XIII. Muerte de San Joaquín y de Santa
Ana.
Había ocho o nueve años que la santísima Virgen estaba
en su retiro, siendo la admiración de los hombres y de los Ángeles por el
resplandor extraordinario de su santidad, y por el conjunto maravilloso de las
más eminentes virtudes, cuando perdió a su padre san Joaquín, y poco después a
su madre santa Ana. Una muerte tan preciosa a los ojos de Dios como la de sus
queridos padres, le fue sensible; pero la contristó poco: estaba demasiado
segura de la suerte feliz de entrambos, y demasiado resignada en las sagradas
órdenes de la Providencia Divina para no consolarse bien pronto de su ausencia;
había mucho tiempo que Dios estaba en lugar de padre, de madre y de todas las
cosas, respecto de ella. Como los sacerdotes se servían en el templo eran por
oficio los tutores de las niñas huérfanas consagradas al servicio de Dios,
tuvieron desde entonces un cuidado más particular de esta insigne virgen, la
que había mucho tiempo era el objeto de su cariño y de su admiración.
Apenas hubo llegado a la edad de catorce o quince
años, que era la edad en que se pensaba en casar a las doncellas, pensaron sus
tutores en buscarle un esposo que fuese digno de tal esposa. Se turbó María a
la primera proposición que se le hizo sobre este punto. Un autor antiguo,
citado por san Gregorio Niseno, dice que la santísima Virgen representó con
mucha modestia a los que estaban encargados de su conducta, que habiendo sido
consagrada a Dios por sus padres, aun antes de nacer, para servir en el templo,
había ratificado después ella misma esta consagración, y que así no tenía ni
otra inclinación ni otros deseos que pasar en él el resto de sus días en
calidad de virgen; que si querían tener alguna consideración a la intención de
sus padres y a la inclinación propia, no le podrían dar mayor gusto que el no
hacerla mudar de estado. Alabaron todos su devoción; pero como entre los judíos
toda la gloria consistía en tener sucesión, para de este modo poder esperar
tener un día algún parentesco con el Mesías, especialmente aquellos y aquellas
que eran de la tribu de Judá y de la raza de David, como lo era María, no se
defirió a lo que esta niña deseaba; y solo se pensó en buscarle un esposo
correspondiente, el cual fuese de la misma tribu y de la misma estirpe real que
ella.
Era una costumbre introducida entre los judíos, y
observada religiosamente en todos los siglos, que cuando una familia se hallaba
reducida a una sola hija, se casara esta con el pariente más cercano de la
misma tribu, con el fin de que distando menos los enlaces, se viese más claro
cuál era la genealogía del Mesías, que era el fin de todos los casamientos y
generaciones, tanto en la ley natural como en la escrita. Así, Abraham se casó
con Sara, y Nacor con Melca, una y otra hijas de Aran, hermano de Abraham y de
Nacor; así, Tobías el joven, por consejo del ángel Rafael, y en conformidad con
la ley de Moisés, se casó con Sara, hija única de Raquel, su parienta cercana.
Habiendo, pues, sabido la santísima Virgen el designio que tenían de casarla, y
no habiendo juzgado a propósito declarar el voto secreto que había hecho de
permanecer siempre virgen, sabiendo muy bien que habiéndole hecho de tan poca
edad no dejarían de dispensarle, recurrió a la oración, y no cesó de suplicar
día y noche al Señor que tomara bajo su protección a su esposa. Vos estáis en
posesión de mi corazón, decía hablando con el divino Esposo: Vos le poseéis
desde el primer instante de mi vida; vuestro santo Espíritu ha habitado en mi
cuerpo desde entonces como en su templo; no permitáis, Dios de pureza, que este
templo sea manchado jamás.
No se duda que después de algunas largas y fervorosas
súplicas tuvo una secreta seguridad de que el matrimonio que contraería, siendo
ordenado por la Providencia Divina, no serviría de obstáculo al cumplimiento de
su voto; y que el esposo que el cielo la destinaba, sería el custodio de su
virginidad en el mismo matrimonio.
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