DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA. D2cl. – MORADO
Introito extraído del Salmo 30, 3-4
Primera Epístola de San Pablo a los Corintios 13,
1-13
Evangelio según San Lucas 18, 31-43
El domingo de
Quincuagésima no es menos privilegiado en la Iglesia que los dos precedentes.
El sabio Alcuino no halla otra razón del nombre de Quincuagésima que se le ha
dado, que porque precede inmediatamente al primer domingo de Cuaresma; y así
como este se ha llamado domingo de Cuaresma porque es seguido de cuarenta días
que hay hasta Pascua, del mismo modo se ha llamado aquel domingo de
Quincuagésima porque efectivamente es el quincuagésimo día antes de Pascua.
Este es todo el misterio que se encuentra en el nombre de Quincuagésima, aunque
algunos creen que la reflexión que se ha hecho sobre este número de cincuenta
es posterior a su institución.
Pedro de Blois dice
que los eclesiásticos comenzaban el ayuno de Cuaresma en la Quincuagésima,
según el decreto del papa san Telésforo que vivía en tiempo del emperador
Adriano. Lo que dio sin duda ocasión a este decreto fue que en los primeros
tiempos la mayor parte de los fieles no creían que se debiesen comprender en
los cuarenta días de ayuno de Cuaresma el Viernes y Sábado Santos, cuyos ayunos,
destinados singularmente a honrar la pasión y la muerte de Jesucristo, los
habían observado los mismos Apóstoles antes que se impusiese una ley de tiempo
determinado y del ayuno de Cuaresma. Por esto se comenzaba la Cuaresma desde el
lunes, y se ayunaba cuarenta y dos días durante las siete semanas. Vemos aun en
nuestros días que muchas comunidades y Órdenes religiosas comienzan el ayuno de
Cuaresma desde el lunes de la Quincuagésima, como se hacía entonces. Se llamaba
antiguamente este domingo Cabeza de ayuno, a causa de que el
principio del ayuno solemne de Cuaresma no se había fijado aún al miércoles de
la semana, que nosotros llamamos miércoles de Ceniza; por la misma razón que se
llama todavía este domingo, domingo de Carnestolendas, porque en esta semana es
cuando comienza la Cuaresma. Los griegos le llaman Tyrophages, porque empiezan en
él la abstinencia de carnes y de lacticinios, y es un día muy célebre entre
ellos. En Occidente se acostumbra todo lo contrario, y se llama vulgarmente el
domingo, lunes y martes gordo, desde que el principio de la Cuaresma se ha
fijado al miércoles de Ceniza.
La Iglesia, que no
intenta, como se ha dicho ya, más que inspirar a los fieles el espíritu de
compunción, de penitencia y de recogimiento, durante las tres semanas que
preceden al santo tiempo de Cuaresma, ha elegido en la Escritura para sus
oficios nocturnos la historia de las tres primeras edades del mundo: la
primera, que es desde Adán, esto es, desde la creación del mundo hasta Noé, se
lee en el oficio del domingo de Septuagésima, y de su semana; la segunda, desde
Noé hasta Abraham, hace el asunto del oficio de la Sexagésima y de los días
siguientes; y la historia de la tercera edad del mundo desde Abraham hasta
Moisés comienza en la Quincuagésima. La Iglesia, al representarnos la imagen de
estos primeros tiempos, pretende trazarnos el plan de toda la economía de la
Divina Providencia sobre los elegidos, y excitarnos, por medio de la memoria
del cuidado paternal que Dios tiene de sus hijos, a recurrir a Él en todas
nuestras necesidades, a tener cada vez más confianza en su bondad, y a
aprovecharnos del beneficio de la redención, llevando una vida inocente y
penitente. La Epístola y el Evangelio de la Misa de este día concurren también
al mismo fin. Aquella haciéndonos ver la necesidad que tenemos de vivir en la
amistad de Dios y en el fervor de la caridad; este trayéndonos a la memoria lo
que el Salvador ha sufrido por nuestra salud, y estimulándonos por esto a
llorar sin cesar nuestros pecados, y llenar en nuestra carne, como habla el
Apóstol, lo que falta a los tormentos del Salvador del mundo.
