INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA
Cum dilexisset suos qui erant in mundo, in finem
dilexit eos
“Como (Jesús) hubiese amado a los suyos que
vivían en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1)
¡Cuán
bueno es nuestro Señor y cuán amante! No le satisface el haberse hecho nuestro
hermano por la encarnación, nuestro salvador por su pasión, ni el haberse
entregado por nosotros; quiere llevar su amor hasta hacerse nuestro Sacramento
de vida.
¡Con
qué júbilo preparó este don supremo de su dilección!
¡Qué
complacencia la suya al instituir la sagrada Eucaristía y legárnosla como un
testamento!
Consideremos
la sabiduría infinita de Dios en la preparación de la Eucaristía y adoremos su
omnipotencia divina, que en este acto de amor llegó a agotarse.
I
Jesús
revela la Eucaristía con mucho tiempo de anticipación.
Nace
en Belén, que es llamada casa del pan, domus
panis. Le recuestan sobre unas pajuelas que parecen sostener entonces la
espiga del verdadero trigo.
En
Caná de Galilea y en el desierto, cuando multiplica los panes, Jesús da a
conocer y promete la Eucaristía. No cabe duda que es ésta una promesa formal y
pública.
Después
afirma con juramento que dará a comer su carne y su sangre a beber.
Esta
es la preparación remota. Mas se acerca el momento de la preparación próxima de
la Eucaristía. Llegado a este punto, Jesús quiere prepararlo todo por sí mismo,
pues el amor no sabe delegar en nadie el cumplimiento de sus deberes, sino que
lo hace todo por sí mismo, siendo ésta su gloria.
Por
eso Jesús mismo designó la ciudad: Jerusalén, lugar de los sacrificios de la
antigua ley. Él señala el local: el cenáculo. Él elige los ministros que le han
de ayudar en esta obra: Pedro y Juan; Pedro, el discípulo de la fe; Juan, el
discípulo del amor. Él fija hasta la misma hora, esto es, la última de que
podrá disponer libremente.
Llega,
por fin, Jesús de Betania y se dirige al cenáculo. Viene alegre y aligera el paso,
como si le faltase tiempo y temiese llegar tarde. El amor vuela cuando va al
sacrificio.
II
Ha
llegado el momento supremo de la institución del augusto Sacramento. ¡Qué
momento éste! Es la hora del amor. La Pascua mosaica va a terminar. El Cordero
verdadero va a sustituir al que sólo era figura. En lugar del maná del desierto
se recibirá en adelante el pan de vida, el pan bajado del cielo. Todo está a
punto. Jesús acaba de lavar los pies a sus apóstoles, quedando purificados.
Jesús se sienta modestamente a la mesa... Conviene comer la nueva Pascua
sentado, es decir, en el reposo de Dios.
Reina
un profundo silencio. Los apóstoles, puestos los ojos en el Maestro, quedan
ensimismados. Jesús se concentra en sí mismo: levanta los ojos al cielo; da
gracias al Padre por haber llegado esta hora tan deseada; extiende su mano;
bendice el pan, y... mientras los apóstoles, penetrados de un profundo respeto,
no se atreven a preguntar la significación de aquellos misteriosos signos,
Jesús pronuncia estas palabras estupendas, tan poderosas como la palabra
creadora de Dios: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, esto es mi
sangre”.
Ya
se consumó el gran misterio de amor. Jesús ha cumplido lo que había prometido.
Nada le queda por dar, mejor dicho, sólo le queda por dar su vida mortal en la
cruz, y así lo hará, resucitando luego para poder hacerse nuestra Hostia
perpetua. Hostia de propiciación, de comunión y de adoración.
El
cielo todo contempla atónito la obra de Jesús. La santísima Trinidad ha puesto
en este misterio todas sus complacencias. Los ángeles, arrobados en éxtasis, lo
adoran. El infierno... ruge furioso con hórridos estremecimientos de satánica
rabia.
¡Sí,
Jesús mío! ... Todo está consumado; ya no tienes nada más que dar al hombre
para demostrarle tu amor. Ya puedes morir, pues ni aun después de la muerte te
apartarás de nosotros; el amor te ha dejado para siempre en la tierra. Vuélvete
al cielo de tu gloria, la Eucaristía será el cielo de tu amor.
¡Oh,
cenáculo!, ¿dónde estás? ¡Oh sagrada mesa donde fue colocado el cuerpo sagrado
de Jesucristo! ¡Oh fuego divino encendido por Jesús sobre el monte Sión, arde y
extiende tu llama y abrasa todo el mundo!
¡Oh
Padre celestial! En adelante los hombres pueden estar seguros de vuestro amor,
poseyendo como poseen para siempre a Jesucristo. Ya no habrá tempestades que
asuelen la tierra, ni se verá ésta anegada por más diluvios, pues la Eucaristía
es nuestro arco iris. Amaréis a los hombres, puesto que Jesucristo, vuestro
divino Hijo, tanto los ama. A la verdad, ¡cuánto nos ha amado el buen Salvador!
¿No
será bastante para merecer nuestra correspondencia? ¿Qué más hace falta para
que nos decidamos a consagrarle nuestra vida y todos los afectos de nuestro
corazón?
¿Tenemos
algo más que desear? ¿Exigiremos nuevas pruebas del amor de Jesús?
¡Ay,
que si el amor de Jesús en el santísimo Sacramento no cautiva el corazón,
Jesucristo queda vencido, supera nuestra ingratitud a su bondad, y nuestra
malicia es más poderosa que su inmensa caridad! ¡No, no, Salvador mío, no ha de
ser así; tu caridad me apremia, me acosa y me subyuga!
¡Quiero
consagrarme al servicio y a la gloria de tu augusto Sacramento! ¡Quiero, a
fuerza de amor, hacerte olvidar mi pasada ingratitud y, a fuerza de abnegación,
conseguir que me perdones el haber vivido tanto tiempo sin amarte!
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