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sábado, 23 de marzo de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: XXII. La vida escondida de la Santísima Virgen en Nazaret. Por su respeto hace el Salvador su primer milagro en las bodas de Caná de Galilea.

XXII. La vida escondida de la Santísima Virgen en Nazaret. Por su respeto hace el Salvador su primer milagro en las bodas de Caná de Galilea.

Más fácil es imaginar que explicar, dicen los santos Padres, las eminentes virtudes que la Santísima Virgen practicó en los dieciocho años de aquella vida oscura y escondida que pasó con su querido Hijo en la humilde condición de artesano a que estaba reducido san José para tener con que vivir; pero la pobreza de la familia no envilecía la nobleza, ni la oscuridad de la condición oscurecía su lustre y resplandor. La Santísima Virgen pasó todo este tiempo en una profunda pero dulce soledad, la cual se le hacía tan deliciosa la presencia visible de Jesucristo, como es la que gozan los espíritus bienaventurados en el Cielo.

¿Quién es capaz de referir cuáles eran las piadosas conversaciones de la Madre con el Hijo, y las dulzuras de que abundaba el trato ordinario de esta santa Familia? San José con su trabajo procuraba proveer a las necesidades de la vida; y la Santísima Virgen cuidaba del corto menaje, sin perder jamás de vista a su querido Hijo. Jamás hubo vida más perfecta, jamás se vio familia más santa, más respetable, más dichosa, ni más digna de los homenajes de los Ángeles y de los hombres en medio de su misma oscuridad.

No se sabe precisamente el tiempo en que murió san José; lo cierto es, que ya no vivía cuando Jesucristo empezó a predicar su Evangelio: murió, pues, con la muerte de los justos durante la vida privada y oculta de Jesucristo de Nazaret. Es seguro que ninguna muerte fue más preciosa a los ojos de Dios, que ninguna fue más dichosa; pues espiró este gran Santo entre los brazos de Jesús y de María. Por más resignada que estuviese la Santísima Virgen para cualquier acontecimiento, con todo, la separación de su casto esposo no dejó de serle sensible. Pero como era María el ornamento de su sexo, convenía, dice san Ambrosio, que después de haber sido el modelo y la gloria de las doncellas y de las casadas, sin haber dejado de ser virgen, fuese también el modelo más perfecto de las viudas, siendo una de ellas.

Entre tanto llegó el tiempo en que el Salvador debía manifestarse al mundo, y es probable que descubrió a la Santísima Virgen la intención que tenía de ir a pasar cuarenta días en el desierto, debiendo ser su retiro y su ayuno como el preludio de su vida pública, y, por decirlo así, la primera época de su misión. A su vuelta, habiendo juntado los primeros discípulos, fue a Nazaret, donde estaba su querida Madre: pasó con ella algunos días, comunicándole, sin duda, el plan y la economía de sus trabajos y maravillas.

Había empezado Jesucristo a anunciar a los pueblos el Reino de los Cielos, cuando fue convidado por algunos de sus parientes carnales a asistir con su Madre y sus primeros discípulos a una boda que se hacía en Caná, pequeña ciudad de Galilea poco distante de Nazaret. Estando comiendo se acabó el vino: advirtiendo la Santísima Virgen, que estaba a la mesa junto a su Hijo, el embarazo en que se hallaban los que le habían convidado, y queriendo ahorrarles la confusión que les iba a causar esta falta de prevención, mostró al Salvador el deseo que tenía de que los sacase de aquella pena con algún milagro. Esta Madre de Misericordia, que previene siempre nuestras necesidades, se contentó con decirle en voz baja que no tenían más vino: Vinum non habent. El Hijo de Dios, queriendo hacer ver el poder que tenían sobre Él hasta las insinuaciones de su querida Madre, anticipó, en atención a Ella, el tiempo de manifestar su omnipotencia, convirtiendo inmediatamente el agua que había en seis tinajas en un vino excelente; este fue el primero de los milagros públicos que hizo el Salvador, el cual quiso que se debiera a los ruegos de su querida Madre.

Habiendo tenido por conveniente el Salvador establecer su principal residencia en Cafarnaúm, la Santísima Virgen, que no le dejaba un punto, vino a establecerse igualmente allí. San Epifanio y san Bernardo dicen que le acompañaba las más veces en sus correrías evangélicas, no solo por tener el consuelo de oírle más a menudo, sino también para cuidar de Él en sus viajes. Se encontró con Él en Jerusalén en la fiesta de Pascua; después de la cual le siguió a las riberas del Jordán, donde el Salvador comenzó a conferir su bautismo. Los santos Padres no dudan que la Virgen le recibió de mano de su Hijo; y aunque como exenta de toda culpa, aun venial, y preservada, como se ha dicho, de pecado original, parece no tenía necesidad del bautismo; sin embargo no quiso dejarle de recibir después que el mismo Salvador se había sujetado a la ley de la circuncisión, y Ella misma a la de la purificación. Por otra parte es cierto que nadie observó jamás la nueva ley con más perfección que la Santísima Virgen, y que cumplió y llenó excelentemente todos los deberes que prescribe esta ley: ¿Cómo, pues, hubiera querido ser privada de un Sacramento que es como el sello que caracteriza a todos los fieles? Y habiendo de recibir el Bautismo, ¿De qué manos debía recibirle sino de las de su Hijo?


El Evangelio nada más nos dice de la Santísima Virgen hasta el tiempo de la pasión del Salvador, sino es en dos ocasiones. La primera, cuando una buena mujer, embelesada al oír predicar a Jesucristo, exclamó: Bienaventurado el vientre que te llevó, y los pechos que te dieron de mamar. Antes bien, replicó Jesucristo, bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios, y la ponen por obra. No niega el Salvador que su madre sea la más dichosa de todas las mujeres: estas palabras son más bien una confirmación de lo que esta devota mujer acaba de decir; pero como nadie puede aspirar a la sublime dignidad de Madre de Dios, les muestra Jesús una cosa que nadie puede racionalmente excusar de llegar a conseguir; y sin insistir más sobre la dicha singular de su Madre, toma de aquí ocasión para hacer conocer a sus oyentes cuál es la felicidad que les es propia y a que todos pueden aspirar; la cual es ser dóciles a la voz de Dios, tener Fe, y animar esta Fe con las obras. Fue como decir: mi Madre es bienaventurada por haber sido elegida para formarme un cuerpo, y darme a luz; pero lo que la hace verdaderamente bienaventurada, es el haber creído: Beata quæ credidisti; y ved aquí lo que debéis imitar en mi Madre. La segunda vez que habla el Evangelio de la Santísima Virgen, es cuando habiendo ido a oírle a un sitio en donde enseñaba al pueblo, y habiéndole dicho al Salvador que estaba allí su Madre, respondió Jesús, señalando con la mano a sus discípulos: Veis aquí quiénes son mi madre y mis hermanos; porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, este es mi hermano, mi hermana y mi madre. Esta respuesta, que en otras circunstancias hubiera podido parecer un poco seca, era a la sazón misteriosa y aun necesaria, atendida la disposición de los que le oían. Los judíos, a quienes anunciaba el Reino de los Cielos, no le miraban sino solo como un puro hombre, hijo de María. ¿No es este, decían, el hijo de un artesano? Su madre ¿No se llama María? Sus parientes ¿No viven y están entre nosotros? Quiso, pues, el Salvador enseñarles a no mirarle solamente como hijo de María, sino a reconocer en su persona aquel carácter de divinidad que no querían advertir, aunque se manifestaba tan claramente, en sus palabras y en sus obras. Quería también hacerles entender que cuando se trata de la gloria y de los intereses de Dios, no se debe dar oídos ni a la carne ni a la sangre, no se debe atender ni a amigos, ni a parientes, ni a otra ninguna cosa del mundo, por más apreciable que pueda sernos; sino que debemos preferir los intereses de Dios a todo lo que nos toca de más cerca. En el mismo sentido y con el mismo espíritu había respondido a su Madre cuando se le quejaba amorosamente de su ausencia por haberse detenido en el templo de Jerusalén a los doce años de edad: ¿No sabíais, le respondió, que debo emplearme en las cosas que miran a mi Padre con preferencia a lo que apetece la inclinación natural? Por eso la Santísima Virgen, que penetraba y comprendía perfectamente el sentido de una y otra respuesta, no hizo ademán de ofenderse de ellas.

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