DOMINGO DE
SEPTUAGÉSIMA. D2cl. – MORADO
Salmos 17, 5, 6 y 7
Primera
Epístola de San Pablo a los Corintios 9, 24-27
San
Mateo 20, 1-16
Se llama domingo
de Septuagésima el primero de los tres que preceden al primer domingo de
Cuaresma, en cuyo tiempo comenzaba está en lo antiguo, y en el cual principia
la Iglesia a prepararse por la penitencia para celebrar con fruto la fiesta de
la Resurrección.
El sabio
Alcuino, tan célebre desde el tiempo de Carlomagno, pregunta por qué se da el
nombre de Septuagésima a este domingo tan privilegiado; porque al fin, dice,
aunque la autoridad de la Iglesia Romana debe ser suficiente para establecer un
uso en materia de religión, sin embargo nunca la Iglesia ha establecido
semejantes usos sin razón para ello. Y el mismo Doctor responde, que una de las
razones del establecimiento de estas tres semanas de penitencia que preceden a
la Cuaresma, es que antiguamente, en aquellos lugares donde no se ayunaba los
seis días de cada semana de Cuaresma, se procuraban tomar los días que faltan
al número de los cuarenta de las semanas precedentes, para ayunar y cumplir así
el número de los cuarenta ayunos prescritos. La Quincuagésima era por causa de
los que no ayunaba el Jueves Santo, en razón de los grandes misterios que en él
se obran, ni el Sábado Santo, atendiendo a la alegría de la fiesta de Pascua,
cuya solemnidad comienza desde la víspera; y estos dos días se reemplazaban por
el ayuno del lunes y del martes que seguían al domingo de la Quincuagésima. La Sexagésima
era para aquellos que, según el uso de su Iglesia, no ayunaban los jueves de
Cuaresma a causa de que Jesucristo había instituido la Eucaristía, y subido al
cielo en este día, de donde viene que el papa Melquíades prohibió ayunar el
jueves en memoria de estos dos grandes misterios. Como desde la Sexagésima
hasta Pascua hay ocho semanas, si se quitan los domingos y los jueves, quedan
cuarenta días de ayuno completos. En fin, la Septuagésima era para aquellos que
no ayunaban en Cuaresma ni los jueves ni los sábados. Más aun cuando comenzasen
a ayunar desde el lunes de esta semana, no salen más que treinta y seis ayunos
en su cuaresma, que ellos consideraban solamente como un diezmo del año que
ofrecían a Dios.
Como el día de
Pascua es la regla de todas las fiestas móviles en todo el curso del año, la
Septuagésima es el primer término de las que la preceden; y a ella ha fijado la
Iglesia el principio de las lecturas que hace de la Escritura Santa en sus
oficios nocturnos. Por lo que hace al nombre de Septuagésima que se ha dado a
este domingo, tomándolo literalmente, parece que deba indicar una época de
setenta días; y así es como pretenden explicarle la mayor parte de los autores
litúrgicos. Los unos han creído que el decirse Septuagésima no era más que
porque es el séptimo domingo antes del de Pasión, como se llaman Sexagésima,
Quincuagésima y Cuadragésima los tres domingos siguientes, que son el sexto,
quinto y cuarto antes del mismo domingo. Otros quieren que el nombre de
Septuagésima signifique los setenta días que hay desde el domingo hasta la
víspera de Cuasimodo, esto es, el sábado antes del domingo de Cuasimodo, no
considerándose la octava de Pascua, según el espíritu y el rito de la Iglesia, más
que como el mismo día, y esta es la opinión del célebre Alcuino en su carta a
Carlomagno. Y así como al primer domingo de Cuaresma se le ha dado el nombre de
Cuadragésima, a causa de los cuarenta días de ayuno prescritos en este santo
tiempo, añade el mismo autor, y el de Quincuagésima al domingo precedente,
porque efectivamente hay cincuenta días desde el domingo hasta Pascua; del
mismo modo, dice él, se ha llamado Sexagésima al domingo que precede, a causa
de los sesenta días que hay hasta el miércoles de la semana de Pascua, que es
el medio entre la fiesta de Pascua y Cuasimodo. Pero sin ir a buscar tanto
misterio donde tal vez no hay ninguno, se puede decir que como el primer
domingo de Cuaresma o de los cuarenta días de ayuno se llama Cuadragésima en el
lenguaje de la Iglesia, cuando se ha subido retrogradando hasta los tres domingos
precedentes, cuyas semanas sirven de preparación a la Cuaresma, se ha querido
guardar el orden de los números por decenas, y se ha llamado Quincuagésima al
domingo que precede al primero de la Cuaresma, y Sexagésima y Septuagésima los
dos domingos precedentes.
