LA PRESENCIA REAL
Testimonio de la Iglesia
Ecce
agnus Dei
“He aquí el cordero de Dios” (Jn 1, 36)
La misión de san Juan Bautista fue anunciar y mostrar al Salvador
prometido y prepararle los caminos.
Una misión igual, pero más amplia y constante, puesto que se extiende
a todos los países y a todas las edades, es la que desempeña la Iglesia
católica con Jesús sacramentado. Nos lo da a conocer predicándole por medio de
la palabra; nos lo muestra con su fe y con sus obras, que son una predicación,
aunque muda, tan elocuente como la primera.
En efecto, la Iglesia católica, con una autoridad igual a la del
divino Salvador, se presenta ante nosotros repitiéndonos y explicándonos estas
palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Ella nos asevera, y nosotros debemos creerlo, qué por la fuerza divina
de estas palabras sacramentales, tomadas en su sentido natural y obvio,
Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente en el santísimo
Sacramento del altar, bajo las apariencias de pan y de vino.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que Jesús, en virtud de su
omnipotencia, ha cambiado la sustancia del pan en su cuerpo y la sustancia del
vino en su sangre, y que su alma y su divinidad están unidas a su cuerpo y a su
sangre.
Ella nos dice, y nosotros debemos creerlo, que la obra divina de la
transubstanciación se verifica continuamente en la Iglesia por el sacerdocio de
Jesucristo, al que invistió Él de su mismo poder con aquellas palabras: “Haced
esto en memoria mía” (Lc 22, 19).
Y desde la primera Cena, la Iglesia proclama esta fe a través de los
siglos.
Los apóstoles unánimemente la predicaron, los doctores enseñaron la
misma doctrina, y sus hijos profesaron esta misma fe y patentizaron el mismo
amor hacia el Dios de la Eucaristía.
¡Qué majestuoso testimonio de fe este unánime sentir del pueblo
cristiano! ¡Cuán bella y conmovedora la armonía de sus alabanzas y de su amor!
Cada uno de los verdaderos hijos de la Iglesia quiere aportar a los
pies del divino Rey presente el tributo de sus homenajes, una dádiva de su
amor: quién, trae oro; quién, mirra; todos, incienso, y todos ellos aspiran a
tener un puesto en la corte y en la mesa del Dios de la Eucaristía.
Hasta los mismos enemigos de la Iglesia, los cismáticos y una gran
parte de los herejes, creen en la real presencia de Jesucristo en la
Eucaristía... Porque menester es estar ciego para negar la presencia del sol, o
ser un abismo de ingratitud para desconocer y menospreciar el amor de
Jesucristo que se queda perpetuamente en medio de los hombres.
Nosotros creemos firmemente en el amor de Jesús y estamos persuadidos
de que nada es imposible para el amor de un Dios.
II
El testimonio de su palabra lo confirma la Iglesia con el testimonio
de su fe práctica y de su ejemplo. Así como el Bautista, después de haber
señalado al Mesías, se postró a sus pies para atestiguar la viveza de su fe,
así también la Iglesia consagra un culto solemne, todo su culto, a la persona
adorable de Jesús, que nos muestra en el santísimo Sacramento.
Jesucristo, realmente presente, aunque oculto, en la Hostia divina, es
adorado por la Iglesia como Dios. Ella le tributa los honores debidos a sólo
Dios; se postra ante el santísimo Sacramento como los moradores de la corte
celestial ante la majestad soberana de Dios.
Aquí no hay distinción: grandes y pequeños, reyes y vasallos,
sacerdotes y fieles todos de cualquiera clase y condición que fueren, hincan su
rodilla ante el Dios de la Eucaristía: ¡Es Dios!
No basta la adoración a la Iglesia para atestiguar su fe, sino que
quiere que vaya acompañada de espléndidos y públicos honores. Esas suntuosas
basílicas son expresión de su fe en el santísimo, Sacramento. No ha querido
construir sepulcros, sino templos que sean como un cielo en la tierra, donde su
Salvador y su Dios encuentre un trono digno.
Con la más delicada atención y solícito cuidado ha dispuesto la
Iglesia, descendiendo hasta los menores detalles, todo lo que se refiere al
culto de la Eucaristía. No ha querido confiar a nadie este cuidado de honrar a
su divino esposo, porque cuando se trata del santísimo Sacramento, todo es
grande, importante, divino.
Lo más puro que da la naturaleza, lo más precioso que se encuentra en
el mundo, quiere consagrarlo al servicio regio de Jesús.
Todo el culto de la Iglesia se refiere a este misterio, todo tiene un
sentido ultraterreno y espiritual, posee alguna virtud, encierra alguna gracia.
¡Cómo convidan al recogimiento la soledad y el silencio de los
templos!
Cuando vemos postrados a los creyentes delante del sagrario, no
podemos menos de exclamar: ¡Aquí hay alguien más grande que Salomón, superior a
todos los ángeles! Está Jesucristo, ante el cual se dobla toda rodilla, lo
mismo en el cielo que en la tierra y en los abismos del infierno.
En presencia de Jesús sacramentado no hay grandeza que no se eclipse
ni santidad que no se humille: todo ante Él queda como reducido a la nada.
Jesucristo está allí.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario