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domingo, 9 de marzo de 2014

DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA: Nuestro Señor es tentado por el Demonio en el desierto.

DOMINGO PRIMERO DE CUARESMA


Salmo 90, 15
Primera Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios 6, 1-10
San Mateo 4, 1-11

El primer domingo de Cuaresma es celebrado en la Iglesia con una celebridad y veneración singular; es uno de los días más privilegiados y más solemnes. Su oficio no cede al de ninguna otra fiesta; todo en él es instructivo y misterioso; todo predica la penitencia, de la cual viene a ser como la fiesta solemne: en la Iglesia latina se llama simplemente domingo de Cuaresma; entre los griegos domingo de los santos ayunos o de la ortodoxia.

Antes del siglo X de la Iglesia era costumbre en Occidente llamar a este día el domingo de los blandones, esto es, de las luces, a causa de que era el día en el que los que se habían divertido con algún exceso durante el Carnaval venían a presentarse en la iglesia con un cirio o antorcha en la mano, como para satisfacción pública de los malos ejemplos que habían dado, y pedir que les purificasen por la penitencia que se les imponía por los pastores por toda la Cuaresma hasta el Jueves Santo en que recibían la absolución ordinaria. Aun cuando esta ceremonia se haya después adelantado al Miércoles de Ceniza en que se comienza el ayuno de la santa cuaresma, no ha dejado de conservar este primer domingo de Cuaresma el nombre de día de los blandones, porque siempre se ha supuesto que en él los verdaderos fieles no dejaban de purificarse de sus manchas por medio de una santa confesión.

Aunque la penitencia sea propia de todos los días de la vida, puesto que no hay día en la vida en que no seamos pecadores, con todo la Cuaresma se puede considerar como la estación de la penitencia, es decir, como el tiempo en que produce más frutos; sea a causa de la multiplicidad de las oraciones y de los socorros espirituales, sea por la obligación que la Iglesia ha vinculado a ella de los cuarenta días de ayuno. Los cuarenta días de ayuno de Jesucristo no son solo un ejemplo, sino también un precepto para todos los Cristianos. No hay ninguno que no esté sujeto a esta ley, y la relajación no constituyó jamás un derecho para dispensarse de ella. El fervor puede entibiarse, la fe puede debilitarse por la corrupción de las costumbres; pero la doctrina y la moral de Jesucristo nunca se alterarán. Por más flojos que sean los fieles, la ley del ayuno y de la penitencia no podrá perder nunca nada de su vigor, y la estrecha obligación de ayunar la Cuaresma bajo pena de pecado mortal siempre es la misma.

San Epifanio dice que el herisiarca Arrio fue condenado porque quería que los ayunos de Cuaresma fuesen arbitrarios. El concilio de Langres fulmina el anatema contra los que sin necesidad se dispensan de ellos. San Cirilo pregunta a su pueblo, si quiere mejor arder eternamente que ayunar la Cuaresma; y san Ambrosio dice que el quebrantar el ayuno un solo día es un pecado mortal; pero que el no ayunar la Cuaresma es un sacrilegio (Serm. 37). La Cuaresma, dice el Crisólogo, no es una institución humana, es Dios mismo el que la ha ordenado; y yo creo, dice san Agustín, que lo que ha obligado al Señor a imponernos una ley expresa del ayuno es, que así como Adán en el paraíso terrenal había perdido la gloria de la inmortalidad por la intemperancia, ha querido el segundo Adán que fuese reparada esta pérdida por la abstinencia y el ayuno (Serm. 77 de temp.).

