SACRIFICIOS DE JESÚS
EN LA EUCARISTÍA
Dilexit me et tradidit
semetipsum pro me
“Me amó y se
entregó a sí mismo a la muerte por mí” (Gal 2, 20)
¿Cuáles son los caracteres distintivos del amor? Uno solo: el
sacrificio. El amor se conoce por los sacrificios que inspira o que acepta
gustoso.
Un amor sin sacrificios es una palabra sin sentido, un egoísmo
disfrazado.
¿Queremos conocer la grandeza del amor de Jesús para con los hombres
en el misterio de la Eucaristía? Pues veamos los sacrificios que ha tenido que
imponerse para realizarlo. Son los mismos que aceptó el hombre-Dios al tiempo
de su pasión. Ahora como entonces, Jesucristo inmola su vida civil, su vida
natural y su vida divina.
I
Durante la pasión, a la que le impulsaba su inmenso amor hacia
nosotros, Jesucristo fue excluido de la ley; su pueblo reniega de Él y le
calumnia, mas Él no pronuncia una sola palabra para defenderse; se pone a
merced de sus enemigos y nadie le protege, mas Él no alega los derechos del
último de los acusados. Todos sus derechos de ciudadano y de hombre honrado los
inmola por la salvación y el amor de su pueblo.
En la Eucaristía Jesús acepta y continúa los mismos sacrificios.
Inmola su vida civil, por cuanto está sin derecho alguno; la ley ni siquiera le
reconoce su personalidad; al que es Dios y hombre a la vez, al Salvador de los
hombres, apenas si las naciones por Él redimidas le consagran una sola palabra
en sus códigos. Vive en medio de nosotros y es desconocido. “Medias autem vestrum stetit quem vos
nescitis”.
Tampoco se le conceden honores públicos. En muchos países hasta se ha
suprimido la fiesta del Corpus. Jesucristo no puede salir, no puede mostrarse
en público. ¡Tiene que esconderse, porque el hombre se avergüenza de Él! Non novi hominem!, ¡no le conozco! ¿Y
sabéis quiénes son los que se avergüenzan de Jesucristo? ¿Serán acaso los
judíos, o tal vez los mahometanos? No, ¡son cristianos!
La sagrada Eucaristía se encuentra sin defensa ni protección humanas.
Mientras no perturbéis e impidáis el ejercicio público del culto, ya podéis
injuriar a Jesús y cometer los sacrilegios que queráis: son cosas en que nada
tienen que ver las autoridades.
Por tanto, Jesús sacramentado queda sin defensa por parte de los
hombres.
Pero ¿no vendrá el cielo en su defensa? Tampoco. Lo mismo que en el
palacio de Pilatos y en casa de Caifás, Jesús es entregado por su Padre a la
voluntad de los pecadores. Jesum vero
tradidit voluntati eorum.
¿Es posible que Jesucristo supiese todo esto al instituir la
Eucaristía y que con todo escogiese libremente ese estado? Sí; lo hizo así para
servirnos de modelo en todo y ser nuestro consolador en las persecuciones y
penalidades de la vida.
Así ha de permanecer hasta el fin del mundo, dándonos ejemplo y
auxiliando con su gracia a cada uno de sus hijos. ¡Tanto nos ama!
II
Al sacrificio de sus derechos añade Jesús en su pasión la inmolación
de todo aquello que constituye al hombre: inmola su voluntad, la
bienaventuranza de su alma, que permitió fuese presa de tristeza sin igual, de
su vida entera acabada en la cruz.
Y cual si fuese poco haberse inmolado así una vez, en la sagrada
Eucaristía continúa renovando místicamente esta muerte natural.
Para inmolar la propia voluntad, obedece a su criatura el que es Dios;
al súbdito el que es rey, al esclavo su libertador. Obedece a los sacerdotes, a
los fieles, a los justos y a los pecadores, sin resistencia ni violencia
ninguna, aun a sus mismos enemigos y a todos con la misma prontitud. No solamente
en la misa, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración, sino
también en todos los momentos del día y de la noche, según las necesidades de
los fieles. Su estado permanente es pura y simplemente un estado de obediencia.
