EL DIOS OCULTO
Vere
tu es Deus absconditus, Deus Israel salvator!
“Tú eres verdaderamente el Dios
escondido. ¡Oh salvador, Dios de Israel!” (Is 45, 15)
Se
comprende que el Hijo de Dios, llevado de su amor al hombre, se haya hecho
hombre como él, pues era natural que el Creador tomase con interés la
reparación de la obra salida de sus manos.
Que
por un exceso de amor el Hombre-Dios muriese sobre la cruz, se comprende
también. Pero lo que ya no se comprende, lo que espanta a los débiles en la fe
y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante,
después de haber terminado su misión en la tierra, quiera todavía quedarse con
nosotros, y en un estado más humillante y anonadado que en Belén y aun que en
el calvario.
Levantemos
con respeto el misterioso velo que cubre al Santo de los Santos, y tratemos de
comprender el exceso de amor que el Salvador nos manifiesta.
I
Este
estado es el que más glorifica a su Padre celestial; en efecto, Jesús renueva y
glorifica de esta manera todos los estados por que pasó durante su vida mortal.
Lo que no puede hacer en el cielo, ya glorioso, lo ejecuta sobre el altar por
su estado de anonadamiento. ¡Con qué complacencia mirará el Padre celestial a
la tierra, en la cual ve a su Hijo –a quien ama como a sí mismo– en tal estado
de pobreza, de humildad y de obediencia! Nuestro Señor Jesucristo ha encontrado
el medio de perpetuar y renovar incesantemente el sacrificio del calvario,
porque quiere de esta forma poner ante los ojos de su Padre eterno aquel acto
heroico de la cruz, por el que le dio una gloria infinita y destruyó, con su
inmolación, el reinado de Satanás, su enemigo.
Este
anonadamiento es un combate que Jesucristo libra continuamente contra el
orgullo hasta vencerlo: si la soberbia es lo más repugnante a los ojos de Dios,
la humildad, por el contrario, es lo que más le glorifica. La gloria de Dios
es, por tanto, la primera razón de ser del estado oculto de nuestro Señor en la
Eucaristía.
II
Jesucristo,
aunque oculto a mis ojos, actúa eficazmente en la obra de mi santificación.
Veámoslo: si yo me quiero hacer santo, tengo que principiar por vencer el
orgullo, y hacer que la humildad ocupe su lugar; y ¿dónde encontraré ejemplo de
humildad más eficaz que en la Eucaristía y dónde, fuera de ella, la gracia que
necesito para conseguirla?
Jesús
es quien pronunció estas admirables palabras: “Aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón” (Mt 11, 29); mas si desde el principio del cristianismo no
tuviéramos otros ejemplos de humildad que el recuerdo de los que nos dio el
Salvador durante su vida mortal, la humildad no sería más que una palabra vana
y sin sentido. Podríamos decirle con razón: “Pero, Señor, yo no te he visto
humillado”.
En
la Eucaristía Jesucristo responde a nuestras excusas y a nuestras quejas. Desde
el tabernáculo, por debajo de los velos eucarísticos, especialmente, se escapa
esta voz divina: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
¡Aprended de mí a ocultar vuestras buenas obras, vuestras virtudes y
sacrificios: descended... y venid a mí!
En
el estado de anonadamiento de nuestro Señor en el santísimo Sacramento es donde
se encuentra la gracia de la humildad. Si Jesús, Rey de la gloria, se rebaja y
humilla hasta ese estado, ¿quién, por muy elevado que esté, podrá temer el
rebajarse? Aunque sea muy favorecido por la fortuna, ¿cómo no estimar la amable
pobreza de Jesús sacramentado? ¿Cómo desobedecer en adelante a Dios y a sus
representantes, si el mismo Dios obedece a los hombres?
III
Ese
estado de Jesús anima y alienta, además, nuestra debilidad. Por estar velado,
podemos acercarnos a Él, hablarle y contemplarle sin temor; mientras que si
apareciesen los resplandores de su gloria, nadie osaría hablar a Jesucristo;
recordemos lo que aconteció a los apóstoles en el Tabor cuando vieron, aunque
fugazmente, la gloria de la divinidad de Jesús: cayeron, al verle, presa de
espanto.