Nada fue más religiosamente observado en toda la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles que le ayuno de Cuaresma. Los primeros cristianos de Alejandría del tiempo de san Marcos, según Eusebio, le observaban con un fervor que servía de modelo a todos los fieles, Sozomeno asegura que en la Iliria, en el Occidente, en toda el África, en el Egipto en la Palestina, que componían entonces toda la Iglesia, se ayunaba con una rigidez religiosa las seis semanas en la Cuaresma, y muchos aun ayunaban siete (Lib. 7). No hay variación, no hay diversidad de opinión en cuanto a la exacta e indispensable observancia de una penitencia tan marcada. Nosotros ayunamos una Cuaresma, dice san Jerónimo, según la tradición apostólica, y ayunamos en el tiempo que la Iglesia ha juzgado a propósito para esto (Epist. ad Marc.). Por espiritual, por loable que fuese el sentido de aquellos que se proponían ofrecer a Dios el diezmo de todo el año con el ayuno de treinta y seis días en las seis semanas, no era sin embargo capaz de asegurarles a vista del ejemplo del Salvador que había ayunado cuarenta. Y esto fue, como se ha dicho ya, lo que obligó a la Iglesia a añadir cuatro días, fijando el principio de Cuaresma al Miércoles de Ceniza.

Nada condena más nuestra flojedad y nuestra delicadeza que la religión y el rigor de los ayunos de los primeros cristianos. No solo no se hacía más que una sola comida al día y siempre por la tarde después de la hora de Vísperas, sino que lejos de tratar de lisonjear el gusto y la sensualidad, solo se comía lo precisamente necesario para no morir. No solo se ha creído consistir la exactitud del ayuno de Cuaresma en la cercenación, la diminución y el retraso de la comida, sino también en la abstinencia de alimentos demasiados crasos, y de viandas que lisonjeen el gusto. Muchas personas en el mundo no hacen más que una comida al día por puro principio de salud, por gusto, sin que pretendan ayunar por esto. Por comer menos muchas veces, no son ni menos sensuales ni más sobrios. La abstinencia es inseparable del ayuno; la más generalmente recibida ha sido siempre la de excluir el uso de la carne, de la leche, de los huevos y del vino. San Agustín constituye el ayuno en esta doble abstinencia, pretendiendo que esta abstinencia comprendía la de toda suerte de delicadeza en la comida. En esto consistía, según parece, todo lo que hacía el común de los fieles; pero los que deseaban llevar el ayuno hasta la perfección, se privaban hasta del pescado y del uso del aceite, reduciendo al pan y al agua la única refección del día, que no se tomaba nunca hasta la tarde. Este era, al parecer de san Jerónimo, el mayor rigor con que se ha podido observar el ayuno legítimo y reglado por la prudencia (Epist. ad Nepot.); no aprobando la práctica de aquellos que pasaban los dos y los tres días sin comer ni beber, en razón de que por esta imprudente singularidad se veían obligados después a buscar alimentos menos comunes y más delicados; una mortificación más constante, no interrumpida y menos señalada, es siempre de mayor mérito delante de Dios. Y si en la sucesión de los tiempos se ha creído que debía dispensarse en orden a la abstinencia del vino, no así en orden a la de la carne, que siempre ha permanecido en toda especie de ayunos; y san Jerónimo alaba a santa Marcela, porque estando precisada a beber vino a causa de sus grandes enfermedades, lo tomaba en tan poca cantidad, que apenas se enrojecía el agua. Los licores y toda especie de bebidas deliciosas no están menos proscritos que el vino. Contra este abuso exclama fuertemente san Jerónimo. Hay también, dice el Santo, quienes no beben vino; pero más por placer que por causa de salud, se procuran sustancias y licores de manzana y otros. Condena también la intemperancia de los que no alimentándose más que con legumbres, exceden en la cantidad. Fácilmente se ve que prohibiendo el uso de la carne y del vino en el ayuno, se han pretendido prohibir todas las delicadezas del gusto y los esmeros de la sensualidad; también se condenaban las salsas demasiado exquisitas en las legumbres, no siendo la intención de la Iglesia tanto el sustraer el cuerpo su alimento por el ayuno, como el cercenar al cuerpo y al alma los atractivos del deleite. La sensualidad puede hallarse en la abstinencia misma. Pero la Iglesia condena todas las delicadezas, decía con indignación san Gregorio de Nisa.