¿Es ello posible? ¡Oh, si comprendiera el hombre el amor de la Eucaristía!
Durante su pasión Jesús estuvo atado, perdió su libertad: en la
Eucaristía se ata a sí mismo; a manera de férreas cadenas, le han sujetado sus
promesas absoluta y perpetuamente, y le han unido inseparablemente a las
sagradas especies las palabras de la consagración. Se halla en el santísimo
Sacramento sin movimiento propio, sin acción, como en la cruz y como en el
sepulcro, aunque posea la plenitud de la vida resucita.
Jesús está, en absoluto, bajo la dependencia del hombre, como
prisionero de amor; no puede romper sus ligaduras ni abandonar su prisión
eucarística. Se ha constituido prisionero nuestro hasta el fin de los siglos.
¡A tanto se ha obligado y a tanto se extiende el contrato de su amor!
En cuanto a la bienaventuranza de su alma, claro está que, una vez
resucitado, no puede suspender como en Getsemaní sus arrobamientos y goces;
pero pierde su felicidad en los hombres, y en aquellos de sus miembros
indignos, como son los malos cristianos. ¡Cuántas veces se corresponde a Jesús
con la ingratitud y el ultraje! ¡Cuántas y cuántas imitan los cristianos la
conducta de los judíos! Jesús lloró una vez sobre la ciudad culpable de
Jerusalén; si ahora pudiese llorar en el santísimo Sacramento, ¡cuántas
lágrimas le harían derramar nuestros pecados y la perdición eterna de los que
se condenan! ¡Cómo nos ama más, le aflige en mayor grado la ruina nuestra que
la de los judíos!
Por fin, no pudiendo morir realmente en la sagrada Hostia, Jesús toma
al menos un estado de muerte aparente. Se consagran separadamente las sagradas
especies para significar el derramamiento de su preciosísima sangre, que al
salir del cuerpo le ocasionó muerte tan dolorosa.
Se nos da en la santa Comunión; las sagradas especies son consumidas y
como aniquiladas en nosotros.
Finalmente, Jesús se expone también a perder la vida sacramental
cuando los impíos profanan y destruyen las santas especies.
Los pecadores que le reciben indignamente le crucifican de nuevo en su
alma y le unen al demonio, dueño absoluto de sus corazones. Rursum crucifigentes sibimetipsis Filium
Dei.
III
Jesús inmola también en la Eucaristía su vida natural cuanto lo
permite su estado glorioso.
En la pasión no perdonó su vida divina; tampoco la perdona en la
Eucaristía. Porque ¿qué gloria, qué majestad, qué poder aparecen en los
tormentos de su pasión? Allí no se ve sino al varón de dolores, al maldito de
Dios y de los hombres, a Aquel de quien había dicho Isaías que no le podía
reconocer, desfigurada como estaba su faz augusta por las llagas y las salivas.
Jesús, en su pasión, no dejó ver más que su amor. ¡Desgraciados
aquellos que no quisieron reconocerle! Preciso fue que un ladrón, un
facineroso, le adorase como a Dios y proclamase su inocencia, y que la
naturaleza llorase a su criador.
En el Sacramento continúa Jesús con más amor todavía el sacrificio de
sus atributos divinos.
De tanta gloria y de tanto poder como tiene sólo vemos una paciencia
más que suficiente para escandalizarnos, si no supiésemos que su amor al hombre
es infinito, llegando hasta la locura. Insanis,
Domine!
Con cuyo proceder parece este dulce Salvador querer decirnos: ¿Acaso
no hago lo bastante para merecer vuestro amor? ¿Qué más puedo hacer? ¡Indagad
qué sacrificio me queda por consumar!
¡Desgraciados aquellos que menosprecian tanto amor! Se comprende que
el infierno no sea castigo excesivo para ellos...
Pero dejemos esto... La Eucaristía es la prueba suprema del amor de
Jesús al hombre, por cuanto constituye el supremo sacrificio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario