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martes, 16 de abril de 2019

REFLEXIONES PARA CADA DÍA DE LA SEMANA SANTA. Martes Santo. Reflexiones.

Martes Santo. Reflexiones.
(Lección del profeta Jeremías 11, 18-20)

Me porté como un manso cordero que llevan para que sirva de víctima. La mansedumbre fue siempre uno de los rasgos más bien señalados y más expresivos del carácter de Jesucristo; pero esta virtud nunca pareció en Él con más brillos que durante todo el curso de su pasión, y singularmente sobre el Calvario. No fue una mansedumbre de flaqueza y de pusilanimidad producida por la falta de fuerzas, y adoptada por necesidad. La impotencia hace algunas veces dulce y tratable hasta el despecho más irritado, y aun a los hombres coléricos los suaviza; pero esta mansedumbre aparente no fue jamás una virtud. No es lo mismo aquella de que Jesucristo nos da un ejemplo tan raro en medio de sus humillaciones y de sus tormentos. Los cordeles que lo atan a la columna, y los clavos que lo clavan en la cruz, no habían atado su poder. El Salvador era Dios bajo aquella tempestad de azotes, en medio de aquel torrente de injurias, de ultrajes y de oprobios de que fue inundado; y puede decirse que nunca pareció más grande, nunca más poderoso y nunca más Dios, por decirlo así, que en aquel profundo abismo de sus humillaciones y sobre el Calvario: Vere hic homo Filius Dei erat (Marc. XV). Aquella paciencia divina, aquella inefable mansedumbre que mostró el Salvador en toda su pasión, hizo verlo tal cual era. David tuvo mansedumbre durante su vida; pero a la hora de la muerte mandó a su hijo que usase de rigor con los que él había perdonado. Isaías, Ezequiel, Jeremías y los otros profetas usaron de moderación, tuvieron paciencia; pero su mansedumbre parecía desabrida, parecía algunas veces forzada; y los deseos que parece tenían de ver a sus enemigos humillados, afligidos y aniquilados, por más misteriosos que sean, alteran su mansedumbre, y quitan mucho lustre a su paciencia. Sola la mansedumbre de este Divino Cordero no se desmiente jamás, jamás afloja y jamás va a menos: Pater, dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt. Hasta sobre la cruz, un momento antes de espirar, pide a su Padre que perdone a los que hasta entonces se han mostrado tan sedientos de su sangre: excusa su crueldad, atribuyéndola a ignorancia. En esta escuela fue donde tantos millones de Mártires aprendieron a ser tan pacientes, y todos los Santos a tener toda su vida una mansedumbre inalterable. Esta es lección universal, y sin embargo es ignorada de bastantes personas. Esos humores acres y enfadosos, esos aires altaneros e imperiosos, esos tonos eternamente secos e impacientes, esas modales fieras y austeras jamás serán el carácter de la verdadera virtud. En vano autorizamos nuestro mal humor con el nombre de celo: si el espíritu de Jesucristo es quien lo anima, debe ser suave. La devoción cristiana nunca fue adusta, y mucho menos colérica. Desde que tiene hiel o acrimonia, es pasión. ¡Qué terror querer excusar su mal humor y su impaciencia con la indocilidad del hijo, o con la necedad de un criado! Estos frutos silvestres nacen en nuestro terreno. Ninguna cosa muestra mejor que un espíritu es inculto, y un corazón inmortificado, que la impaciencia. La mansedumbre, no solo hace el elogio de la virtud, sino que la descubre. No hay virtud cristiana sin mansedumbre. 

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