La flojedad y la delicadeza de los cristianos de estos últimos tiempos se espantaría si se refiriese con qué exactitud y con qué severidad ayunaban la Cuaresma los fieles de los primeros siglos. No solo las personas religiosas, sino también las gentes del mundo de toda edad, de todo sexo, de toda cualidad, los grandes como el pueblo, el príncipe como el artesano, se privaban con frecuencia hasta el uso del pescado; muchos ayunaban toda la Cuaresma a pan y agua; en los seis días de la Semana Santa no se tomaba otro alimento, dice san Epifanio, sino pan seco, sal y agua, lo cual se llamaba xerofagia, y algunos pasaban aun dos días sin comer. ¡Qué diferencia, buen Dios, de ayuno a ayuno, si se compara el ayuno de los primeros fieles con el ayuno de los cristianos de este tiempo! Los más regulares no son siempre los más austeros; ¡qué diversidad en los manjares! ¡qué suntuosidad en la abstinencia misma! ¡qué sensualidad en los guisos! ¿Basta acaso la diversidad de alimentos para el ayuno, si el gusto, si la voluptuosidad misma, llevan a ella la delicadeza hasta la demasía?

Hasta principios de siglo XIII no ha permitido la Iglesia que se adelantase al mediodía la comida que todavía entonces no se hacía en los días de ayuno de Cuaresma hasta la tarde después de Vísperas. San Bernardo y Pedro de Blois, que vivían en el siglo XII, aseguran que durante la santa cuarentena todos los fieles ayunaban como ellos hasta la tarde, sin que nadie de cualquiera condición que fuese se atreviese a comer a hora más cómoda (Serm. 3 in Quadrag.). Para conservar siempre la idea de esta antigua disciplina ordena la Iglesia que durante la Cuaresma se digan Vísperas antes de comer en los días de ayuno. Esta indulgente anticipación de la hora de la comida ha dado ocasión a lo que se llama colación en los días de ayuno. Al principio no se permitió más que el beber un trago de vino a la noche, bien persuadidos de que el espíritu del ayuno eclesiástico requiere que se ayunen las veinticuatro horas. El temor de que dañase a la salud si se bebía sin comer, hizo que se añadiese un pedacito de pan. Se llamó colación esta pequeña templanza, desde que los religiosos la fijaron al tiempo de la noche que precedía a la lectura de las colaciones o conferencias de los antiguos monjes, que se hacían todas las noches antes de Completas. Conducidos por un espíritu de una regularidad más exacta, se estableció en los más santos monasterios, sobre todo en el de Cluny, que en lugar de hacer esta lectura en los días de ayuno, en el claustro, o en el capítulo, como se hacía en los demás días, se hiciese en el refectorio; y desde entonces la palabra colación se comunicó insensiblemente de la lectura de las conferencias o colaciones a esta pequeña comida que precedía inmediatamente a la lectura. Establecemos, dicen los estatutos de la congregación de Cluny, y mandamos que todos acudan a la hora de la bebida nocturna que entre ellos se llama colación. La tolerancia de la Iglesia autoriza suficientemente el uso universalmente recibido de la colación; pero no pretende que esta colación sea una segunda comida; y no hay duda que la colación, tal como la hacen muchos en el día, quebranta el ayuno. San Carlos en las reglas que hizo para sus domésticos, les permite solo onza y media de pan y un poco de vino para su colación en Cuaresma. Se cuenta de san Espiridion, obispo de Tremitunta en Chipre, y del santo solitario Marciano, que quebrantaron el ayuno por caridad, con motivos de algunos extranjeros que habían venido a visitarlos; pero este era un ayuno de devoción y de reglas. El ayuno de la regla es libre, se le respondió al abad Casiano; pero la caridad es la perfección de la ley divina. Así lo que se llama la regla del Maestro, porque es Jesucristo el que habla en ella, dice positivamente que los ayunos de Cuaresma son inviolables, sin que los excuse ningún pretexto, ni valga para ello consideración ninguna por la llegada de huéspedes algunos.

