X. El Niño Jesús disputando con los doctores
en el templo de Jerusalén.
Por más que la
ciudad de Jerusalén está bastante distante de Nazaret, como la santísima Virgen
y san José eran muy exactos y religiosos en observar la ley, acudían todos los
años a celebrar la fiesta de Pascua a aquella capital. Luego que Jesucristo
llegó a la edad de doce años, quiso acompañar a sus padres. El viaje era a lo
menos de treinta leguas; pero como la santísima Virgen y san José sabían el
espíritu que le animaba, asintieron fácilmente a que hiciera con ellos el
viaje. Pasados los días de la fiesta, José y María volvieron a tomar el camino
de Nazaret en compañía de los que habían ido con ellos a la fiesta. Aunque nunca
perdían de vista a su querido Hijo, pero en esta ocasión permitió Dios que
Jesús se quedara en Jerusalén sin que lo advirtiesen: caminaron todo un día,
pensando que Jesús iría con la comitiva; pero habiendo llegado por la tarde a
Berea, distante tres leguas y media de Jerusalén, quedaron sorprendidos al ver
que no iba con los demás caminantes. Todo es misterioso en la vida de
Jesucristo. Beda, san Epifanio y san Bernardo son de parecer que en aquellos
viajes los hombres iban a pelotones, separados de las mujeres, y que estando
san José y la santísima Virgen uno en una banda, y otro en otra, creyeron
fácilmente que el niño Jesús, que por la prerrogativa de su edad podía ir
indiferentemente en una de las dos, estaría sin duda en una o en la otra: san
José creyendo que estaría con María, su madre, y María creyéndole en compañía
de su querido esposo. A la tarde, como las dos bandas se juntaban, le echaron
menos. Ya se deja considerar cuál sería entonces su inquietud y su dolor. Lo mismo
fue amanecer que volver atrás la santísima Virgen y san José; y la mañana
siguiente, que era el tercer día después de su partida de Jerusalén, le
encontraron en medio de una infinidad de doctores, sentado en una de las galerías
o salas que había alrededor del templo, donde los doctores de la ley
acostumbraban sentarse y tener sus conferencias: allí el divino Niño enseñaba a
los maestros, así con su modestia y mansedumbre, como por la sabiduría y
sutileza de sus preguntas, y por la solidez y claridad de sus respuestas; no
había en el congreso quien no estuviera lleno de admiración, y se preguntaban
unos a otros, si el que hablaba era un niño o un Ángel.
La santísima
Virgen, menos sorprendida que los demás de aquella sabiduría tan superior a su
edad, porque conocía a su Hijo mejor que ellos, no pudo dejar de manifestarle
la pena que les había ocasionado su ausencia: Hijo mío, le dijo, ¿por qué lo
has hecho así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos muy afligidos. Quería darle
a entender con esto, que si les hubiera dicho una palabra, se hubieran
detenido, y le hubieran aguardado con mucho gusto. No debáis estar con pena por mí, respondió el Salvador; podíais pensar que no estando con vosotros
estaría en el templo; porque no ignoráis que yo debo emplearme en el servicio
de mi Padre en toda ocasión, y buscar en todo su gloria, con preferencia a toda
otra obra. Con esto daba Jesucristo a entender bastante que no era
simplemente hijo de María, sino que era también el Hijo único de Dios Padre;
pero los que estaban presentes no lo comprendieron, excepto la santísima
Virgen: por eso el Evangelista añade, que María conservaba todo esto en su
memoria para meditarlo despacio.
Habiendo salido
Jesús del templo, después de haber dejado a todos los doctores llenos de
admiración, volvió con María y José a la pequeña ciudad de Nazaret, donde quiso
vivir desconocido, sin que nada se haya sabido en particular de las grandes
acciones de virtud que ejercitó en su vida escondida; solo se sabe que obedecía
puntualmente a María y a José: que, conforme iba creciendo en edad, mostraba
más madurez y prudencia, como si su alma infinitamente santa, y siempre unida a
la persona del Verbo, hubiese podido hacer nuevos progresos, y crecer en gracia
y en mérito delante de Dios, como lo hacía a los ojos de los hombres,
acomodándose a su genio y capacidad.
