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domingo, 16 de febrero de 2014

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA. LA PARÁBOLA DE LOS TRABAJADORES DE LA VIÑA.

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA. D2cl. – MORADO



Salmos 17, 5, 6 y 7
Primera Epístola de San Pablo a los Corintios 9, 24-27
San Mateo 20, 1-16

Se llama domingo de Septuagésima el primero de los tres que preceden al primer domingo de Cuaresma, en cuyo tiempo comenzaba está en lo antiguo, y en el cual principia la Iglesia a prepararse por la penitencia para celebrar con fruto la fiesta de la Resurrección.

El sabio Alcuino, tan célebre desde el tiempo de Carlomagno, pregunta por qué se da el nombre de Septuagésima a este domingo tan privilegiado; porque al fin, dice, aunque la autoridad de la Iglesia Romana debe ser suficiente para establecer un uso en materia de religión, sin embargo nunca la Iglesia ha establecido semejantes usos sin razón para ello. Y el mismo Doctor responde, que una de las razones del establecimiento de estas tres semanas de penitencia que preceden a la Cuaresma, es que antiguamente, en aquellos lugares donde no se ayunaba los seis días de cada semana de Cuaresma, se procuraban tomar los días que faltan al número de los cuarenta de las semanas precedentes, para ayunar y cumplir así el número de los cuarenta ayunos prescritos. La Quincuagésima era por causa de los que no ayunaba el Jueves Santo, en razón de los grandes misterios que en él se obran, ni el Sábado Santo, atendiendo a la alegría de la fiesta de Pascua, cuya solemnidad comienza desde la víspera; y estos dos días se reemplazaban por el ayuno del lunes y del martes que seguían al domingo de la Quincuagésima. La Sexagésima era para aquellos que, según el uso de su Iglesia, no ayunaban los jueves de Cuaresma a causa de que Jesucristo había instituido la Eucaristía, y subido al cielo en este día, de donde viene que el papa Melquíades prohibió ayunar el jueves en memoria de estos dos grandes misterios. Como desde la Sexagésima hasta Pascua hay ocho semanas, si se quitan los domingos y los jueves, quedan cuarenta días de ayuno completos. En fin, la Septuagésima era para aquellos que no ayunaban en Cuaresma ni los jueves ni los sábados. Más aun cuando comenzasen a ayunar desde el lunes de esta semana, no salen más que treinta y seis ayunos en su cuaresma, que ellos consideraban solamente como un diezmo del año que ofrecían a Dios.

Como el día de Pascua es la regla de todas las fiestas móviles en todo el curso del año, la Septuagésima es el primer término de las que la preceden; y a ella ha fijado la Iglesia el principio de las lecturas que hace de la Escritura Santa en sus oficios nocturnos. Por lo que hace al nombre de Septuagésima que se ha dado a este domingo, tomándolo literalmente, parece que deba indicar una época de setenta días; y así es como pretenden explicarle la mayor parte de los autores litúrgicos. Los unos han creído que el decirse Septuagésima no era más que porque es el séptimo domingo antes del de Pasión, como se llaman Sexagésima, Quincuagésima y Cuadragésima los tres domingos siguientes, que son el sexto, quinto y cuarto antes del mismo domingo. Otros quieren que el nombre de Septuagésima signifique los setenta días que hay desde el domingo hasta la víspera de Cuasimodo, esto es, el sábado antes del domingo de Cuasimodo, no considerándose la octava de Pascua, según el espíritu y el rito de la Iglesia, más que como el mismo día, y esta es la opinión del célebre Alcuino en su carta a Carlomagno. Y así como al primer domingo de Cuaresma se le ha dado el nombre de Cuadragésima, a causa de los cuarenta días de ayuno prescritos en este santo tiempo, añade el mismo autor, y el de Quincuagésima al domingo precedente, porque efectivamente hay cincuenta días desde el domingo hasta Pascua; del mismo modo, dice él, se ha llamado Sexagésima al domingo que precede, a causa de los sesenta días que hay hasta el miércoles de la semana de Pascua, que es el medio entre la fiesta de Pascua y Cuasimodo. Pero sin ir a buscar tanto misterio donde tal vez no hay ninguno, se puede decir que como el primer domingo de Cuaresma o de los cuarenta días de ayuno se llama Cuadragésima en el lenguaje de la Iglesia, cuando se ha subido retrogradando hasta los tres domingos precedentes, cuyas semanas sirven de preparación a la Cuaresma, se ha querido guardar el orden de los números por decenas, y se ha llamado Quincuagésima al domingo que precede al primero de la Cuaresma, y Sexagésima y Septuagésima los dos domingos precedentes.