A la verdad el
espíritu del siglo, siempre contrario al espíritu de la Iglesia y de
Jesucristo, enseña máximas del todo opuestas. Él quiere que la tristeza y el
recogimiento que la Iglesia nos predica en estos días de devoción se conviertan
en fiestas y regocijos enteramente profanos, y que estos últimos días de
Carnaval, que son como el preludio del santo tiempo de Cuaresma, sean días de
desenfreno y disoluciones, dedicados a diversiones del todo paganas, y a los
espectáculos. Este desorden, que se ha hecho tan común y tan universal, es el
que ha animado el celo de los verdaderos fieles para procurar y emplear todo lo
que puede servir de dique a este impetuoso torrente, y esto es lo que ha dado
motivo al establecimiento de la oración solemne de las Cuarenta horas. Hacia la
mitad del siglo XVI fue cuando el Señor inspiró a algunos de sus más celosos
siervos el pensamiento de levantar esta contrabarrera contra la licencia del
siglo y los esfuerzos del demonio[1].
El año de 1556 los
Padres de la Compañía de Jesús, establecidos poco hacía en Loreto, habiendo
sabido con un extremo dolor los preparativos extraordinarios que se hacían en
la ciudad para una fiesta de Carnaval durante los tres últimos días anteriores
al miércoles de Ceniza, resolvieron emplear toda su piadosa industria para
hacer útil este artificio del demonio, atrayendo al pueblo a un espectáculo más
cristiano y más santo. Erigieron una decoración de las más magníficas y de un
nuevo gusto en la iglesia. Estuvo expuesto el Santísimo Sacramento durante los
tres días. Un excelente concierto, una música de devoción de las más acabadas
llenaba todo el tiempo que no estaba ocupado con la predicación, las
meditaciones y las plegarias. Este religioso artificio surtió todo su efecto.
La novedad y la santidad del espectáculo, llamando la curiosidad del público,
interesó a los espectadores. Los espectáculos profanos quedaron abandonados;
las academias de juego y de placeres quedaron desiertas, y desechas las
partidas de diversión. Los ejercicios de religión santificaron estos tres días,
y esta nueva devoción hizo tanto fruto, hizo tanto ruido, y fue tan
universalmente aplaudida, que no solo la Italia sino también todas las principales
ciudades de la Europa imitaron un artificio tan cristiano, y siguieron un
ejemplo tan santo.
La Epístola de la Misa de este día está tomada del capítulo
XIII de la primera carta que san Pablo escribió a los corintios, en donde el
santo Apóstol hace ver la necesidad de la caridad, cuáles son sus deberes, que
debe ser constante, y cuán superior es a la fe, a la esperanza y a los demás
dones de Dios. Estando san Pablo en Éfeso supo por Estéfanas, Fortunato y
Acayo, que le habían venido a ver de Corinto, o sea por cartas que se le
escribieron por los principales de la iglesia de Corinto, que después que se
ausentó de ellos, se había introducido un espíritu de cisma y de división entre
aquellos fieles. Él les hace ver que aun cuando hubiesen recibido todos los
dones de Dios, los más apreciables, si carecen de la caridad cristiana, que es
la que une todos los espíritus y todos los corazones, y la que quiere
Jesucristo que sea el carácter de distinción de todos los que le sirven, todas
sus pretendidas virtudes son defectuosas, aparentes, y para nada valen.
Acostumbrados los
corintios a la distinción de las diferentes sectas de los filósofos que
reinaban en la Grecia, creyeron que poco más o menos sucedería lo mismo en la
Iglesia, y que Pedro, Pablo y Apolo, a quienes reverenciaban como los doctores
de la fe, formaban otras tantas sectas particulares, y que tenían cada uno su
partido. Y aun cuando todos enseñasen la misma doctrina, los corintios se
gloriaban de ser particularmente discípulos de aquellos que les habían
bautizado; cada uno ponderaba el mérito de aquel que le había instruido, y esta
parcialidad causaba entre ellos la división, y formaba una especie de cisma. Yo
sé, hermanos míos, con sumo dolor, les dice el santo Apóstol, que hay
contiendas entre vosotros. Cada uno dice por su parte: Yo soy de Pablo, yo de
Apolo, yo de Pedro. ¿Por ventura Jesucristo se ha dividido? ¿Ha sido Pablo,
añade, crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en nombre de Pablo?