Lo que hay de
cierto en la institución de esta anticipación del santo tiempo de Cuaresma, es
que la Iglesia ha pretendido en estas tres semanas que preceden al tiempo
solemne de penitencia conducir a sus hijos para que les sea saludable, preparándose
para ella por el recogimiento, por los ejercicios de caridad, por la frecuencia
de Sacramentos y por oración. Nadie ignora que lo que se hace en estado de
pecado mortal es perdido para siempre; a fin, pues, de que el ayuno, la
abstinencia y toda penitencia sea meritoria, como que debe ser hecha en estado
de gracia, la Iglesia, que nada desea tanto como la salud y la perfección de
los fieles, ha consagrado a los ejercicios de piedad los tres domingos que
preceden a esta penosa carrera, con el objetivo de que les sea más saludable. El
sabio Teodulfo, obispo de Orleans en el siglo VIII, explicando en su carta
pastoral a sus curas cuáles eran los deberes de los fieles durante el santo
tiempo de Cuaresma, dice que uno de los principales es confesarse en las
semanas que preceden a este santo tiempo; y a fin de que la penitencia sea
saludable, debe prevenirse por la reconciliación con sus enemigos, poniendo
término a todo proceso y diferencia con cualquiera.
Esto es lo que
ha movido a muchas personas piadosas, y singularmente a muchos religiosos,
según Pedro de Blois, a comenzar en la Septuagésima el tiempo de penitencia, y
aun empezando el ayuno y redoblando los ejercicios de la mortificación desde
este día. Es innegable que la intención de la Iglesia es el inspirar a todos
los fieles el espíritu de penitencia y de mortificación, sobre todo desde la
Septuagésima, en que se cesa de cantar el Alleluia,
hasta Pascua; suspendiendo todo cántico de alegría, y no permitiéndose más que
el luto de la penitencia. Este espíritu de la Iglesia es el que ha movido al
demonio, siempre opuesto al espíritu de Jesucristo, a introducir en el mundo
usos y costumbres profanas enteramente contrarias. Para impedir esta
preparación a la penitencia cuadragesimal, y sirviéndose de esta misma
penitencia, ha introducido el demonio el Carnaval, y ha convertido un tiempo
tan santo en días de disoluciones y desórdenes. Cuanto más se acerca el santo
tiempo de Cuaresma, más debe emplearse en la devoción, conforme a la intención de
la Iglesia; pero en el día, cuanto más se aproxima este santo tiempo, más se
abandonan las gentes a diversiones profanas y a disoluciones enteramente
paganas. La Septuagésima, esta primera época de los días de penitencia, ha
llegado a ser, por decirlo así, como el anuncio de las más licenciosas partidas
de placer: bien puede la Iglesia en los oficios de este tiempo deshacerse en
llantos y en clamores de penitencia: se la deja gemir sin alterarse, y se entregan
las gentes más a los regocijos y a las fiestas mundanas. El espíritu del mundo
ha prevalecido; sus perniciosas máximas tiene hoy fuerza de ley; el uso parece
haber prescrito. Pero al fin el espíritu de Jesucristo y de la Iglesia no se
desmiente. Puede muy bien toda carne haber corrompido sus caminos; mas la
Septuagésima viene todos los años a predicarnos la necesidad indispensable de
la penitencia: ¡desgraciados aquellos que hacen de ella la época de sus
placeres criminales y de su condenación!