Lo que hay de cierto en la institución de esta anticipación del santo tiempo de Cuaresma, es que la Iglesia ha pretendido en estas tres semanas que preceden al tiempo solemne de penitencia conducir a sus hijos para que les sea saludable, preparándose para ella por el recogimiento, por los ejercicios de caridad, por la frecuencia de Sacramentos y por oración. Nadie ignora que lo que se hace en estado de pecado mortal es perdido para siempre; a fin, pues, de que el ayuno, la abstinencia y toda penitencia sea meritoria, como que debe ser hecha en estado de gracia, la Iglesia, que nada desea tanto como la salud y la perfección de los fieles, ha consagrado a los ejercicios de piedad los tres domingos que preceden a esta penosa carrera, con el objetivo de que les sea más saludable. El sabio Teodulfo, obispo de Orleans en el siglo VIII, explicando en su carta pastoral a sus curas cuáles eran los deberes de los fieles durante el santo tiempo de Cuaresma, dice que uno de los principales es confesarse en las semanas que preceden a este santo tiempo; y a fin de que la penitencia sea saludable, debe prevenirse por la reconciliación con sus enemigos, poniendo término a todo proceso y diferencia con cualquiera.

Esto es lo que ha movido a muchas personas piadosas, y singularmente a muchos religiosos, según Pedro de Blois, a comenzar en la Septuagésima el tiempo de penitencia, y aun empezando el ayuno y redoblando los ejercicios de la mortificación desde este día. Es innegable que la intención de la Iglesia es el inspirar a todos los fieles el espíritu de penitencia y de mortificación, sobre todo desde la Septuagésima, en que se cesa de cantar el Alleluia, hasta Pascua; suspendiendo todo cántico de alegría, y no permitiéndose más que el luto de la penitencia. Este espíritu de la Iglesia es el que ha movido al demonio, siempre opuesto al espíritu de Jesucristo, a introducir en el mundo usos y costumbres profanas enteramente contrarias. Para impedir esta preparación a la penitencia cuadragesimal, y sirviéndose de esta misma penitencia, ha introducido el demonio el Carnaval, y ha convertido un tiempo tan santo en días de disoluciones y desórdenes. Cuanto más se acerca el santo tiempo de Cuaresma, más debe emplearse en la devoción, conforme a la intención de la Iglesia; pero en el día, cuanto más se aproxima este santo tiempo, más se abandonan las gentes a diversiones profanas y a disoluciones enteramente paganas. La Septuagésima, esta primera época de los días de penitencia, ha llegado a ser, por decirlo así, como el anuncio de las más licenciosas partidas de placer: bien puede la Iglesia en los oficios de este tiempo deshacerse en llantos y en clamores de penitencia: se la deja gemir sin alterarse, y se entregan las gentes más a los regocijos y a las fiestas mundanas. El espíritu del mundo ha prevalecido; sus perniciosas máximas tiene hoy fuerza de ley; el uso parece haber prescrito. Pero al fin el espíritu de Jesucristo y de la Iglesia no se desmiente. Puede muy bien toda carne haber corrompido sus caminos; mas la Septuagésima viene todos los años a predicarnos la necesidad indispensable de la penitencia: ¡desgraciados aquellos que hacen de ella la época de sus placeres criminales y de su condenación!