Ni son tampoco los únicos deberes de religión que Dios exige de los Cristianos, durante la Cuaresma, la abstinencia y el ayuno. La oración, el uso frecuente de los Sacramentos, la limosna, deben acompañar al ayuno, y singularmente la inocencia y la pureza. Abstengámonos particularmente del pecado, dice san Agustín, no sea que nuestros ayunos sean infructuosos como los de los judíos, y Dios no los apruebe. ¿Queréis santificar el ayuno? Dice en otra parte; llenad los deberes de misericordia y de caridad. Lo que cercenáis a vuestra sensualidad, dice san Gregorio de Niza, lo que ahorráis por vuestro ayuno, dadlo al pobre que padece hambre. El ayuno, dice san Juan Crisóstomo, no de mirarse como un tráfico indecente; no es el fin de la abstinencia el ahorrar, es preciso que el pobre se alimente con lo que vosotros disminuís a vuestra mesa. De este modo sacaréis de vuestro ayuno una ventaja doble, por una parte el haber ayunado, y por otra el haber satisfecho al pobre. Por fin el ayuno, dice san Agustín, no consiste solamente en abstenerse de los manjares que deseamos, sino de todos los placeres y las diversiones, las cuales debemos considerar como entredichas para nosotros en el santo tiempo de penitencia. Hay muchos, añade el mismo Santo, que son más bien voluptuosos que religiosos observadores de la Cuaresma (Serm. 171, de divers.). ¡Qué error más lamentable! No es esto guardar la abstinencia, es sí mudar los alimentos del deleite.

La Misa de este día contiene todo el misterio del santo tiempo de Cuaresma. Comienza por este versículo del salmo XC: El justo me llamará en su ayuda, y yo le oiré; estaré con él en el tiempo de la tribulación, y le sacaré de ella con gloria. No hay una cosa más a propósito que todo este salmo para inspirar ánimo a los fieles en la penosa carrera de Cuaresma, y en el ejercicio de la penitencia y de la tentación.

La Epístola es una viva y patética exhortación a fin de que no inutilicemos los días consagrados a la penitencia, y un tiempo que puede llamarse el reinado por excelencia de la misericordia del Señor. Está tomada del capítulo VI de la segunda carta de san Pablo a los corintios. He aquí, les dice, el tiempo de gracia; ahora son los días de salud. Yo os exhorto con todo mi corazón a que no recibáis en vano la gracia de Dios. No obstante que Dios sea misericordioso en todos tiempos, con todo la Cuaresma es un tiempo privilegiado en que todo concurre a mover más a Dios en favor nuestro: las oraciones multiplicadas de toda la Iglesia, la abstinencia y el ayuno, con el cual es siempre más eficaz la oración, todo concurre a hacer más segura y más fácil nuestra conversión.


