VII. Los Magos vienen a adorar a Jesucristo
Al momento,
pues, que el Salvador vino al mundo, y cuando los Ángeles estaban anunciando su
nacimiento a los pastores, una nueva estrella, que se apareció milagrosamente
en los cielos, le anunció a los Reyes magos: estos príncipes, hábiles en la
astronomía, e instruidos en las predicciones del profeta Balaam, de quien se
cree eran descendientes, viendo aquel nuevo fenómeno, pero más ilustrados
todavía por una luz interior que por la que resplandecía a sus ojos, no dudaron
que aquella milagrosa estrella fuese la que Balaam aseguraba debía aparecerse
en el nacimiento del Divino Rey de los judíos, que había de nacer para redimir
y salvar a los hombres. Como estaban vecinos los Estados de los unos con los de
los otros, habiéndose comunicado mutuamente los tres lo que pensaban del nuevo
fenómeno que se dejaba ver en los cielos, se convinieron en partir todos tres
juntos sin dilación, para ir a tributar al nuevo Rey de los judíos sus
homenajes. Apenas se hubieron puesto en camino, cuando advirtieron que la
estrella les servía de guía; en efecto, los condujo en derechura a Jerusalén;
pero quedaron sorprendidos al ver desaparecer la estrella desde que entraron en
esta capital. Se van al palacio, y preguntan dónde estaba el nuevo Rey de los
judíos que venían a adorar, y cuya estrella habían visto en el Oriente. Al oír
Herodes esta aventura de boca de los Magos, se asustó y sobresaltó; pero
disimulando sus temores, hizo al punto venir a su presencia a los sacerdotes y
a los más sabios doctores de la ley; y no dudando que un rey, cuyo nacimiento
anunciaban los astros, debía ser el Mesías prometido, y más sabiendo muy bien
que había llegado ya el tiempo de su venida, según el cálculo de las profecías,
preguntó a los doctores que asistían al congreso, cuál era el lugar donde debía
nacer el Mesías. Todos respondieron que debía nacer en Belén, según la
predicción del profeta Miqueas. No obstante esta respuesta, desconfiando
Herodes de la visión de aquellos extranjeros, y temiendo que si se incorporaba
con ellos para ir a rendir sus homenajes a un niño que no era cierto todavía si
sería el Mesías, se expondría a la risa y mofa del público, se contentó con
decir a los Magos, que según sus escrituras el Mesías debía nacer en la pequeña
ciudad de Belén, que no distaba sino dos leguas de Jerusalén; que les
aconsejaba fueran allá cuanto antes, y volviesen sin detenerse a darle noticia
de lo que hubiesen visto; pero antes de dejarlos partir este Príncipe astuto, y
tan cruel como ambicioso, que había formado el proyecto impío de deshacerse de
aquel Divino Infante, el que, si era el Mesías, debía ser también rey, coge a
los Magos aparte, les hace muchas preguntas, y sobre todo les ruega le digan en
qué tiempo precisamente había empezado a aparecer la estrella; y fingiendo
tener él mismo un gran deseo de saber con seguridad si había nacido el gran
Libertador tan esperado por los judíos, les dijo: Id a Belén, informaos como os
dicte vuestra prudencia de todo lo que mira a este infante, y volved cuanto
antes a darme noticia de todo, para que yo vaya también con toda mi corte a
rendirle mis homenajes.
Luego que los
Magos se despidieron de aquel Príncipe disimulado y se pusieron en camino, les
volvió Dios a dar su primera guía. La estrella, que se les había ocultado desde
que entraron en Jerusalén, se les apareció de nuevo al punto que salieron de
esta ciudad, y les condujo en derechura a Belén. Es fácil de comprender cuál
fue su gozo cuando volvieron a ver la estrella, la cual no se paró en su
carrera hasta que estuvo encima de la pobre casa en que estaba el que buscaban.