Toda la Epístola que la Iglesia hace leer en la Misa de este día es la más propia para desengañar a los cristianos, con respecto a los placeres tan poco cristianos, a las comidas suntuosas, a las glotonerías, que el espíritu del mundo opone en este tiempo escandaloso del Carnaval al espíritu de penitencia a que nos convida la Septuagésima. Está tomada del capítulo IX de la primera carta de san Pablo a los corintios, en la que el santo Apóstol exhorta a los fieles a la mortificación y a la penitencia, y se sirve para ello del ejemplo de aquellos que para correr en la lid y ejercitarse en la lucha llevan una vida tan austera, y esto para conseguir una corona que se marchita en el mismo día; se sirve, digo, de este ejemplo para animar a los cristianos a mortificarse y domar su cuerpo con el castigo para obtener una recompensa eterna.

Vosotros sabéis, les dice, la vida austera y mortificada que llevan los que combaten en los juegos públicos: ellos se abstienen de todo: se privan de los placeres, de los manjares más delicados; ninguna vida más frugal, y aún más dura que la suya; y esto para conseguir un premio de muy pequeño valor, una corona de laurel, de olivo o de encina, mientras que los cristianos prefieren a una corona de gloria eterna unos placeres empapados en muchas amarguras, y que ni aun duran más que algunos momentos.

San Pablo, para confundir a los cristianos flojos, les propone por modelos a los atletas, esto es, a los que combatían en los juegos públicos. Entre los cuatro famosos juegos de la Grecia, había los que se llamaban ístmicos, así llamados del istmo o lengua de tierra que unía el Peloponeso al resto de la Grecia. Como estos juegos se celebraban cerca de Corinto, el Apóstol habla de ellos como de una cosa conocida de todos los corintios. Estos combates eran de cinco especies, el de la carrera, del que habla aquí el Apóstol; los de la lucha y del pugilato, a los cuales hace alusión en seguida; y los del salto y del disco, o tiro del tejo. Los atletas, que se ejercitaban en los combates, se abstenían de todo lo que podía disminuir sus fuerzas, o hacerles menos ágiles. Guardaban continencia, observaban un régimen de vida muy frugal, y muy propio para endurecer y fortificar el cuerpo. Comían poco, y no se alimentaban más que con viandas muy comunes. No usaban el vino, dormían poco, y huían de toda delicadeza. Nada abrevia tanto la vida, ni consume tanto la salud como el uso de los placeres y la glotonería. Esto es lo que ha hecho decir a los antiguos que el verdadero medio de vivir sanos, vivir largo tiempo, y hacerse muy robustos, es vivir con régimen, en una exacta templanza, alejado de los placeres, en un trabajo moderado, en el ejercicio del cuerpo, y llevar constantemente una vida frugal. Todos corrían a un mismo tiempo, pero uno solo llevaba el premio; y este premio, que se sabía bien que solo podía conseguir uno, no era más que una corona tejida de ramas de algunos árboles, o de algunas plantas, como de olivo, de mirto, de encina, de laurel o de apio, que es una especie de perejil que se cría en las huertas, y que tiene al fin de sus vástagos flores blancas o amarillas. Nada era, en efecto, más corruptible que las coronas que constituían toda la gloria y el premio de estos penosos combates. Por lo que hace a mí, dice el Apóstol, yo corro no como a la ventura, sino como a una victoria cierta, y por una corona que pueden conseguirla muchos al mismo tiempo, sin que por esta multiplicidad de vencedores pueda disminuirse la recompensa. Yo combato, no como quien azota al aire, dice, sino que castigo mi cuerpo por la penitencia, lleno de confianza de que no me mortifico en vano. Aquí el Apóstol, como aparece por el texto griego, alude al combate de los atletas llamado pugilos, en el que se agitaban ellos mismos para desentorpecerse, removían los brazos con furor, y azotaban al aire, antes de llegar seriamente a las manos los unos contra los otros, cuando armados de manoplas guarnecidas de hierro y de plomo, se herían y magullaban el cuerpo a grandes puñadas, hasta que uno de los dos quedase aterrado, y cayese bajo los pies de su antagonista. A esto hace también alusión el Apóstol, diciendo que castiga su cuerpo, es decir, que le trata con dureza, que le tiene en sujeción y como en esclavitud. La palabra griega que corresponde a castigo expresa la acción de los atletas que se magullaban el rostro a puñadas. Ahora bien, si tanto se hace por una recompensa tan diminuta, por una gloria tan imaginaria; si los paganos, nacidos y criados en la licencia y en la corrupción de costumbres, y aunque se diga en la esclavitud de las pasiones, llegan hasta el punto de abstenerse de todos los placeres, y aun puede añadirse de todas las dulzuras de la vida; ¿qué excusa tendrán los cristianos que se entregan en estos días a tan escandalosos excesos? La cercanía de los ayunos prescritos, el Carnaval, ¿dan derecho a la disolución? ¿dispensan de la penitencia? La condición tan augusta y tan santa de cristiano, la cualidad de nación santa, pueblo amado de Dios, raza escogida y privilegiada, ¿bastará para salvarnos? San Pablo previene en esta Epístola contra esta falsa confianza: vosotros no ignoráis, continúa el mismo Apóstol, que nuestros padres han estado todos bajo la nube, y que todos han pasado el mar Rojo; que todos han sido bautizados por el ministerio de Moisés en la nube y en el mar; que todos han comido la misma vianda misteriosa; y todos estos beneficios, todas estas maravillas obradas en su favor, no han impedido que la mayor parte de ellos hayan perecido en el desierto por haber desagradado a Dios despreciando sus preceptos. Hermanos míos, añade, todas estas cosas han sido figuradas con respecto a nosotros, a fin de que no nos inclinemos al mal, y que nos aprovechemos de sus ejemplos; y concluye que aquel que cree mantenerse firme, mire no caiga. ¿Queremos nosotros asegurar nuestra salvación? Sigamos el espíritu y las máximas de la Iglesia.