Toda la Epístola que la Iglesia hace leer en la
Misa de este día es la más propia para desengañar a los cristianos, con
respecto a los placeres tan poco cristianos, a las comidas suntuosas, a las
glotonerías, que el espíritu del mundo opone en este tiempo escandaloso del
Carnaval al espíritu de penitencia a que nos convida la Septuagésima. Está tomada
del capítulo IX de la primera carta de san Pablo a los corintios, en la que el
santo Apóstol exhorta a los fieles a la mortificación y a la penitencia, y se
sirve para ello del ejemplo de aquellos que para correr en la lid y ejercitarse
en la lucha llevan una vida tan austera, y esto para conseguir una corona que
se marchita en el mismo día; se sirve, digo, de este ejemplo para animar a los
cristianos a mortificarse y domar su cuerpo con el castigo para obtener una
recompensa eterna.
Vosotros sabéis,
les dice, la vida austera y mortificada que llevan los que combaten en los
juegos públicos: ellos se abstienen de todo: se privan de los placeres, de los
manjares más delicados; ninguna vida más frugal, y aún más dura que la suya; y
esto para conseguir un premio de muy pequeño valor, una corona de laurel, de
olivo o de encina, mientras que los cristianos prefieren a una corona de gloria
eterna unos placeres empapados en muchas amarguras, y que ni aun duran más que
algunos momentos.
San Pablo, para
confundir a los cristianos flojos, les propone por modelos a los atletas, esto
es, a los que combatían en los juegos públicos. Entre los cuatro famosos juegos
de la Grecia, había los que se llamaban ístmicos, así llamados del istmo o
lengua de tierra que unía el Peloponeso al resto de la Grecia. Como estos
juegos se celebraban cerca de Corinto, el Apóstol habla de ellos como de una
cosa conocida de todos los corintios. Estos combates eran de cinco especies, el
de la carrera, del que habla aquí el Apóstol; los de la lucha y del pugilato, a
los cuales hace alusión en seguida; y los del salto y del disco, o tiro del
tejo. Los atletas, que se ejercitaban en los combates, se abstenían de todo lo
que podía disminuir sus fuerzas, o hacerles menos ágiles. Guardaban continencia,
observaban un régimen de vida muy frugal, y muy propio para endurecer y
fortificar el cuerpo. Comían poco, y no se alimentaban más que con viandas muy
comunes. No usaban el vino, dormían poco, y huían de toda delicadeza. Nada abrevia
tanto la vida, ni consume tanto la salud como el uso de los placeres y la
glotonería. Esto es lo que ha hecho decir a los antiguos que el verdadero medio
de vivir sanos, vivir largo tiempo, y hacerse muy robustos, es vivir con
régimen, en una exacta templanza, alejado de los placeres, en un trabajo
moderado, en el ejercicio del cuerpo, y llevar constantemente una vida frugal. Todos
corrían a un mismo tiempo, pero uno solo llevaba el premio; y este premio, que
se sabía bien que solo podía conseguir uno, no era más que una corona tejida de
ramas de algunos árboles, o de algunas plantas, como de olivo, de mirto, de
encina, de laurel o de apio, que es una especie de perejil que se cría en las
huertas, y que tiene al fin de sus vástagos flores blancas o amarillas. Nada era,
en efecto, más corruptible que las coronas que constituían toda la gloria y el
premio de estos penosos combates. Por lo
que hace a mí, dice el Apóstol, yo
corro no como a la ventura, sino como a una victoria cierta, y por una
corona que pueden conseguirla muchos al mismo tiempo, sin que por esta
multiplicidad de vencedores pueda disminuirse la recompensa. Yo combato, no
como quien azota al aire, dice, sino que castigo mi cuerpo por la penitencia,
lleno de confianza de que no me mortifico en vano. Aquí el Apóstol, como
aparece por el texto griego, alude al combate de los atletas llamado pugilos, en el que se agitaban ellos
mismos para desentorpecerse, removían los brazos con furor, y azotaban al aire,
antes de llegar seriamente a las manos los unos contra los otros, cuando
armados de manoplas guarnecidas de hierro y de plomo, se herían y magullaban el
cuerpo a grandes puñadas, hasta que uno de los dos quedase aterrado, y cayese
bajo los pies de su antagonista. A esto hace también alusión el Apóstol,
diciendo que castiga su cuerpo, es decir, que le trata con dureza, que le tiene
en sujeción y como en esclavitud. La palabra griega que corresponde a castigo
expresa la acción de los atletas que se magullaban el rostro a puñadas. Ahora bien,
si tanto se hace por una recompensa tan diminuta, por una gloria tan
