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jueves, 27 de febrero de 2014

SAN PEDRO JULIÁN EYMARD. LA PRESENCIA REAL: Testimonio de la Iglesia.

LA PRESENCIA REAL

Testimonio de la Iglesia



Ecce agnus Dei
“He aquí el cordero de Dios” (Jn 1, 36)

La misión de san Juan Bautista fue anunciar y mostrar al Salvador prometido y prepararle los caminos.
Una misión igual, pero más amplia y constante, puesto que se extiende a todos los países y a todas las edades, es la que desempeña la Iglesia católica con Jesús sacramentado. Nos lo da a conocer predicándole por medio de la palabra; nos lo muestra con su fe y con sus obras, que son una predicación, aunque muda, tan elocuente como la primera.
En efecto, la Iglesia católica, con una autoridad igual a la del divino Salvador, se presenta ante nosotros repitiéndonos y explicándonos estas palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Ella nos asevera, y nosotros debemos creerlo, qué por la fuerza divina de estas palabras sacramentales, tomadas en su sentido natural y obvio, Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente en el santísimo Sacramento del altar, bajo las apariencias de pan y de vino.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que Jesús, en virtud de su omnipotencia, ha cambiado la sustancia del pan en su cuerpo y la sustancia del vino en su sangre, y que su alma y su divinidad están unidas a su cuerpo y a su sangre.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que la obra divina de la transubstanciación se verifica continuamente en la Iglesia por el sacerdocio de Jesucristo, al que invistió Él de su mismo poder con aquellas palabras: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
Y desde la primera Cena, la Iglesia proclama esta fe a través de los siglos.
Los apóstoles unánimemente la predicaron, los doctores enseñaron la misma doctrina, y sus hijos profesaron esta misma fe y patentizaron el mismo amor hacia el Dios de la Eucaristía.
¡Qué majestuoso testimonio de fe este unánime sentir del pueblo cristiano! ¡Cuán bella y conmovedora la armonía de sus alabanzas y de su amor!
Cada uno de los verdaderos hijos de la Iglesia quiere aportar a los pies del divino Rey presente el tributo de sus homenajes, una dádiva de su amor: quién, trae oro; quién, mirra; todos, incienso, y todos ellos aspiran a tener un puesto en la corte y en la mesa del Dios de la Eucaristía.
Hasta los mismos enemigos de la Iglesia, los cismáticos y una gran parte de los herejes, creen en la real presencia de Jesucristo en la Eucaristía... Porque menester es estar ciego para negar la presencia del sol, o ser un abismo de ingratitud para desconocer y menospreciar el amor de Jesucristo que se queda perpetuamente en medio de los hombres.
Nosotros creemos firmemente en el amor de Jesús y estamos persuadidos de que nada es imposible para el amor de un Dios.

II

El testimonio de su palabra lo confirma la Iglesia con el testimonio de su fe práctica y de su ejemplo. Así como el Bautista, después de haber señalado al Mesías, se postró a sus pies para atestiguar la viveza de su fe, así también la Iglesia consagra un culto solemne, todo su culto, a la persona adorable de Jesús, que nos muestra en el santísimo Sacramento.
Jesucristo, realmente presente, aunque oculto, en la Hostia divina, es adorado por la Iglesia como Dios. Ella le tributa los honores debidos a sólo Dios; se postra ante el santísimo Sacramento como los moradores de la corte celestial ante la majestad soberana de Dios.
Aquí no hay distinción: grandes y pequeños, reyes y vasallos, sacerdotes y fieles todos de cualquiera clase y condición que fueren, hincan su rodilla ante el Dios de la Eucaristía: ¡Es Dios!
No basta la adoración a la Iglesia para atestiguar su fe, sino que quiere que vaya acompañada de espléndidos y públicos honores. Esas suntuosas basílicas son expresión de su fe en el santísimo, Sacramento. No ha querido construir sepulcros, sino templos que sean como un cielo en la tierra, donde su Salvador y su Dios encuentre un trono digno.
Con la más delicada atención y solícito cuidado ha dispuesto la Iglesia, descendiendo hasta los menores detalles, todo lo que se refiere al culto de la Eucaristía. No ha querido confiar a nadie este cuidado de honrar a su divino esposo, porque cuando se trata del santísimo Sacramento, todo es grande, importante, divino.
Lo más puro que da la naturaleza, lo más precioso que se encuentra en el mundo, quiere consagrarlo al servicio regio de Jesús.
Todo el culto de la Iglesia se refiere a este misterio, todo tiene un sentido ultraterreno y espiritual, posee alguna virtud, encierra alguna gracia.
¡Cómo convidan al recogimiento la soledad y el silencio de los templos!
Cuando vemos postrados a los creyentes delante del sagrario, no podemos menos de exclamar: ¡Aquí hay alguien más grande que Salomón, superior a todos los ángeles! Está Jesucristo, ante el cual se dobla toda rodilla, lo mismo en el cielo que en la tierra y en los abismos del infierno.
En presencia de Jesús sacramentado no hay grandeza que no se eclipse ni santidad que no se humille: todo ante Él queda como reducido a la nada.

Jesucristo está allí.

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