X.
La Santísima Virgen se cría en
Nazaret en casa de sus padres hasta la edad de tres años.
Cumplidos los ochenta días después del nacimiento de
la santísima Virgen, que era el tiempo en que ordenaba la ley que las madres
que habían parido hija debían purificarse, llevar la niña al templo, y ofrecer
al Señor por sí y por la hija un cordero en holocausto, y un pichón o dos
tórtolas; santa Ana no faltó a esta ceremonia que prescribía la Religión, de
que era tan celosa. Llevó, pues, la niña Virgen a Jerusalén, y la ofreció al
Señor en el templo; pero mientras que se ofrecía por María la víctima prescrita
por la ley, esta dichosa niña se inmolaba ella misma al Señor de un modo mucho
más espiritual y más perfecto. Hasta entonces no había visto Dios en su templo
ni sobre sus altares una víctima tan pura, tan santa, tan agradable a sus ojos,
tan digna de sus divinas complacencias. La niña virgen se ofrecía interiormente
a su Dios como la más humilde de sus esclavas; y Dios la recibía como a su Hija
querida, como a su Esposa sin mancha, como a la que había de ser Madre de su
amado Hijo. Solo Dios puede saber cuán agradable le fue esta ofrenda, y las
abundantes gracias de que fue acompañado este primer acto exterior de religión
de la más feliz y devota niña.
Se cree, y es muy probable, que san Joaquín y santa
Ana no llevaron su santa hija al templo solamente para satisfacer a la
obligación de esta ceremonia, o presentación puramente legal, sino también para
ofrecerla toda al Señor, y consagrársela como un don del cielo, que ellos no
tenían sino en depósito, y que estaban resueltos a volvérsele a dar muy luego
que estuviese en edad de ser admitida para el servicio del templo.
Acabada la ceremonia volvió la santísima Virgen a
Nazaret, en donde fue por espacio de tres años el objeto de los cuidados y las
delicias de su santa familia. Como la gracia se había anticipado nueve meses a
su nacimiento, también el uso de la razón se anticipó en ella a la edad en que
la razón acostumbra desenvolverse en los más niños. Apenas tenía María dos
años, cuando ya parecían hacer su carácter la piedad, la prudencia, la
mansedumbre y la docilidad. Al modo que los astros, aunque luminosos totalmente
desde el punto que aparecen sobre el horizonte, parece van descubriendo a
nuestros ojos un nuevo resplandor a medida que se alejan del punto de donde se
levante; así la santísima Virgen, semejante a la estrella, de la cual llevaba
el nombre, aunque desde el primer instante de su Inmaculada Concepción había
recibido el don de sabiduría, no manifestaba sus tesoros sino conforme iba
creciendo en edad. Se admiraban todos los días en esta joven niña golpes
brillantes de una razón anticipada; todo era en ella extraordinario, porque
todo era maravilloso. Habiéndose anticipado la razón a la edad, creyeron san Joaquín
y santa Ana que debían anticipar el tiempo de cumplir su voto. Habían prometido
al Señor, que sino obstante su larga esterilidad les daba un niño o niña, lo
consagrarían a su servicio en el templo. Hallando, pues, en su santa hija en la
edad de tres años un juicio, una sabiduría, una devoción anticipada que no se
hallaba en ninguna de las otras niñas de mucha edad, determinaron ir a
devolverle al Señor un tesoro que hasta entonces no había tenido sino en
depósito. Ya se deja discurrir cuánto les costaría este sacrificio. La pequeña
hija era todo su consuelo, todo su tesoro y todas sus más dulces delicias; pero
cuando el espíritu de Dios es quien nos anima, cuando somos tan religiosos como
san Joaquín y santa Ana, se prefiere con gusto a su propia satisfacción lo que
se debe al Señor.
Se hizo este doble sacrificio el día 21 de noviembre
en el que san Joaquín y santa Ana fueron a ofrecer al Señor en el templo la
alhaja que más amaban y apreciaban; y María fue igualmente a animar esta
ofrenda, y a efectuar este sacrificio, consagrándose ella misma de todo corazón
y del modo más perfecto a su Dios, por la oblación pública y solemne que hizo
al Señor de su corazón, de su espíritu, de su cuerpo y de todas las potencias
de su alma; y todo esto del modo más santo y más agradable a los ojos de Dios;
de suerte que se puede decir que este sacrificio fue el más santo y más
perfecto de cuantos se habían hecho a Dios desde el principio del mundo; y esto
es lo que se llama la presentación de la santísima Virgen en el templo de
Jerusalén.
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