IX. Huye el Salvador a Egipto, y Herodes manda
degollar a los inocentes
Apenas el niño
Jesús había llegado a Egipto, cuando Herodes, el más bárbaro y cruel de cuantos
tiranos hubo jamás en el mundo, mandó degollar en Belén y en todos sus
alrededores a todos los niños varones de dos años abajo. Pensando este impío
Rey que la estrella no había podido aparecer sino poco tiempo después del
nacimiento del Niño, determinó hacer perecer a todos cuantos habían nacido
cerca de dos años antes de la aparición de la estrella, creyendo que no podía
menos de ser envuelto en esta matanza aquel que los Magos habían venido a
adorar. El erudito Salmerón dice, que el número de las víctimas inocentes que
fueron inmoladas a honra del Salvador recién nacido, fue de cerca de catorce
mil. El tirano no sobrevivió mucho tiempo a esta cruel carnicería; todavía estaba
humeando la sangre de todos estos santos inocentes cuando Herodes se sintió
asaltado de una enfermedad nunca oída hasta entonces: salió de su cuerpo un
hormiguero innumerable de gusanos que alimentándose de su carne hecha podre le
devoraban con sus mordeduras; y exhalaba una hediondez tan insoportable, que no
pudiendo sufrirse él a sí mismo, quiso muchas veces matarse para librarse de
sus dolores. Un calor lento, que no se percibía por fuera, dice Josefo, le
abrasaba y devoraba: tenía un hambre tan violenta que nada podía saciarle; sus
intestinos estaban llenos de úlceras que le causaban tan violentos cólicos, y
estos cólicos tan horribles dolores, que jamás ningún reo sufrió suplicio más
cruel; todo su cuerpo, hasta su cara, era un hervidero de gusanos, y esta corrupción
general exhalaba un olor tan hediondo, que nadie podía acercarse a él. Después de
haber sido devorado en vida por los gusanos este Príncipe tan cruel como impío,
murió desesperado uno o dos meses después de la matanza de los inocentes,
habiendo caído enfermo el mismo día en que hizo ejecutar esta horrible
carnicería.
Muerto el
tirano, al punto hizo Dios que la noticia fuese llevada a san José por un
Ángel, que apareciéndosele en sueños, le dijo que se levantara y tomara al Niño
y a la Madre para volverse con ellos a tierra de Israel, pues ya no vivían los
que querían quitar la vida al Divino Infante. Obedeció José; pero habiendo
sabido en el camino que Arquelao, hijo de Herodes, había sucedido a su padre,
temiendo que este Príncipe habría heredado sus celos y su crueldad, no se
atrevió a fijar su domicilio en las inmediaciones de Jerusalén, y por una nueva
orden del cielo se retiró a Nazaret, a fin, dice el historiador sagrado, que lo
que había sido predicho del Salvador por los Profetas se cumpliese; es a saber,
que se llamaría Nazareno, aunque no había nacido en esta ciudad.
Aunque nada nos
dicen los Evangelistas de la infancia del Salvador, no es difícil comprender
que no fue ni menos admirable ni menos prodigiosa que lo restante de su vida
mortal; la razón no necesitaba del socorro de los años para desenvolverse en
aquel que era esencialmente la sabiduría increada; pues aunque Jesucristo fue
niño en la edad, no lo fue jamás en el espíritu; desde el primer instante de su
concepción fue aquel renuevo divino, aquella flor celestial, aquella raíz de la
vara de Jesé, sobre el cual, como dice el Profeta, descansaba el espíritu del
Señor, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de consejo y de
fortaleza, el espíritu de ciencia y de piedad: ni su sabiduría ni su razón
dependían de la educación ni de la edad. Uniéndose el Verbo divino a la
naturaleza humana, quiso sujetarse a sus leyes, pero no a sus defectos: quiso
ser niño en cuanto al cuerpo, pero su alma jamás experimentó las flaquezas de
la infancia: en aquella primera edad poseía ya todos los tesoros de la ciencia
y sabiduría divina; y siendo infinitos estos tesoros, no podían tener
incremento: Jesucristo no solo no podía adquirir nada de nuevo en cuanto Dios,
pero ni aun en cuanto hombre podía crecer en luces, ni en perfecciones, ni en
gracias; porque, aunque era hombre, era Dios al mismo tiempo: solamente podía
dar señales y muestras de sabiduría y de ciencia más o menos sensibles,
proporcionando y adaptando a la edad el uso de sus tesoros; y así, cuando el
Evangelio dice que el niño Jesús crecía en edad, en sabiduría y en gracia, no
quiere decir otra cosa, sino que el Salvador, lleno de sabiduría y de gracia,
manifestaba más la una y la otra a medida que su cuerpo se hacía mayor y más
fuerte, y conforme iba creciendo en edad. No obstante, aunque fue joven, es muy
cierto que jamás mostró ni en sus palabras ni en sus acciones cosa pueril; todo
estaba en aquel divino Niño en la última perfección: todos sus pensamientos,
todos los movimientos de su corazón eran otros tantos sacrificios de alabanza
que ofrecía día y noche a su Padre; y Dios era más honrado por la menor acción
suya, que lo hubiera podido ser por el sacrificio de todas las criaturas
juntas. En este joven Infante encontraba Dios todas sus complacencias;
Jesucristo era el único objeto en que Dios se complacía plenamente. Y como uno
de los principales motivos del inefable misterio de la encarnación del Verbo
Divino era dar a Dios un culto digno de su grandeza, y suplir de este modo la
imposibilidad en que está el hombre de honrar a este Ser supremo, Jesucristo se
dignó hacerse niño para suplir por la flaqueza de una edad naturalmente incapaz
de amar a Dios. Todo era santo, todo era noble, todo majestuoso y de un mérito
infinito en este augusto Niño, así como todo era divino en Él; y aunque sus
acciones eran proporcionadas a su edad, como tenían todo su mérito de la
dignidad infinita de su adorable persona, eran el objeto de las delicias de
aquel Dios, de quien era el Hijo muy amado. Esto es lo que ha inspirado a
tantos Santos ser devotos de la infancia del Salvador, y profesarla una piedad
en cierto modo más tierna y más sensible; y sin duda para testificar cuán
agradable le era esta devoción, se ha aparecido este divino Salvador a tantas
almas escogidas en figura de niño.
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