XIV. El primer milagro que hace Jesucristo
en público.
Hasta aquí no
había hecho el Hijo de Dios cosa que por lo estupendo diese golpe a los
hombres: los cinco discípulos que se le habían juntado, habían sido atraídos
solamente por los lazos secretos de la gracia, por la virtud todopoderosa de su
palabra, y por la unción de sus conversaciones; pero habiendo llegado a
Nazaret, fue convidado con su Madre y sus discípulos a una boda que se
celebraba en Caná, pequeño pueblo de Galilea poco distante de Cafarnaúm.
Jesucristo nunca hacía nada que no fuese con algún fin y por algún motivo
sobrenatural; todo era perfecto en este Señor, aun en sus acciones las más
comunes: convidado a la boda, se dignó asistir a ella. A mitad de la comida,
habiendo faltado el vino, la santísima Virgen, que estaba puesta a la mesa
junto a Él, advirtiendo la turbación en que se hallaban aquellos a cuyo cargo
estaba la función, y queriendo ahorrarles a los que les habían convidado la
confusión que les iba a causar esta falta, dio a conocer sencillamente al
Salvador el deseo que tenía de que se sirviese en esta ocasión de su
omnipotencia para remediar milagrosamente una tan urgente necesidad; le
respondió Jesús: Mujer, ¿qué te va a ti ni a mí en esto? (Joan. II). (La
palabra mujer, de que se sirve
Jesucristo en esta ocasión, no es un término de arrogancia, y mucho menos de
menosprecio: la voz mujer era entre los hebreos un término político y de
respeto, como lo es entre los franceses el de madama, y entre los españoles el de señora). Todavía no ha llegado mi hora; quiere decir, que sin que
la Virgen se lo hubiera rogado, no hubiera empezado tan pronto a manifestarse
al mundo con milagros públicos. No tenía necesidad la santísima Virgen de una
respuesta más positiva; sabía demasiado bien que su Hijo no era capaz de
negarle nada, y que bastaba mostrarle su inclinación para ser oída al mismo
instante; así se vio que llamó luego a los criados, y les dijo que hicieran
puntualmente cuanto Jesús les dijese. Había en la casa seis tinajas de piedra;
es decir, de aquella especie de alabastro que con facilidad se deja trabajar
del cincel, y aun se puede tornear: estas tinajas estaban muy en uso entre los
judíos; se servían de ellas para lavar los vasos en que bebían, y los cuchillos
y otras cosas de que se servían a la mesa; como también por si alguno quería
lavarse las manos y la cara, que es lo que llamaban los judíos purificación;
cabía en cada una de estas tinajas sesenta u ochenta azumbres de agua, que es
lo que hacen las dos o tres metretas que dice el Evangelio. Dijo Jesús a los que
le servían que llenaran de agua las tinajas; y al instante aquella agua se
convirtió en un excelente vino. Este fue el primer milagro estupendo que hizo
en público el Salvador, cuya vida fue después un continuo tejido de prodigios.
Todo es lección, todo es misterio en la vida de Jesucristo; a ruegos de la
santísima Virgen hace el Salvador su primer milagro; la transustanciación del
agua en vino, por medio de este primer milagro, es figura de la que había de
hacer el Señor al fin de su vida; la que debía renovarse continuamente hasta el
fin de los siglos en la adorable Eucaristía por la transustanciación del pan y
del vino en su cuerpo y en su sangre. La fama de este prodigio se extendió bien
pronto por toda la comarca.
No tardaron
mucho en oírse en Cafarnaúm, que no distaba sino dos o tres leguas de Caná, las
alabanzas que le daban al nuevo Profeta. Era Cafarnaúm una ciudad de mucho
tráfico junto al mar de Tiberíades, en la parte donde recibe las aguas del
Jordán. En esta ciudad hizo Jesucristo su principal mansión; y con este motivo
vino a ser bien presto este pueblo el teatro de su predicación y de sus
prodigios. Sin embargo, como la fiesta de Pascua estaba cerca, marchó a
Jerusalén, y se fue en derechura al templo; encontró en el atrio o pórtico de
Salomón una especie de feria, en que se vendían animales para los sacrificios;
se veían también allí cambiantes sentados al mostrador que prestaban dinero a
grandes intereses, o bajo de caución, a los que les faltaba para comprar las
cosas necesarias durante la feria. Indignado el Salvador de aquella profanación
que los sacerdotes habían dejado introducir, y de que sacaban su lucro, y
animado del más vivo celo de la gloria de su Padre, habiendo hecho como un
azote de cordeles delgados, echó del templo todos los animales, arrojó a tierra
el dinero de los cambiantes y sus mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
Quitad esto de aquí, y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de
negociación. ¿Qué hubiera hecho el Salvador, dice el venerable Beda, si hubiera
visto que había contiendas y riñas en el templo; que muchos se abandonaban en
él a risotadas disolutas, que se hablaba de bagatelas? ¿Qué hubiera hecho con
los tales el que echó del templo a los que en él compraban lo necesario para
ofrecer sus sacrificios? ¿Y qué hubiera hecho si hubiera visto las
irreverencias y profanaciones que vemos en el día de hoy?
La sumisión con
que recibieron todos esta corrección de una persona que parecía no tener ningún
derecho para hacer un acto tan expreso de autoridad, y que todavía no se había
manifestado con milagros, ha parecido a los santos Padres un milagro
particular; lo cierto es que aquel hombre, tan poco conocido hasta entonces,
vino a ser desde aquel punto la admiración de toda la Judea.
Todo el tiempo
que Jesucristo se detuvo en Jerusalén fue una continua serie de prodigios. Las
enfermedades más incurables desaparecían delante de Él; los demonios no podían
sufrir su presencia; no había energúmeno que no quedase libre a la menor
insinuación de su voluntad; las olas se endurecían debajo de sus pies; el mar,
los vientos, las tempestades, todo obedecía a su voz; los cielos, la tierra,
los infiernos, todo cedía, todo estaba sujeto a sus órdenes; al menor de sus
preceptos toda la naturaleza olvidaba su armonía, sus reglas y sus leyes;
mandaba a todas las criaturas, no como oficial subalterno, ni tampoco como
ministro del Altísimo, sino como dueño absoluto, y con un pleno y supremo
poder; en todo obraba como Dios-Hombre. Si resucitaba los muertos y curaba
todas las enfermedades, era en su propio nombre; cuando hacía milagros, no
suplicaba, sino mandaba; todos los milagros que obraba tenían un carácter de
autoridad soberana que le era personal; este poder supremo no le era extraño,
ni le venía de afuera; hablaba el lenguaje de los hombres; pero obraba como
Dios. Un Elías, un Eliseo y otros muchos grandes profetas habían hecho
milagros; pero haciéndolos, habían hecho ver que solo eran ministros de la
autoridad suprema. Solo Jesucristo obra con autoridad propia en cuantos
prodigios hace. Levantaos, dice a los
muertos: yo os lo mando, sanad, dice
a los que iban a espirar: yo soy quien os
lo dice; y cuando hasta los mismos Ángeles se contentan con decir al
demonio: el Señor ejerza su imperio sobre ti: Jesucristo, que los echaba de los
cuerpos en su propio nombre, habla de una manera mucho más terminante y
precisa: Sal de ese cuerpo, dice, espíritu maligno, yo te lo mando. Hasta
los menores de sus discípulos se hacen obedecer de estos espíritus soberbios
desde el punto que les mandan en nombre de Jesucristo.
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