Pasma el que no
habiendo venido el Hijo de Dios al mundo sino para glorificar a su Padre,
trabajando en la salvación de los hombres, pasase la mayor parte de su vida en
la oscuridad: ¿no hubiera podido en todo aquel tiempo correr el universo,
instruir a los hombres con su doctrina, edificarlos con sus ejemplos,
convencerlos con sus milagros, y traerlos por todos estos caminos al
conocimiento del verdadero Dios? El taller de un artesano ¿era una habitación
digna del Salvador de los hombres? Una vida escondida y desconocida ¿debía ser
la vida del Mesías? Un retiro tan largo ¿era conveniente a un Hombre-Dios? Es menester
que así fuese; pues el que era la sabiduría por esencia, el que no hace nada
que no sea con una prudencia consumada, lo jugó así.
¿Quién tenía más
en el corazón, quién deseaba promover más la gloria de su Padre que el Hijo de
Dios? ¿Quién conocía mejor que Él los medios que eran más a propósito para
procurarla? ¿Por ventura la salvación de los hombres no era el fin de su
encarnación? ¿Ignoraba acaso que la conversión del universo debía ser su obra? Luego
era preciso que una vida pobre, humilde y oscura hasta la edad de treinta años,
glorificase más, y fuese más grata a Dios que las más estupendas maravillas:
luego la obra de nuestra salvación pedía este silencio, este retiro, esta
oscuridad de vida por todo aquel tiempo. ¡Oh, y cómo esta verdad confunde
visiblemente nuestra falsa prudencia! ¿Quién de nosotros no hubiera pensado lo
contrario? Sin embargo, Dios piensa y obra de distinto modo; pero ¡qué de
misterios y qué de lecciones en esta vida escondida de Jesús! El Padre eterno quiere
ser glorificado con la vida oscura de su Hijo; y el Hijo de Dios prefiere esta
oscuridad de vida a todas las maravillas de una vida brillante a los ojos del
mundo. ¡Oh, y cómo esto nos enseña claramente que la perfección y el mérito no
consisten en hacer ni en padecer grandes cosas por Dios, sino en no querer ni
hacer sino lo que le place a Él!
A la verdad
Jesucristo en el taller de Nazaret glorificaba tanto a su Padre con los más
viles empleos a que se aplicaba, como lo hizo después en la Judea con sus
predicaciones y sus más estupendos milagros: no tenía necesidad este Señor de
un gran teatro para hacer grandes cosas; sus acciones las más ordinarias y las
menos brillantes eran todas de un mérito infinito que sacaba de su propio
fondo. El evangelista solamente dice que Jesús en todo aquel tiempo estaba
sujeto a José y María: Et erat subditus
illis; encerrando la generalidad de sus eminentes virtudes bajo el solo
nombre de sujeción y de obediencia. Es constante que Jesucristo poseía todas
las virtudes en sumo grado de perfección, y que hacía los actos de todas ellas
durante esta vida escondida; todo lo pretende decir el historiador sagrado,
diciendo que estaba perfectamente sujeto: Et
erat subditus illis.
Pero ¿por qué un
Hombre-Dios escoge una vida pobre, vil y oscura, estando en su mano el vivir en
la abundancia y en la magnificencia? No se puede responder otra cosa, sino
porque es Hombre-Dios. Ninguna condición convenía mejor al Mesías: un
Hombre-Dios no necesitaba de un mérito prestado, ni de una virtud ajena para
ser grande y glorioso; habiendo venido al mundo para espiritualizarle, el
socorro de los sentidos, de los bienes terrenos, y de un resplandor todo
material hubiera perjudicado a su designio; su majestad divina no podía,
digámoslo así, darse a conocer, ni hacerse sentir mas bien que viviendo en un
estado plebeyo; nada de lo que lisonjea la ambición de un corazón carnal debía
tener parte en el establecimiento de una religión del todo sobrenatural; en las
humillaciones es propiamente donde su virtud parece todavía divina; y se puede
decir que la oscuridad de la condición que ha escogido descubre y hace más
visible, por decirlo así, su divinidad a los hombres.
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