En todos tiempos el odio y la envidia ocultos bajo la máscara de la religión
han formado partidos entre las personas que hacen profesión de piedad. Pero
¡ah! No solo se dice hoy, yo soy de Pablo, y yo de Apolo; se añade no pocas
veces, yo soy de Apolo contra Pablo, yo soy de Pablo contra Apolo. El espíritu
de división y de partido no fue jamás el espíritu de Dios. El que san Pablo
trata de destruir es un espíritu contencioso, tan contrario a la caridad
cristiana. Los corintios eran naturalmente testarudos, contenciosos. San
Clemente en la carta que les escribió algunos años después que el santo
Apóstol, les echa también en cara su espíritu de contienda, sus pleitos y sus
divisiones domésticas. San Pablo les reprende abiertamente de esto: oigo decir,
les dice, que hay división entre vosotros. Para abolir estas divisiones y para
obstruir su origen se extiende tanto en el capítulo XIII, del cual está tomada
la Epístola de la Misa, sobre la caridad con Dios y con el prójimo. En un
pormenor el más concluyente hace ver su necesidad, descubre sus cualidades,
presenta su verdadero carácter, muestra sus efectos, y esto de un modo tan
elocuente, con un estilo tan vivo, que no es posible engañarse. Aun cuando yo
tuviese, les dice, todas las virtudes en un grado eminente, aun cuando tuviese
el don de lenguas, el de profecía, la inteligencia de los misterios más
profundos y una ciencia universal; si con esto tuviese todavía tanta fe que
hiciese mudar de sitio a las montañas, sino tengo caridad, nada soy. Dios no
hará caso de nada. La caridad es infinitamente más apreciable que el don de
hacer milagros: ni tampoco ha querido el Señor que se distinguiesen sus
discípulos por el poder de obrar prodigios, sino por la caridad que se tuviesen
los unos a los otros. San Pablo recorre todos los dones sobrenaturales, todas
las virtudes aun las más brillantes, y concluye que si no tiene la caridad de
Dios y del prójimo, porque la una no puede estar sin la otra; concluye, digo,
que nada ha hecho, que todo esto de nada le sirve para su salvación. Si yo
entregase mi cuerpo hasta ser abrasado, y me faltase la caridad, todo esto me
sería inútil. El demonio tiene sus mártires, como tiene sus confesores; estos
sostienen el error con tenacidad, aquellos dan hasta su sangre por cierto
atractivo de secta. Pero ¿quién no sabe que el martirio sufrido fuera de la
Iglesia, en la herejía, en el cisma, sufrido en odio de su prójimo, en el
pecado, sin contrición, sin sentimiento, de nada sirve para la salud a aquel
que le sufre? El martirio no sirve sino mientras es el efecto del amor, de la
verdad y de la justicia, el efecto del amor de Dios y del prójimo. ¡Qué
ilusión, Señor, la de aquellos que se alimentan con una idea aparente de piedad
y de religión, mientras que viven en la frialdad y aun en la enemistad con sus
hermanos! San Pablo, después de haber referido las cualidades de la verdadera
caridad y los defectos de que está exenta, concluye por decir, que lo que es
absolutamente y siempre necesario en esta vida, lo que sobre todas las cosas
debemos desear no perder jamás, no son los dones extraordinarios, sino la fe,
la esperanza y la caridad. Y todavía de estas tres virtudes la fe y la
esperanza no subsistirán ya en el cielo, a causa de la visión intuitiva y de la
presencia de Dios; así que en todo sentido a la caridad es a la que debemos dar
el primer lugar.
El Evangelio de la Misa de este día es el capítulo XVIII de san
Lucas, en donde habiendo llamado aparte el Salvador a sus doce discípulos, les
predijo claramente todo lo que debía sucederle en esta desgraciada ciudad. Era
ya la última vez que Jesús debía ir a ella. Estaba en Efrén, cerca del desierto
de Judea, donde permaneció algún tiempo con sus discípulos después de la
resurrección de Lázaro; de donde no salió hasta el 22 o 23 de marzo para ir a
celebrar la Pascua a Jerusalén, y en este viaje fue cuando dijo a sus Apóstoles
lo que leemos en el Evangelio.
