DOMINGO DE
SEXAGÉSIMA. D2cl. – MORADO
Salmo
42, 23-26
Primera
Epístola de San Pablo a los Corintios 11, 19-33; 2, 1-9
San
Lucas 8, 4-15
El domingo de la
Sexagésima no tiene otro misterio en su nombre, como ya se ha dicho, que el
número de seis semanas hasta el domingo de Pasión, y los cuarenta días de ayuno
para los que no ayunaban los jueves o los sábados, y que por consiguiente
comenzaban la Cuaresma al otro día del domingo de la Sexagésima.
La Iglesia en la
semana de la Septuagésima toma por asunto de los oficios nocturnos la historia
de la creación y de la caída del primer hombre, y en la de la Sexagésima ha
elegido en la Escritura la historia de la reparación del género humano después del
diluvio. La primera contiene la historia del Génesis desde Adán hasta Noé, y
esta desde Noé hasta Abraham comprende la segunda edad del mundo.
La institución
de la Sexagésima ha seguido casi en todas partes a la de la Septuagésima, y
pueden las dos considerarse como de una misma antigüedad; mas habiéndose
advertido en lo sucesivo que la dispensa del ayuno del jueves o el sábado,
durante la Cuaresma, no tenía más objeto que el endulzar por esta interrupción la
continuación del santo ayuno, lo Padres del cuarto concilio de Orleans,
celebrado en el año de 541, miraron esta templanza como un abuso y una
relajación en la disciplina, y establecieron un canon por el cual ordenaron la
uniformidad en todas las iglesias del reino de Francia para la observancia del
ayuno de Cuaresma, conforme al uso de la Iglesia Romana, y prohibieron a todo
sacerdote u obispo el indicar o prescribir el principio de la santa cuarentena
al otro día de la Sexagésima, queriendo que los cuarenta días de ayuno no
fuesen interrumpidos mas que por el santo día del domingo, el cual siendo
mirado en la Iglesia como la octava continua de la fiesta gloriosa de la
Resurrección, es un día de regocijo, exento por consiguiente del ayuno.
Algunos
consideran también el domingo de la Sexagésima como un día consagrado en parte
en honor o a la memoria del apóstol san Pablo. La oración de la Misa está bajo
de su invocación particular, esto es, es una súplica hecha a Dios por su intercesión;
no se ve otra razón que pueda traerse para la elección que la Iglesia ha hecho
en este día de la invocación de san Pablo, sino porque la estación de los
fieles en Roma está asignada para este día a la Iglesia de este santo Apóstol.
La Epístola de la Misa no es otra cosa que
la historia o descripción que el mismo san Pablo hace a los corintios de sus
trabajos evangélicos, de sus sufrimientos, de su arrebatamiento al tercer
cielo, de sus tentaciones, y de todo lo que ha creído que convenía decir de sí
para oponerlo a la vanidad de los falsos apóstoles, que no omitían nada para
hacerse valer y para desacreditar a san Pablo entre los corintios.
No bien hubo el
Apóstol salido de Corinto, cuando el demonio, irritado por las prodigiosas
conquistas que este Apóstol de las naciones había hecho para Jesucristo, envió inmediatamente
allá sus emisarios. Eran estos unos cristianos en la apariencia muy celosos,
los cuales, siendo judíos, querían mezclar las ceremonias de la ley con el
Evangelio, y para desacreditar a san Pablo, cuya doctrina no concordaba con la
suya, hablaban incesantemente con tanto desprecio de él, como ventajosamente de
sí mismos. Se atrevían a sostener que san Pablo era relajado en su moral, y que
bajo el pretexto de hacer valer la nueva ley, aniquilaba la antigua. Que no
había recibido su misión ni de Jesucristo ni de los primeros apóstoles. Que tampoco
había dado prueba alguna de su apostolado; que despreciable por su persona no
lo era menos por sus talentos, y que debían tener por sospechosa su doctrina. Como
estos impostores afectaban en lo exterior un aire modesto y estudiado, y se
adornaban sin cesar con la máscara de la mortificación, de piedad y de reforma,
imponían a los sencillos, y tenían admiradores y partidarios. Informado san
Pablo de los artificios malignos de estos seductores, se creyó obligado a
emplear todos los remedios propios para prevenir un tan gran mal, y hacer abrir
los ojos a los que habían caído en el lazo. Se vio precisado a descubrir
aquellos falsos profetas, y demostrar la autenticidad de su misión; y para
esto, a pesar de su profunda humildad, a hacer su elogio, haciendo el compendio
de la historia de su vida. Nada hay tan ingenioso como el rodeo que da a la
necesidad en que se ve de referir hechos que le hacen tanto honor; nada más
elocuente que la misma sencillez con que habla en su favor. Previene, por una
humilde y sabia precaución, lo que pudiera disgustar en el testimonio ventajoso
que se ve obligado a dar de sí mismo. Sé yo bien, dice, que no es propio de la
sabiduría el elevarse; pero sé también que sois sobrados caritativos, y
sufriréis un poco mi flaqueza. Porque vosotros que sois sabios sufrís de buena
gana a los que no lo son; esto es, siendo, como sois, sabios y moderados, no os
debe ser penoso el sufrir mis flaquezas. Vosotros que estáis acostumbrados a
sufrir los aires imperiosos, las alternarías, las vejaciones de vuestros pretendidos
apóstoles, ellos han tratado de exponer vuestra paciencia a pruebas mucho más
duras que lo que os la expondremos por las alabanzas que nos concediéremos. Yo lo
digo para mi confusión, y acaso para la vuestra: al tiempo que mostráis tanta
deferencia hacia esos impostores, nos miráis a nosotros como gentes de poco
valor y despreciables, porque no os hemos tratado con tanta altanería. Es solo
propio de los herejes y de los falsos doctores el ser imperiosos, altivos, y el
hablar siempre como gentes inspiradas; al paso que la dulzura, la modestia, la
humildad forman el carácter de los verdaderos Apóstoles.
