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sábado, 8 de marzo de 2014

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA: VIII. La Natividad de la Santísima Virgen.

VIII.               La Natividad de la Santísima Virgen



Habiendo llegado el feliz término del preñado de santa Ana, dio a luz el 8 de septiembre del año 3985 del mundo a esta bienaventurada niña, la maravilla del mundo, el pasmo de la gracia, el más bello ornamento de la Jerusalén celestial, la Reina de los hombres y de los Ángeles, predestinada desde la eternidad para ser Madre de Dios en el tiempo.

Si los pueblos acostumbran manifestar una tan grande alegría cuando le nace algún hijo a su soberano, porque les nace a ellos mismos un rey y un señor; ¿quién no ve que el nacimiento de María debió llenar de gozo al cielo y a la tierra, como canta la Iglesia, pues había de ser esta preciosa niña la gloria y el consuelo de entrambos? Tu natividad, Virgen Madre de Dios, anunció un gran gozo a todo el mundo; y así como ninguna cosa regocija tanto a los caminantes como el ver levantarse la aurora sobre el horizonte, así ninguna cosa debió causar tanto gozo a los hombres como el nacimiento de María. Lætentur cæli et exultet terra, exclama el Profeta (Psalmo LIX): Alégrense los cielos, y muestre la tierra su gozo; pues viendo a María en el mundo, estamos ciertos que va a venir el Redentor. La natividad de la santísima Virgen, dice san Ildefonso, es como el principio del nacimiento de Jesucristo; y así como la aurora es el fin de la noche, así este feliz nacimiento fue el fin de todos nuestros males, dice el abad Ruperto, y el principio de aquel dichoso día, por el cual suspiraban todos los hombres.

Certabant sæcula quonam ortu Virginis gloriaretur: Todos los siglos, dice san Juan Damasceno, parecían disputar sobre quién tendría la gloria de ver nacer a la santísima Virgen (Orat. de Nat. Virg.). En ese dichoso día, dice san Pedro Damián, ha nacido aquella por quien todos renacemos; pues se puede decir con san Bernardo, que en el nacimiento de la santísima Virgen empieza el cielo a reconciliarse con la tierra, y que este dichoso nacimiento es como los preliminares de la paz, digámoslo así, que Jesucristo ha de hacer entre Dios y los hombres.

En Nazaret, ciudad de Galilea, en donde estaban domiciliados san Joaquín y santa Ana, nació la santísima Virgen. Era de la tribu de Judá, y de la familia Real de David, como ya hemos dicho, y como lo expresa la Iglesia en el oficio del día de su nacimiento. Jamás vio el cielo nacer una niña más noble, más cabal, más santa, dice san Bernardino. Descendiente de David y de tantos otros reyes como contaba entre sus antepasados, había heredado la gloria de todos ellos. Dotada de las cualidades naturales que había recibido de Dios, era, como habla san Bernardo, la obra más perfecta que vieron los siglos: ninguna de las hijas de Israel pudo jamás compararse con ella en el conjunto maravilloso de gracias y perfecciones sobresalientes de que se hallaba enriquecida; de ella fue de quien había dicho el Espíritu Santo por el Profeta (Prov. XIX): Multæ filiæ congregaverunt divitias; tu supergressa es universas: Son muchas las doncellas ilustres por su nobleza, por sus virtudes, por sus prendas, por su mérito; pero ninguna iguala con mucho al tesoro de gracias con que el cielo te ha privilegiado a ti, ninguna hay que no sea inferior a ti en dones naturales y sobrenaturales.


El nacimiento de la santísima Virgen fue sin ruido y sin aparato, como que el de Jesucristo había de ser bastante oscuro a los ojos del mundo. Habiendo querido Dios que hubiese una perfecta conformidad entre el nacimiento de la Madre y el del Hijo, es fácil concebir cuál sería el gozo de todo el cielo al ver nacer a la que estaba ya reconocida por Reina de cielo y tierra. Muchos santos Padres creen que el Ángel que anunció a san Joaquín y a santa Ana que tendrían una hija, sin embargo de su avanzada edad, y de su larga esterilidad, les había dado a entender al mismo tiempo que esta dichosa hija sería Madre del Mesías; lo cierto es que jamás se vio una niña más querida de sus padres, ni que mereciese más sus caricias, que la que desde su Inmaculada Concepción era el objeto de la predilección de su Dios.

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