Yendo a Jerusalén,
caminaba tan aprisa, dice san Marcos, que aun cuando considerase aquella
miserable ciudad como el teatro de sus oprobios, el celo en que ardía, y el
ansioso deseo que tenía de dar su sangre por la salud de los hombres, le hacía
correr y adelantarse mucho a todos los que le acompañaban. Les declaró, pues,
que había llegado el tiempo en el cual se cumpliría todo lo que habían predicho
los Profetas acerca de sus tormentos y de su muerte. Vosotros veis, les decía,
que vamos a Jerusalén. Allí el Hijo del Hombre será vendido y puesto en manos
de los príncipes de los sacerdotes, de los doctores de la ley y de los
magistrados, que le entregarán a los gentiles. Allí se le expondrá a la risa de
un populacho insolente, se le escupirá en el rostro, se le desgarrará con
azotes, y se le condenará por fin a morir en una cruz; pero su muerte será
seguida de una resurrección gloriosa. Todo este discurso era para los Apóstoles
un enigma del cual nada comprendía. Ellos no podían entender cómo el Mesías,
esperado tanto tiempo había, debiese ser tratado de un modo tan indigno; ni
podían concordar tantas ignominias con tanta dignidad y grandeza en la persona
de su Maestro. El misterio de la muerte del Hijo de Dios por la salud de los
hombres estaba todavía oculto para ellos. Jesucristo no dejaba de tener muchas
veces con ellos este discurso, a fin de que, cuando viesen que se cumplía todo
lo que se les había predicho tan positivamente, se asegurasen, y comprendiesen
al menos entonces que los tormentos del Salvador habían sido voluntarios, y que
no había muerto sino porque había querido.
Así se entretenía
Jesús con sus Apóstoles, cuando acercándose a Jericó, un ciego que estaba
sentado a la orilla del camino, y pedía limosna, al oír pasar la muchedumbre
que salía de la ciudad para ir al encuentro del Salvador, se informó de lo que
era. Le dijeron que era Jesús Nazareno que pasaba e inmediatamente exclamó:
Jesús, hijo de David, tened compasión de mí. ¡Qué dichoso fue este hombre por
haber sabido aprovecharse tan bien de la presencia del Salvador! ¡Ah! Si
hubiera dejado pasar la ocasión, es muy probable que hubiese muerto con su
ceguera. Hay efectivamente momentos en que Jesucristo se acerca más a un pecador,
haciéndole sentir las más vivas impresiones de su gracia; estos momentos son
preciosos, y muchas veces no vuelven a presentarse. ¡Desgraciado aquel que los
deja ir! Los que iban delante de Él, dice el historiador sagrado, le decían
bruscamente que callase; pero él gritaba con más fuerza: Jesús, hijo de David,
tened compasión de mí. No solo los judíos, sino también los extranjeros y los
paganos que trataban frecuentemente con los judíos, estaban persuadidos de que
el Mesías debía descender de la estirpe de David; así es que no se le designaba
más que bajo de esta cualidad. Jesús se detuvo, hizo que se acercase el ciego,
y le preguntó qué era lo que deseaba. ¡Ah! respondió él, todo lo que yo os pido
es que me concedáis la vista. Pues ve, le dijo Jesús, y al punto vio. Este
milagro hizo mucho ruido; y el ciego que había sido curado no quiso ya dejar a
un bienhechor tan insigne: le siguió, y se hizo uno de sus discípulos.
Cualquiera, dice san Gregorio, que reconoce las tinieblas de su ceguera,
cualquiera que conoce que está privado de la luz eterna, que clame de lo más
profundo de su corazón, que haga resonar la voz de su alma, y que diga en alta
voz: Jesús, hijo de David, tened compasión de mí.
[1] El P. Fr. José de Milán, capuchino,
estableció en 1556 las Cuarenta horas estos tres días, en memoria de las que
estuvo Jesucristo en el sepulcro; y en 1592 las instituyó en Roma Clemente
VIII, concediéndolas para toda la Iglesia.
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