Bien se ve que san Pablo no pretende hablar aquí del Bautismo propiamente dicho; solo quiere dar a entender que lo que pasó entonces era la figura del Bautismo de la ley nueva. La nube que cubría, y que conducía a los israelitas durante el día, y les alumbraba durante la noche, es la figura del Espíritu Santo que por su gracia nos protege, nos dirige y nos ilustra. La salida de Egipto, el fin del cautiverio, el paso del mar Rojo, significa la salida del estado del pecado y de servidumbre en que nos tenía el demonio, y nuestra regeneración por las aguas del Bautismo. Moisés, libertador de los israelitas, y mediador entre Dios y su pueblo, es el tipo y la figura de Jesucristo, verdadero libertador del género humano, y mediador por excelencia. El maná que Dios hacía llover caía para todos igualmente. El Apóstol llama a aquel alimento espiritual o misterioso, porque era un símbolo que representaba el cuerpo de Jesucristo, dado a los fieles en el misterio de la Eucaristía. También llama espiritual la bebida de los israelitas, porque era igualmente la figura de la sangre de Jesucristo, ofrecida por todos los hombres sobre la cruz y en el sacrificio de la Misa. Todos saben que de más de seiscientos mil hombres que salieron de Egipto, solo dos, Caleb y Josué, entraron en la tierra prometida; todos los demás perecieron en el desierto.