Jesús
vela su poder para no amedrentar al hombre; vela su excelsa santidad para no
desalentarnos cuando consideramos nuestras imperfectas virtudes. Como la madre
balbucea las primeras palabras que ha de enseñar a su pequeño y se empequeñece
con él, para elevarle hasta sí misma, así Jesucristo se hace en la Hostia santa
pequeño con los pequeños, para poderlos elevar hasta sí mismo y por sí hasta
Dios.
Jesús
vela también su amor, y de esta manera modera y templa los ardores de este
divino amor. Es tal la intensidad del fuego del amor de Jesús, que si nos
viésemos expuestos a su acción directa, sin que nada se interpusiese, nos
consumiría rápidamente: “Ignis consummens
est” (Dt 4, 24): Dios es fuego que consume.
Así
Jesús, ocultándose bajo las especies sacramentales, anima y fortalece nuestra
debilidad.
¿Qué
mayor prueba de amor que este velo eucarístico?
IV
El
velo eucarístico acrisola nuestra fe.
La
fe es un acto puramente espiritual que prescinde por completo de los sentidos.
De nada sirven aquí los sentidos, no actúan. Es el único, entre todos los
misterios de Jesucristo, en el cual los sentidos deben callarse en absoluto. En
los otros misterios, por ejemplo, en la Encarnación y Redención, los ojos ven a
un hombre hecho niño, a un Dios que muere..., pero aquí no ven más que una nube
impenetrable. Por eso, aquí sólo debe obrar la fe; se da por excelencia el
reinado de la fe.
Oculto
Jesús tras esa espesísima niebla de los accidentes eucarísticos, exige de
nosotros un sacrificio altamente meritorio; hay que creer, aun en contra del
testimonio de los sentidos, contra las leyes ordinarias de la naturaleza y
contra la misma experiencia. Hay que creer bajo la palabra de Jesús. Lo único
que debemos hacer en presencia de la Hostia santa es preguntarnos y decir: “¿Quién
está ahí?”, y Jesucristo nos contesta: “Yo”. Postrémonos y adoremos.
Esta
fe pura, emancipada de la tutela de los sentidos y libre en su acción, nos une
a la verdad misma, que es Jesús en el santísimo Sacramento. “La carne de nada
sirve –dice el Salvador–, mis palabras son espíritu y vida” (Jn 6, 64). El alma
ha salvado ya la barrera de los sentidos y entra de lleno en la admirable
contemplación de la presencia de Dios oculto bajo las sagradas especies. Esta
presencia está lo suficientemente velada para no dañarnos con sus resplandores;
pero lo suficientemente transparente a los ojos de la fe.
Hay
más; este velo, en lugar de servir de prueba, se convierte en un poderoso
estímulo y aguijón para los que tienen una fe humilde y sincera. El espíritu
goza cuando conoce una verdad oculta, cuando descubre un tesoro escondido,
cuando triunfa de una dificultad... El alma fiel, mirando el velo que oculta a
su Señor, lo busca con el mismo afán con que lo buscaba la Magdalena en el
sepulcro, crecen sus ansias de verle y le llama con las palabras de la Esposa
de los Cantares. Se goza en atribuirle toda suerte de belleza y en realzarle
con toda la gloria posible. La Eucaristía es para esta alma lo que Dios para
los bienaventurados: la verdad, la belleza siempre antigua y siempre nueva, que
el alma no se cansa nunca de escudriñar y penetrar: “Quaesivi quem diligit anima mea; buscaba al amado de mi alma” (Cant 3, 1). ¡Oh Señor y amado dueño
de mi alma, yo os buscaré sin descanso; mostradme Vos vuestra faz adorable!
Y
Jesús se manifiesta gradualmente a nuestras almas a medida de la fe y del amor
que encuentra en ellas. Y así las almas hallan en Jesús un alimento siempre
variado, una vida que nunca se agota; el divino objeto de su contemplación les
muestras siempre con nuevas perfecciones, con nueva y cada vez mayor bondad. La
felicidad y el deseo son dos elementos indispensables del amor mientras vivimos
en este mundo; por eso el alma, con la Eucaristía, goza y desea al mismo
tiempo. Come y se siente hambrienta todavía.
Sólo
la sabiduría infinita del Señor y su gran bondad pudieron inventar el velo de
la Eucaristía.
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