Entran en ella, y encuentran a aquel que el cielo les había anunciado. Estaba el
niño Jesús en los brazos de su Madre; nada tenía exteriormente que le
distinguiese de los otros niños; pero la misma luz interior que les había dado
a conocer lo que indicaba la estrella, les hizo fácilmente descubrir por entre
aquel feble exterior la augusta majestad y la suprema dignidad de aquel Dios
hecho hombre. Todos tres llenos de una viva fe se postraron delante de Él, y le
adoraron como al supremo Señor del universo y Salvador de los hombres; y siendo
costumbre del país no presentarse jamás delante de los grandes con las manos
vacías, le ofrecen lo que había de precioso en sus tierra, que era oro,
incienso y mirra; dones misteriosos, que no solo verificaban a la letra lo que
los Profetas habían predicho del Salvador, sino que por ellos se figuraba
misteriosamente y se significaba el imperio supremo, la divinidad adorable, y
la sagrada humanidad de Jesucristo; de este modo aquel Salvador Divino, que no
solo había venido para salvar a los judíos, sino también a los gentiles, quiso
con la vocación y la adoración de los Reyes magos santificar las primicias de
la gentilidad, después de haber manifestado por la aparición hecha a los
pastores la predilección con que siempre había mirado a la Sinagoga.
Pensando los
santos Reyes volver a Jerusalén, un Ángel enviado por Dios les avisó en sueños
que tomaran otra ruta, y que de ningún modo volviesen a declararle a Herodes lo
que habían visto; descubriéndoles al mismo tiempo la mala intención y la
estratagema del tirano. El más común sentir de los santos Padres es, que los
Magos llegaron a Belén el día 13 después del nacimiento del Salvador del mundo.
Les bastaba este tiempo para venir de la Arabia; y por otra parte, es cierto
que no los hubieran encontrado en Belén si hubieran llegado un poco más tarde.
Viendo el impío
Herodes que no volvían aquellos príncipes extranjeros, creyó que no habiendo
hallado al pretendido Rey que habían venido a adorar, habían tenido vergüenza de
presentarse en la corte, la cual sin duda los hubiera tenido por unos
visionarios; y se alegró mucho de no haberlos acompañado, y hubiera perseverado
en esta opinión si las maravillas que sucedieron pocos días después no le
hubieran desengañado.
La santísima
Virgen y san José, que habían observado tan puntualmente el precepto de la
circuncisión, no fueron menos fieles en observar otros dos mandamientos de la
ley, de los cuales el uno miraba a las madres por un cierto número de días después
de su parto, y el otro a los niños primogénitos; el primero ordenaba que las
mujeres permaneciesen cuarenta días después del parto sin entrar en el templo
si habían parido niño, y ochenta si habían parido hija; que, pasados estos
días, fuese la madre al templo a ofrecer un cordero y una tórtola, o un pichón,
para dar gracias a Dios por su dichoso parto; y por esta obligación quedaba la
madre libre de toda impureza legal; y si era pobre, debía ofrecer una tórtola o
un pichón en lugar del cordero; y habiéndolo ofrecido el sacerdote delante del
Señor, quedaba purificada.
El segundo
precepto miraba al hijo primogénito, el que los padres estaban obligados a
ofrecer y consagrar al Señor, o a rescatarle con dinero, si no era de la tribu
de Leví, que era la única que estaba destinada al servicio del altar y del
templo. Todo varón que naciere y fuese primogénito, será tenido por cosa
consagrada al Señor, dice la ley. Había impuesto Dios este precepto a los
israelitas después que hizo morir a los primogénitos de Egipto, para obligar al
Faraón a poner en libertad al pueblo judaico, y para que jamás olvidasen un tan
insigne beneficio los judíos, les impuso este precepto; y por cuanto todo lo
que estaba consagrado al Señor debía serle inmolado, se contentaba Dios con que
se le ofreciesen en sacrificio los primogénitos de los animales, dejando que se
rescatasen por dinero los niños que no estaban destinados al servicio del templo.
Es cierto que la
ley de la purificación no comprendía a la santísima Virgen, pues era madre que
había parido sin dejar de ser virgen; sin embargo, por más humillante que fuese
esta ley para la más pura de las vírgenes, quiso sujetarse a ella, así como su
Hijo, que era la misma inocencia, se había sujetado libremente a la humillante
ley de la circuncisión.
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