Segundo Domingo de Cuaresma. Reflexiones.
(Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1, 4, 1-7)
La voluntad de Dios es que os hagáis santos. Dios quiere que nos hagamos santos; ¿En quién consiste que no lo seamos? Dos voluntades es preciso que concurran necesariamente a nuestra santidad; la de Dios, sin cuya gracia y auxilio no podríamos salvarnos, y la nuestra, sin la que no podríamos trabajar en nuestra salvación. Todos fueron convidados por el Padre de familias al banquete que les había preparado, pero ninguno se halló en él de cuantos se excusaron. Dios no fuerza a nadie, no da su paraíso más que a aquellos que le quieren, ni quiere en su servicio más que gentes que le sirvan por amor. Desde que creó Dios las criaturas racionales, las ha dejado libres, sobre todo en orden a la salvación. Habiéndolas dotado de conocimientos, de discernimiento, y de una fuerte e inenajenable inclinación a ser felices, ha querido que ellas lo fuesen; se ha contando, dice el Sabio, con presentarlas al agua y el fuego, la vida y la muerte, una felicidad eterna y una eternidad desgraciada, y les ha dejado la elección. ¿Podía temer que hallasen dificultad en la elección, que estuviesen perplejas para deliberar sobre ella, y que amándonos naturalmente tanto como nos amamos, pudiésemos engañarnos en esto? ¿Podía Dios asegurar más la salvación eterna de las personas libres, que haciéndola depender de su elección? Hubiera sido arriesgado, lo confieso, hacer depender nuestra salvación del mejor de nuestros amigos, del más afecto de nuestros parientes; de un padre, de una madre de los más tiernos; hubiera sido fundado el temor; hay intervalos de frialdad, hay altos y bajos en la mejor cimentada amistad; no podemos contar con nada, no hay sobre qué fijarse cuando depende una cosa de la voluntad, del humor, del capricho de otro. Pero Dios no podía hacernos menos incierta nuestra salud, que haciendo Él mismo todos los gastos para ella, y dejándola dependiente de nuestra propia voluntad; sin embargo este negocio tan importante de nuestra salud se desgracia, por la culpa, por la extravagancia, por la malicia de nuestra propia voluntad. Dios quiere verdaderamente, Dios quiere sinceramente que seamos santos; y a nosotros no nos agrada el serlo: Dios quiere que evitemos el fuego del infierno, que no había encendido más que para los ángeles rebeldes; y a nosotros nos agrada ser condenados: Dios quiere que no carezcamos de ninguno de los medios necesarios para llegar a nuestra Patria Celestial; y nosotros, porque se nos antoja, hacemos por ser desterrados de ella; Dios no cesa de ofrecernos su amistad, aun después de habernos rebelado contra Él, y haberle desobedecido; y nosotros no cesamos de incurrir en su desgracia por nuevos pecados. Cuando se reflexiona sobre esta verdad, nuestro espíritu se alarma; parece increíble; sin embargo, conoceremos por toda una eternidad que nada ha habido más cierto.
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