imaginaria; si los paganos, nacidos y criados en la licencia y en la corrupción
de costumbres, y aunque se diga en la esclavitud de las pasiones, llegan hasta
el punto de abstenerse de todos los placeres, y aun puede añadirse de todas las
dulzuras de la vida; ¿qué excusa tendrán los cristianos que se entregan en
estos días a tan escandalosos excesos? La cercanía de los ayunos prescritos, el
Carnaval, ¿dan derecho a la disolución? ¿dispensan de la penitencia? La condición
tan augusta y tan santa de cristiano, la cualidad de nación santa, pueblo amado
de Dios, raza escogida y privilegiada, ¿bastará para salvarnos? San Pablo
previene en esta Epístola contra esta falsa confianza: vosotros no ignoráis,
continúa el mismo Apóstol, que nuestros padres han estado todos bajo la nube, y
que todos han pasado el mar Rojo; que todos han sido bautizados por el
ministerio de Moisés en la nube y en el mar; que todos han comido la misma
vianda misteriosa; y todos estos beneficios, todas estas maravillas obradas en
su favor, no han impedido que la mayor parte de ellos hayan perecido en el
desierto por haber desagradado a Dios despreciando sus preceptos. Hermanos
míos, añade, todas estas cosas han sido figuradas con respecto a nosotros, a
fin de que no nos inclinemos al mal, y que nos aprovechemos de sus ejemplos; y
concluye que aquel que cree mantenerse
firme, mire no caiga. ¿Queremos nosotros asegurar nuestra salvación?
Sigamos el espíritu y las máximas de la Iglesia.
Bien se ve que
san Pablo no pretende hablar aquí del Bautismo propiamente dicho; solo quiere
dar a entender que lo que pasó entonces era la figura del Bautismo de la ley
nueva. La nube que cubría, y que conducía a los israelitas durante el día, y
les alumbraba durante la noche, es la figura del Espíritu Santo que por su
gracia nos protege, nos dirige y nos ilustra. La salida de Egipto, el fin del
cautiverio, el paso del mar Rojo, significa la salida del estado del pecado y
de servidumbre en que nos tenía el demonio, y nuestra regeneración por las
aguas del Bautismo. Moisés, libertador de los israelitas, y mediador entre Dios
y su pueblo, es el tipo y la figura de Jesucristo, verdadero libertador del
género humano, y mediador por excelencia. El maná que Dios hacía llover caía
para todos igualmente. El Apóstol llama a aquel alimento espiritual o
misterioso, porque era un símbolo que representaba el cuerpo de Jesucristo,
dado a los fieles en el misterio de la Eucaristía. También llama espiritual la
bebida de los israelitas, porque era igualmente la figura de la sangre de
Jesucristo, ofrecida por todos los hombres sobre la cruz y en el sacrificio de
la Misa. Todos saben que de más de seiscientos mil hombres que salieron de
Egipto, solo dos, Caleb y Josué, entraron en la tierra prometida; todos los
demás perecieron en el desierto.
El Evangelio de la misa de este día está
tomado del capítulo XX de san Mateo, en donde propone Jesucristo la parábola de
los obreros tomados a jornal para trabajar en la viña, a los últimos de los
cuales se les da el mismo salario que a los primeros. Queriendo el Salvador
darnos una idea justa de toda la economía de la gracia y de la salud, se sirve
de esta parábola para explicarnos todo este misterio. Figuraos, dice, a un
padre de familias que queriendo dar cultivo a su viña, sale muy de mañana, va a
la plaza y ajusta jornaleros, a quienes envía allá desde el principio del día,
prometiendo a cada uno de ellos un denario de plata por su jornal. Hacia la
hora nona, queriendo multiplicar los obreros para acelerar el trabajo, envía
otros, diciéndoles que vayan a trabajar a su viña por el mismo precio. No pareciéndole
suficiente este número, vuelve a la plaza tres horas después, y con las mismas
condiciones envía otra nueva porción de ellos. En fin, la impaciencia que tiene
de ver cultivada toda su viña es tan grande, que sale aun a la tarde, y sin
considerar que no quedan más que dos o tres horas de día, habiendo encontrado
gentes ociosas, ¿por qué, les dice, estáis aquí todo el día sin hacer nada? Porque
nadie nos ha empleado, le responden; pues bien, les dice, id también a trabajar
a mi viña. Es claro que el trabajo de todos estos viñadores no fue igual;
trabajaron mucho menos los unos que los otros, y sin embargo todos recibieron
la misma paga. A la tarde, dice el Evangelio, dijo el Señor a su mayordomo: Haz
venir a los obreros, y págales comenzando desde los últimos hasta los primeros.