Como los falsos
profetas se gloriaban de su nacimiento, de su celo y de los trabajos que se
jactaban haber sufrido por Jesucristo, san Pablo les da en cara con el pormenor
conciso de lo que ha hecho y sufrido en las funciones de su ministerio. Vuestros
pretendidos apóstoles, dice, se alaban de que son judíos, yo también lo soy; se
llaman hijos de Abraham, y yo también; se dicen ministros de Jesucristo, yo también
lo soy aún más que ellos, porque he sufrido más trabajos y más prisiones, he
sido maltratado con exceso, y en muchos lances me he visto a pique de perder la
vida. Cinco veces he recibido de los judíos treintainueve azotes; tres veces he
sido golpeado con varas, es decir, que los judíos me han hecho azotar cinco
veces, y como la ley les prohibía el dar más de cuarenta golpes, para no
ponerse en peligro de violarla no pasaban jamás del número de treintainueve por
delicadeza de conciencia. He sido golpeado con varas por los romanos; porque
éstos se servían con más frecuencia de varas, así como los judíos se servían
ordinariamente de correas. En seguida continúa el santo Apóstol refiriendo
todos los peligros que ha corrido, y lo que ha tenido que sufrir de parte de
los falsos hermanos. Como el ministerio de Jesucristo y de sus Apóstoles es un
misterio de trabajo, de persecución y de sufrimiento, san Pablo prueba por aquí
la verdad de su misión y de su apostolado. Al dar el Hijo de Dios la misión a
sus discípulos, les había dado el poder de hacer milagros, y les había predicho
que tendrían que sufrir persecuciones (Mt. X). San Pablo presenta estas dos
pruebas de su apostolado cuando dice a los corintios: Yo os he ofrecido las
señales de mi apostolado por una paciencia a prueba de todo, por los milagros,
los prodigios, otras tantas pruebas del poder divino. Forma luego un pormenor
largo de los trabajos de su celo infatigable y de su caridad inmensa: he sido
apedreado una vez; he naufragado tres veces; he estado un día y una noche en la
profundidad del mar. San Juan Crisóstomo y santo Tomás creen que el Apóstol
estuvo un día y una noche en medio del mar después de un naufragio, habiéndose
visto obligado todo este tiempo o a nadar, o a sostenerse sobre algunos restos
del navío, combatiendo contra las olas, los vientos y la muerte misma. Añadid a
todo esto el cuidado de todas las iglesias y la multitud de negocios de que
estoy como sitiado. Además lo que sufre mi corazón por el ardor de mi caridad
con todos y de mi celo. ¿Quién hay que desfallezca, que no me haga a mí
desfallecer? ¿Quién da una caída, un paso falso, que no me ocasione un dolor
intenso?
Yo sé, continúa,
que vuestros falsos profetas se vanaglorian eternamente de que son favorecidos
de Dios, y tratan de sorprenderos con la relación pomposa de sus pretendidas
revelaciones. Sabed, hermanos míos, que Dios no se comunica a aquellos que no
tienen su espíritu, y que no se someten a la Iglesia. Pero pues que ellos
tratan de sorprenderos con hechos supuestos, me veo obligado a descubrirme a
vosotros, debiendo yo a Dios los favores singulares de que me ha colmado, y que
yo había resuelto sepultar en un eterno silencio. Porque si yo hubiese de
gloriarme, no lo haría por mi voluntad mas que de las cosas que me humillan. No
me es decente, añade, el gloriarme; mas pues me veo precisado a ello por la
necesidad de defenderme contra mis calumniadores, yo traeré aquí, con toda la
sinceridad de que Dios es testigo, lo que pasó de extraordinario en mí hace
catorce años, cuando fui elegido con Bernabé para predicar el Evangelio a las
naciones ya los diferentes pueblos. Aquí la molestia y el trabajo que costaba a
san Pablo el hablar de sus revelaciones le hacen hablar en tercera persona. Es una
gran disposición para recibir de Dios las gracias más singulares el saberlas sepultar
en un silencio tan largo. Y ciertamente, después de catorce años concedidos a
la humildad, era muy justo que el Apóstol concediese también alguna cosa a la
caridad, y a la edificación de sus hermanos y aun de toda la Iglesia.