El Evangelio de este día contiene la historia de la Cuaresma de Jesucristo en el desierto, como que ella es el origen y debe ser el modelo de la nuestra. Jesús acababa de recibir el Bautismo de mano de san Juan, cuando el Espíritu Santo, de quien él era templo vivo, le inclinó a que se retirase al desierto para prepararse allí a su vida pública por un retiro y un ayuno continuo de cuarten días y de cuarenta noches, y por una victoria insigne del tentador y de todas sus astucias. Este desierto se extendía en la tribu de Benjamín, desde la ribera del Jordán, hasta el territorio de Jericó por una parte, y hasta el mar Muerto por la otra. Se llamaba Ruban, y en lo sucesivo le dieron los orientales el nombre de cuarentena, para indicar el tiempo que había estado allí el Salvador. Bella lección para todos los hombres apostólicos, en que les enseña que el retiro, el ayuno y la oración deben ser como el preludio de sus funciones, y como los primeros ensayos de la vida apostólica. El Hijo de Dios había venido allí para entrar en lid con el demonio, y comenzar su misión por aterrarle. Quiso ser tentado, dice san Agustín, para enseñarnos a vencerle (In Psalm. XC). El Salvador pasó allí cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber. Este ayuno de cuarenta días antes de la predicación del Evangelio había sido figurado por el ayuno de Moisés sobre el monte Sinaí, durante los cuarenta días que precedieron a la promulgación de la antigua ley. Para honrar y para imitar en algún modo esta abstinencia del Salvador, se ha instituido y observado en todos tiempos en la Iglesia la Cuaresma. Al cabo de este ayuno tan largo, Jesús tuvo hambre, es decir, hizo cesar el milagro, en fuerza del que no la había sentido hasta entonces. Este momento fue como la señal del permiso que el Salvador dio al demonio para que viniese a tentarle para saber si Él era el Mesías; porque dudaba de ello, y quería tener pruebas más ciertas de su divinidad, dice san Jerónimo. San Agustín cree que era el príncipe de los demonios el que se atrevió a tentar a Jesucristo para saber quién era, y que el Salvador no descubrió a este príncipe de las tinieblas más de lo que juzgó a propósito (Lib. 9 de Civ.). El demonio no conoció perfectamente que Jesucristo era Dios e Hijo de Dios hasta después de su forma humana, y le dijo: ¿Por qué te dejas consumir de hambre? Si eres Hijo de Dios, ¿por qué no conviertes estas piedras en pan? El mayor de los milagros no te costará más que una palabra. El Salvador se contentó con responderle que estaba escrito que no era el pan solo el que mantenía la vida del hombre, sino también toda palabra que sale de la boca de Dios; esto es, una obediencia perfecta a todo lo que Dios manda. Por esta respuesta, sin negar Jesucristo que fuese Dios, prueba muy bien que era hombre, y despide al tentador tan incierto de su divinidad como estaba antes. El demonio en seguida le llevó a la ciudad santa, le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo que si era Hijo de Dios se echase abajo, pues nada tenía que temer, en razón de que estaba escrito: que Dios había encargado a sus Ángeles que cuidasen de su persona, e impedirían que se hiciese mal alguno. Pero Jesús respondió a este pasaje de la Escritura por otro, y le dijo: que la misma Escritura prohibía el tentar a Dios. Es admirable que el Hijo de Dios haya permitido al demonio que le llevase por el aire hasta lo más alto del templo; pero el poder que el Salvador dio después a los verdugos ministros de Satanás sobre su persona es tan admirable como el que dio aquí al demonio. Por lo demás, es verosímil que en las dos últimas tentaciones se hizo Jesucristo invisible a aquellos judíos que hubieran podido advertirlo. El demonio, aunque confuso, no desistió: volvió a tomar a Jesucristo, y le llevó todavía sobre una montaña muy alta, y dese allí mostrándole de una parte el imperio romano, de otra el imperio de los persas, aquí la Siria, allá las Indias, etc.: Yo soy el dueño de estos Estados, le dijo, como príncipe del mundo, y dispongo de ellos a mi antojo; serán tuyos desde ahora si quieres postrarte delante de mí, y adorarme con el culto de latría. La facilidad con que el Salvador se había dejado llevar y volver a llevar por el demonio dio a este encantador la desvergüenza y la insolencia de hacer esta impía proposición a aquel que por entonces creía un puro hombre. Mas Jesucristo, indignado a vista de un atrevimiento tan abominable, le dijo con firmeza: Retírate, Satanás, porque está escrito: adorarás a tu Dios y Señor, y a Él solo servirás. Entonces el demonio desapareció lleno de confusión por su derrota, y tan poco instruido acerca de lo que deseaba saber, como antes de la tentación. Así es que no cesó de perseguir al Salvador hasta que precipitó a los judíos a que le quitasen la vida. Inmediatamente vinieron los Ángeles y le sirvieron de comer. De este modo nos colma Dios de consolaciones y de alegría después que hemos combatido por Él con esfuerzo. Tengamos presente en la tentación que el cielo toma parte en nuestros combates, y que él debe coronar nuestras victorias. El espíritu maligno puede muy bien ladrar, aullar, amenazar, dice san Agustín, pero no podrá nunca mordernos, si nosotros no queremos.

FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.239-246)

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