El Evangelio de la misa de este día está tomado del capítulo XX de san Mateo, en donde propone Jesucristo la parábola de los obreros tomados a jornal para trabajar en la viña, a los últimos de los cuales se les da el mismo salario que a los primeros. Queriendo el Salvador darnos una idea justa de toda la economía de la gracia y de la salud, se sirve de esta parábola para explicarnos todo este misterio. Figuraos, dice, a un padre de familias que queriendo dar cultivo a su viña, sale muy de mañana, va a la plaza y ajusta jornaleros, a quienes envía allá desde el principio del día, prometiendo a cada uno de ellos un denario de plata por su jornal. Hacia la hora nona, queriendo multiplicar los obreros para acelerar el trabajo, envía otros, diciéndoles que vayan a trabajar a su viña por el mismo precio. No pareciéndole suficiente este número, vuelve a la plaza tres horas después, y con las mismas condiciones envía otra nueva porción de ellos. En fin, la impaciencia que tiene de ver cultivada toda su viña es tan grande, que sale aun a la tarde, y sin considerar que no quedan más que dos o tres horas de día, habiendo encontrado gentes ociosas, ¿por qué, les dice, estáis aquí todo el día sin hacer nada? Porque nadie nos ha empleado, le responden; pues bien, les dice, id también a trabajar a mi viña. Es claro que el trabajo de todos estos viñadores no fue igual; trabajaron mucho menos los unos que los otros, y sin embargo todos recibieron la misma paga. A la tarde, dice el Evangelio, dijo el Señor a su mayordomo: Haz venir a los obreros, y págales comenzando desde los últimos hasta los primeros. Creyeron estos que, habiendo venido al trabajo antes que los otros, se les daría alguna cosa más; pero engañados en su esperanza, no pudieron menos de dar a conocer su sentimiento: estos hombres, decían, han venido después que nosotros, no han trabajado más que una hora, y nosotros hemos trabajado todo el día: ellos han venido a la tarde cuando ya refrescaba, y nosotros hemos sufrido todo el calor del mediodía; ellos no han hecho más que presentarse, y nosotros hemos trabajado y sudado doce horas. ¿Qué proporción, pues, hay entre su trabajo y el nuestro? Y ¿sin embargo les dais tanto como a nosotros? Amigo mío, responde el padre de familias, no te hago ningún agravio; el denario de plata que se te da, es cuanto se te debe por tu jornal: ¿no hemos quedado convenidos en esto? Si yo quiero dar a estos últimos tanto como a ti, ¿es hacerte a ti injusticia el hacer yo con ellos lo que me agrade? ¿no soy yo dueño de mis bienes? Y ¿no me es permitido disponer de ellos a mi gusto? ¿Has de mirar con ojos malignos y celosos la ventaja de tu prójimo, como si te robase lo que se le da, y tu malicia ha de impedirme a mí el ser bueno? Así sucederá, concluye el Salvador, que muchos que hubieren venido los últimos, ocuparán los primeros puestos, porque son muchos los llamados y pocos los elegidos. No hay cosa más clara que el sentido de esta parábola.

Este padre de familias es Dios, quien en el momento que tenemos uso de razón nos convida como desde el principio del día a trabajar en su viña, esto es, a cultivar nuestra alma por el ejercicio de las virtudes. Se concierta con nosotros en el salario, es decir, en darnos su gloria al fin de la vida, que no es más que un día en comparación de la eternidad. Pocos son tan dichosos que trabajen por su salvación tan pronto como pueden hacerlo: no hay edad en la que no deba trabajarse por la salvación. El Salvador, que quiere la salvación de todos los hombres, se ha dignado reanimar la confianza de los más grandes pecadores, y hasta de aquellos que habiendo pasado toda su vida, no solo en el olvido de Dios, sino aun en los mayores desarreglos, se encuentran en la última hora. Esta parábola les demuestra que jamás debe desesperarse de la misericordia de Dios, aun cuando se haya envejecido en el pecado, con tal que se convierta de veras a Dios, por más tarde que se convierta. A la verdad, son raras las conversiones al fin de la vida, y serían aun inciertas, por no decir falsas, si se perseverase en el crimen, en la presuntuosa esperanza de convertirse en sus últimos momentos; pero se llega al fin de la vida, y se está todavía a tiempo de recibir la recompensa, con tal que se trabaje seriamente y con fervor durante la última hora. Dios no mira tanto el trabajo que se hace como el fervor con que se trabaja. Los que solo habían trabajado en la última hora fueron recompensados tan liberalmente como los que habían trabajado todo el día.

Muchos sabios intérpretes, entre otros Orígenes, san Hilario y san Gregorio, dicen que el Salvador habla también aquí de la vocación y de la predestinación al Evangelio. Que esta última hora puede significar la venida del Mesías, y que los gentiles convertidos a la fe serán tan liberalmente recompensados como los judíos más santos en la antigua ley, aunque estos hayan sido llamados desde la primera hora. Debe también tenerse entendido que el denario de plata equivalía a diez sueldos de nuestra moneda, y esto era lo que ganaba ordinariamente un hombre de jornal.

FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.142-150)

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