VIII. La Purificación de la santísima Virgen después
del parto, o la Presentación de Jesús en el templo de Jerusalén.
Cumplidos los
cuarenta días va la santísima Virgen a Jerusalén; y llevando a su Hijo en los
brazos, entra en el templo, ofrece al Señor dos pichones, como lo ordenaba la
ley a las mujeres pobres, en cuya clase se contaba la santísima Virgen. Es verdad,
dicen los Padres, que teniendo la ventaja de presentar a Dios el cordero sin
mancha en la persona de su Hijo, no hubiera sido oportuno ofrecer el cordero,
que era una simple figura, cuando se ofrecía la realidad. No obstante esto, fue
preciso rescatar por dinero, según la ley, al que había venido a rescatar al
mundo; para lo cual dio María cinco siclos, que hacen como unas cinco o seis
libras de la moneda de Francia, que equivalen a otras tantas pesetas en España.
Toda esta ceremonia legal no fue, digámoslo así, sino la corteza del misterio;
el sacrificio del Hijo y de la Madre era todo interior; el Salvador se ofrecía
ya al sacrificio de la Cruz, y se ofrecía por las manos de su Madre; como si no
habiendo querido hacerse hombre sin el consentimiento de su Madre, no hubiese querido
tampoco ofrecerse en sacrificio sobre la cruz por la salvación de los hombres
sin consentimiento. Así se reconocen dos sacrificios que hizo en este día la
Madre de Dios en una sola ceremonia: el primero, como virgen por su
purificación legal; el segundo, como madre por la presentación de su Hijo, el
cual se obligaba desde entonces a morir en la cruz por nuestra salvación.
Apenas la
santísima Virgen hubo entrado en el templo con el niño Jesús en sus brazos,
llegó un venerable viejo llamado Simeón: era este un santo hombre, que
suspiraba desde mucho tiempo por la venida del Redentor; y el Espíritu Santo,
del cual estaba lleno, le había dado una secreta seguridad de que vería antes
de su muerte al Mesías, y el mismo Espíritu Santo que le condujo al templo, le
reveló que el Niño que veía en los brazos de aquella jovencita mujer era el
Salvador. Entonces el santo viejo, arrebatado de un transporte de gozo y de
amor, acompañado de un sentimiento del más vivo reconocimiento, tomando al Niño
en sus brazos y levantando los ojos al cielo, exclamó: Ahora, Señor, no tenéis
ya que hacer otra cosa con vuestro siervo que disponer de su vida; moriré en
paz, según la promesa que me habéis hecho. No tengo ya que desear, ni mis ojos
no tienen ya nada que ver sobre la tierra después que han visto al Salvador del
universo. Vos le habéis destinado para que esté expuesto a la vista de todos
los pueblos, como el objeto de su respeto y de su amor; Él ha de ser la luz de
las naciones, y la gloria de vuestro pueblo Israel. José y María estaban en una
profunda admiración viendo lo que pasaba, cuando encarándose a ellos el santo
viejo, les dio la enhorabuena por la dicha de tener por hijo al Salvador del
mundo: los bendijo, y a María su Madre le dijo: que aunque aquel Divino Niño no
había venido al mundo sino a salvar a todos los hombres; con todo muchos no se
aprovecharían, por su culpa, del beneficio de la redención, los cuales en lugar
de hallar en Él un salvador misericordioso, no hallarían sino un juez severo,
que lejos de ser recibido con respeto por los que le habían deseado con tanta
impaciencia, sería el objeto de su odio mortal; que sería maltratado,
perseguido y hecho el blanco de la contradicción; y tú misma, por más que seas
la más dichosa de todas las madres, serás también la más afligida; tendrás
parte y no poca en sus dolores; los ultrajes que harán a tu querido Hijo, serán
para ti como otras tantas puñaladas que te traspasarán el corazón; tú le
ofreces en este día a Dios como una víctima que debía inmolarse un día por la
salvación del mundo; te cabrá a ti una gran parte en aquel puro sacrificio; y
todo lo que tu Hijo padecerá en su cuerpo, lo padecerás tú en tu corazón.
Sobrevino al
mismo tiempo al templo una santa viuda, llamada Ana, de edad de ochenta y
cuatro años, que estaba dotada del don de profecía, y que lo más del tiempo estaba
en el templo pasando los días y las noches en ayunos y en oración, derramando
su corazón delante del Señor. Viendo al niño Jesús, conoció quién era,
dándoselo a conocer la misma luz interior que se lo había dado a conocer a
Simeón; y lo mismo fue verle, que prorrumpir al instante en alabanzas y en
acciones de gracias al Señor por el favor que hacía al mundo en darle, en fin,
un Salvador en la persona de aquel Niño; y no cesó de hablar del prodigio que
había visto a todos los que como ella aguardaban la redención de Israel.
Habiendo
cumplido la santísima Virgen y san José con todo lo que estaba mandado por la
ley, se volvieron a Nazaret, que era el lugar de su residencia, pero no
permanecieron en él mucho tiempo. Las persecuciones contra el Salvador,
predichas por el santo viejo, no tardaron en verificarse; la fama de lo que
acababa de suceder en el templo se extendió bien presto por Jerusalén: en todas
partes no se hablaba de otra cosa que de estas predicciones, las que parecía solo
podían convenir al Mesías. Llegó este ruido hasta la corte; se asustó Herodes;
y ajustando lo que acaba de suceder con lo que le habían dicho los Magos, se
afirmó en que aquellos extranjeros le habían burlado: se inflamó entonces toda
su crueldad; y viendo su furiosa ambición que su primer designio se había
frustrado, tomó entonces mismo la bárbara resolución de hacer degollar a todos
los niños de sus Estados, de dos años abajo, pareciéndole que no podía menos de
envolver en esta general matanza al que hacía el asunto de su temor; pero ¿qué
puede toda la industria contra los designios de la Providencia de Dios?
El Ángel del
Señor avisó en sueños a san José el bárbaro designio de aquel impío Rey, y le
mandó tomar al instante Niño y Madre, y retirarse prontamente a Egipto, y
permanecer allí hasta que se le mandase volver. No se detuvo José un momento en
obedecer; aquella misma noche partió para Egipto, en donde permaneció con Jesús
y María hasta después de la muerte del tirano. Como la santísima Virgen y san
José estaban perfectamente instruidos del misterio que se encerraba en aquella
huida, no se sorprendieron ni se alteraron; estaban demasiado bien dispuestos a
toda suerte de acontecimientos para que se asustasen de nada de cuanto les
sucedía.
La antigua
tradición de los griegos, citada por san Atanasio y por Sozomeno, dice, que al
punto que el Salvador entró en Egipto, todos los ídolos del país se hicieron
pedazos y quedaron mudos, sin que se supiese por entonces la causa de este
accidente. Se cree que aquella santa Familia fijó su domicilio en la ciudad de
Hermópolis; y todavía se muestra el día de hoy entre el Cairo y Heliópolis un
lugar llamado Mátara, donde hay una fuente, en la cual se pretende que la
santísima Virgen lavó los pañales que servían al niño Jesús; y este lugar está
todavía al presente en gran veneración entre los Cristianos, y aun entre los
infieles.
El retiro del
Salvador a Egipto y su detención santificaron aquella afortunada región de tal
manera, que con el tiempo vino a ser la habitación de los Santos, y el retiro
de tantos millares de ilustres anacoretas.
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