Yo sé, dice, que
un hombre consagrado a Jesucristo fue arrebatado hace catorce años hasta el
tercer cielo: si esto fue con el cuerpo, o sin el cuerpo, es decir, en un
éxtasis, esto es lo que yo no sé; Dios lo sabe. Yo solamente sé que él ha oído
cosas llenas de misterios, de las que no es lícito a un hombre hablar. San Agustín
y muchos santos Padres creen que las cosas misteriosas que san Pablo había
visto u oído eran superiores al alcance del entendimiento humano, y que una
lengua humana no hubiera jamás podido expresar ni dar una justa idea de ellas. Que
el tercer cielo adonde fue arrebatado es la mansión de los bienaventurados,
según los judíos, y que Dios le descubrió allí los más secretos misterios de la
religión cristiana, que ciertamente son superiores al concepto y a las
expresiones de los entendimientos más sublimes y más sutiles. Sin embargo, como
en esta relación de los favores celestiales el santo Apóstol no perdía nunca de
vista la humildad, su virtud favorita, añade que en medio de todos estos
insignes favores, de que el Señor le ha colmado, le ha dejado el aguijón de la
carne, que le ha hecho conocer su flaqueza, y que sirve de contraveneno a todos
los sentimientos de la vanidad. El parecer más común es que por esta expresión
metafórica ha querido el santo Apóstol indicar las rebeliones de la carne, de
que los mayores Santos no siempre están exentos; queriendo Dios darles por
medio de esta humillación un ejercicio de paciencia y de mérito, y poner su
virtud, aun la más relevante, al abrigo del orgullo. Dios se sirve de la
tentación para impedir que uno se infle con sus dones; y se sirve también de la
humilde disposición de un alma a quien favorece, para confundir el orgullo del
tentador y disipar sus esfuerzos. San Juan Crisóstomo y algunos antiguos han
creído que el Apóstol ha pretendido hablar bajo de esta metáfora de las
persecuciones, de las aflicciones y de las contradicciones que el demonio le
suscitaba en la predicación del Evangelio; pero la primera interpretación es
más universalmente seguida. San Pablo dice que ha rogado muchas veces al Señor
que le librase de una tentación tan importuna, y que el Señor le ha respondido
que le bastaba su gracia. Dios permite al demonio que nos tiente; pero no sufre
jamás que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, y siempre proporciona sus
auxilios a los esfuerzos de nuestros enemigos. Dios no es fiel en la tentación
combatiendo con nosotros, nos es fiel después de la tentación coronando
nuestras victorias: seámosle fieles por nuestra parte, combatiendo con valor y
atribuyéndole la gloria del combate; pero para experimentar el auxilio de la
gracia, que Dios no niega jamás a nadie, no nos expongamos temerariamente a la tentación.
El Evangelio de la Misa de este día está
tomado del capítulo VIII de san Lucas. Habiendo llegado el Salvador a la orilla
del lago de Genesaret, que se llamaba el mar de Galilea, se reunió
inmediatamente alrededor de Él una gran multitud que venía de todas las
poblaciones vecinas, de tal modo que se vio precisado a entrar en una barca que
estaba bogando, y habiéndose sentado en ella, comenzó a instruir a aquella
muchedumbre de oyentes esparcidos por la ribera. Su modo de enseñarles, como ya
se ha dicho, era el proponerles parábolas tan agradables como útiles; y por
medio de estas comparaciones familiares les representaba como en un cuadro las
diversas disposiciones y los estados diferentes de las almas, de una manera tan
inteligible aun a los entendimientos más groseros, que cada uno comprendía lo
que quería enseñarles. He aquí la primera parábola que propuso:
Salió el que
siembra para sembrar su grano en la tierra; mas habiendo caído una parte de la
semilla en el camino real, luego la pisaron los viajeros, o se la comieron los
pájaros. Otra habiendo caído en un paraje muy pedregoso, en donde el grano
tenía poca tierra, creció inmediatamente, pero sin haber profundizado; mas
apenas salió el sol, el bochorno abrasó la yerba, y la secó por falta de
raíces. Otra parte cayó en un sitio lleno de espinas, y habiendo crecido las
espinas, la sofocaron; por fin, habiendo caído el resto de la semilla en buena
tierra, echó raíces el grano, arrojó y produjo tan buenas espigas y tan llenas,
que algunas dieron ciento por uno, otras sesenta, y otras treinta.
Después de esto,
alzando más la voz para llamar la atención de sus oyentes y hacerles notar
estas últimas palabras, que concluían la parábola y contenían el sentido de
ella: Hablo a todos, les dice, pero principalmente a aquellos a quienes el
Espíritu Santo abre los oídos del corazón, para entender lo que digo, y
penetrar su misterio. Esto dio ocasión a los discípulos cuando estuvieron solos
con el Salvador para preguntarle por qué, cuando hablaba al pueblo, se servía
de parábolas. Para que este pueblo grosero, les respondió, y poco dócil, pueda
comprender mejor unas verdades y una moral que mira como extraña, y que son
superiores al alcance de su entendimiento. Porque el don de entendimiento,
añadió, no es dado a todos; yo os lo he dado a vosotros con preferencia a
muchos otros, porque os he elegido para instruir a todo el mundo, para llevar
las luces de la fe, y para predicar mi Evangelio a todo el universo. Los
conocimientos puros y perfectos se comunican solo a las almas dóciles que
desean verdaderamente ser instruidas, y que están siempre prontas a escuchar a
Dios, y aprovecharse de todas las luces que reciben. Solamente a estas almas así
dispuestas, a estas almas puras, como lo sois vosotros, es a quienes es dado el
penetrar las verdades de la fe y las máximas de la nueva ley. Además, si yo
hablo en figuras a este pueblo, añadió, es a causa del abuso voluntario que
hace de las gracias y de los beneficios de Dios, pues que oyendo todos los días
mis instrucciones no se hacen mejores ni más dóciles. Se contentan con
escucharme; pero sin fatigarse por poner en práctica lo que oyen: y a fin de
que sean menos excusables y puedan retener mejor al menos las verdades que les
enseño, me sirvo de comparaciones las más sensibles. Mas su indocilidad con
todo esto verifica lo que ha dicho el profeta Isaías: oiréis con vuestros
oídos, y no oiréis; veréis con vuestros ojos, y no veréis, puesto que después de
haber oído no han hecho nada de lo que les he enseñado. Por lo que hace a
vosotros, dad gracias a Dios porque se os ha dado a conocer el Reino de Dios,
es decir, todo el fondo de la doctrina evangélica: a vosotros, digo, que abrís
los ojos a la luz, y ansiáis el ser instruidos; pero por lo que hace a aquellos
que miran la verdad con indiferencia, la tienen delante de los ojos sin
conocerla, la oyen sin comprenderla.
Por más fácil
que fuese esta parábola, todavía se dignó el Salvador explicarles el sentido
moral de ella: la semilla es la Palabra de Dios; el grano es excelente, pero
encuentra muy poca buena tierra. Los unos escuchan la Palabra de Dios con un
espíritu disipado, con un corazón abierto, como un camino real a todo género de
objetos, donde continuamente se admiten los vanos fantasmas del mundo. El demonio
que los observa, y que procura prevalerse de su mala disposición, arrebata también
con facilidad de su corazón la divina semilla, como los pájaros se llevan el
grano que se encuentra en los caminos. Hay otros oyentes un poco más atentos;
pero cuyo corazón es semejante a las tierras pedregosas en donde el trigo no
puede echar raíz. Otros hay que no se hacen del todo sordos a la Palabra de
Dios; ella les entra por el oído, y aun hasta el corazón; pero es muy pronto
sofocada en él por los cuidados punzantes de los bienes creados, por los
incentivos del deleite, y por las espinas inseparables del amor, del placer y
de las riquezas. En fin, hay almas puras, fervorosas y bien dispuestas que,
semejantes a las tierras fértiles, jamás reciben en vano la Palabra de Dios. Brota
inmediatamente, y produce en ellas una cosecha de las más abundantes. No solo
se entiende en esta semilla divina la Palabra de Dios que nos anuncian sus
ministros; también se entiende aquella Palabra de Dios interior, la gracia, que
es la única que puede dar eficacia a la palabra exterior. Recibamos esta
preciosa semilla con un corazón recto y bien dispuesto, con un deseo ardiente y
eficaz de ponerla en práctica; seguramente ella producirá fruto céntuplo. Conservemos
esta divina semilla, no dejemos a los pájaros que nos la roben, esto es,
estemos alerta contra las astucias y los esfuerzos del demonio, contra los asaltos
impetuosos de las pasiones, contra la sedición de nuestro propio corazón,
contra la violencia de las persecuciones, contra los artificios de nuestro amor
propio. Seamos fieles en seguir las santas inspiraciones, generosos para poner
en práctica lo que Dios nos dice y nos manda; suframos con paciencia las
contradicciones, y esperemos tranquilos el tiempo de la recolección.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.157-164)
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