Creyeron estos que, habiendo venido al trabajo antes que los otros, se les
daría alguna cosa más; pero engañados en su esperanza, no pudieron menos de dar
a conocer su sentimiento: estos hombres, decían, han venido después que nosotros,
no han trabajado más que una hora, y nosotros hemos trabajado todo el día:
ellos han venido a la tarde cuando ya refrescaba, y nosotros hemos sufrido todo
el calor del mediodía; ellos no han hecho más que presentarse, y nosotros hemos
trabajado y sudado doce horas. ¿Qué proporción, pues, hay entre su trabajo y el
nuestro? Y ¿sin embargo les dais tanto como a nosotros? Amigo mío, responde el
padre de familias, no te hago ningún agravio; el denario de plata que se te da,
es cuanto se te debe por tu jornal: ¿no hemos quedado convenidos en esto? Si yo
quiero dar a estos últimos tanto como a ti, ¿es hacerte a ti injusticia el
hacer yo con ellos lo que me agrade? ¿no soy yo dueño de mis bienes? Y ¿no me
es permitido disponer de ellos a mi gusto? ¿Has de mirar con ojos malignos y
celosos la ventaja de tu prójimo, como si te robase lo que se le da, y tu
malicia ha de impedirme a mí el ser bueno? Así sucederá, concluye el Salvador,
que muchos que hubieren venido los últimos, ocuparán los primeros puestos,
porque son muchos los llamados y pocos los elegidos. No hay cosa más clara que
el sentido de esta parábola.
Este padre de
familias es Dios, quien en el momento que tenemos uso de razón nos convida como
desde el principio del día a trabajar en su viña, esto es, a cultivar nuestra
alma por el ejercicio de las virtudes. Se concierta con nosotros en el salario,
es decir, en darnos su gloria al fin de la vida, que no es más que un día en
comparación de la eternidad. Pocos son tan dichosos que trabajen por su salvación
tan pronto como pueden hacerlo: no hay edad en la que no deba trabajarse por la
salvación. El Salvador, que quiere la salvación de todos los hombres, se ha
dignado reanimar la confianza de los más grandes pecadores, y hasta de aquellos
que habiendo pasado toda su vida, no solo en el olvido de Dios, sino aun en los
mayores desarreglos, se encuentran en la última hora. Esta parábola les
demuestra que jamás debe desesperarse de la misericordia de Dios, aun cuando se
haya envejecido en el pecado, con tal que se convierta de veras a Dios, por más
tarde que se convierta. A la verdad, son raras las conversiones al fin de la
vida, y serían aun inciertas, por no decir falsas, si se perseverase en el
crimen, en la presuntuosa esperanza de convertirse en sus últimos momentos;
pero se llega al fin de la vida, y se está todavía a tiempo de recibir la
recompensa, con tal que se trabaje seriamente y con fervor durante la última
hora. Dios no mira tanto el trabajo que se hace como el fervor con que se
trabaja. Los que solo habían trabajado en la última hora fueron recompensados
tan liberalmente como los que habían trabajado todo el día.
Muchos sabios
intérpretes, entre otros Orígenes, san Hilario y san Gregorio, dicen que el
Salvador habla también aquí de la vocación y de la predestinación al Evangelio.
Que esta última hora puede significar la venida del Mesías, y que los gentiles
convertidos a la fe serán tan liberalmente recompensados como los judíos más
santos en la antigua ley, aunque estos hayan sido llamados desde la primera
hora. Debe también tenerse entendido que el denario de plata equivalía a diez
sueldos de nuestra moneda, y esto era lo que ganaba ordinariamente un hombre de
jornal.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.142-150)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario