REFLEXIÓN SOBRE EL HIMNO A LA CARIDAD
Sería no más que como un bronce que suena. El más
elocuente predicador, sin la caridad que debe animar su voz y nutrir su
elocuencia, no es más que un bronce que suena, o una campana que tañe. Puede
servir a los otros por su elocuencia, como los instrumentos por su sonido; pero
no puede sacar utilidad alguna para sí mismo. Sin la caridad se puede anunciar
la palabra de Dios como los jornaleros que siembran el grano, o que cultivan la
viña, pero que no tienen parte en la vendimia ni en la cosecha. La caridad es
paciente, está llena de bondad. En dos rasgos ha dado concluido el Apóstol el
retrato de la caridad más perfecta. La paciencia hace que se sufran sin
dificultad los defectos de nuestros hermanos, y la bondad hasta previene todas
sus necesidades; esto es lo sustancial, lo que hace toda la dulzura, todo el
espíritu, casi todo el ejercicio y el carácter mismo de la caridad. La caridad no es envidiosa. ¡Cuántos,
pues, hay a quienes falta la caridad, y a quienes esta sola falta presenta no
más que como poseídos de un falso celo! Donde se encuentra la envidia, no hay
caridad. No hace nada malo de intento.
La caridad es el único lazo que junta la prudencia y la sabiduría con el ardor
y la vivacidad. Cualquiera otro amor es ciego cuando es ardiente; y el
capricho, la indiscreción, la temeridad, algunas veces la locura, y siempre
alguna pasión, es lo que le conduce. La
caridad no es ambiciosa. Un ambicioso no ama a nadie cristianamente:
desprecia a sus inferiores, no cede a sus superiores sino por interés; cree
tener por lo menos los mismos y muchas veces más méritos que ellos para obtener
el puesto que ellos ocupan; si sus iguales pueden pretender los mismos honores
que él, desconfía de ellos, y trata de engañarlos. Pero si él no ama a nadie,
¿es acaso amado de alguno? No busca sus
propios intereses. Si no hay amor sincero que no sea desinteresado, el
honor de formar verdaderos amigos está reservado a la caridad cristiana. ¿Qué
es en efecto la amistad profana, más que un comercio en que el amor propio se
propone casi siempre algún interés? Puede decirse que la verdadera amistad está
desterrada de lo que se llama mundo; cada uno se busca a sí mismo en la
amistad; es uno amigo mientras que el amigo puede ser útil. ¿Es desgraciado,
llega a ser pobre? ¿Conserva entonces muchos amigos? La caridad no piensa mal de nadie. Esos censores malignos que tiene
siempre los ojos abiertos sobre los defectos de sus hermanos, y los que
juzgando de los demás por sus propias disposiciones, sospechan el mal sobre las
más ligeras apariencias, ¿tienen una gran caridad con aquellos de quienes
ponderan las menores faltas? En vano se lisonjea con el nombre especioso de
celo: todo celo sin la caridad no es más que un orgullo enmascarado, una
maligna pasión disfrazada: La caridad
cubre la muchedumbre de los pecados. En fin, la caridad, según el Apóstol,
lo sufre todo, lo cree todo, lo espera todo, todo lo soporta. La amistad hace
las penas ligeras, la caridad llega hasta hacérnoslas amar; ¡qué humilde y
sumisa hace la caridad la fe del entendimiento, sometiendo el corazón a la ley!
¡Qué ardor y vivacidad le da a la esperanza! Porque yo amo a mi Dios, suspiro
por la dicha de poseerle, y lo espero con confianza.
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