruebas y garantías
de lo que dice. Y si el hijo cree a su padre bajo su palabra, el criado a su
señor y los súbditos a su rey, ¿por qué no hemos de creer a Jesucristo cuando
nos afirma con toda solemnidad que se halla presente en el santísimo Sacramento
del altar?
Este acto de fe tan sencillo y sin condiciones en la palabra de
Jesucristo le es muy glorioso, porque con él le reconocemos y adoramos en un
estado oculto. Es más honroso para nuestro amigo el honor que le tributamos,
cuando le encontramos disfrazado y, para un rey, el que se le da cuando se
presenta vestido con toda sencillez, que cualquier otro honor recibido de
nosotros en otras circunstancias. Entonces honramos de veras la persona y no
los vestidos que usa.
Así sucede con nuestro Señor en el santísimo Sacramento. Reconocerle
por Dios, a pesar de los velos eucarísticos que lo encubren, y concederle los
honores que como a Dios le corresponden, es propiamente honrar la divina
persona de Jesús y respetar el misterio de que se rodea.
Al mismo tiempo, obrar así es para nosotros más meritorio, pues como
san Pedro, cuando confesó la divinidad del hijo del hombre, y el buen ladrón,
cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesucristo lo que
es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de lo que
nos dicen los sentidos, fiados únicamente de su palabra infalible.
Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
¡Allí está Jesucristo! Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al
entrar en la iglesia; rindámosle el homenaje de la fe y del amor que le
tributaríamos si nos encontráramos con Él en persona. Porque, en hecho de
verdad, nos encontramos con Jesucristo mismo.
Sea éste nuestro apostolado y nuestra predicación, la más elocuente,
por cierto, para los incrédulos y los impíos.
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