DÍA
2 DE FEBRERO:
DE LA PURIFICACIÓN DE NUESTRA SEÑORA, CONOCIDA COMO LA CANDELARIA
* * *
LA PURIFICACIÓN
DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, cuya fiesta llaman los griegos Hypapante, esto es, encuentro del Señor y de Simeón.
La fiesta de
este día comprende dos grandes misterios: la Purificación de la santísima
Virgen, y la Presentación de Jesucristo: la más pura de todas las vírgenes, que
viene a sujetarse a la ley de la Purificación, y el Santo de los Santos, el
Sacerdote eterno del Nuevo Testamento, que viene a ofrecerse al Señor como
sagrada víctima. María Madre de Dios, la más santa de todas las mujeres, viene
a ofrecer un sacrificio de expiación; aquella que jamás contrajo la menor
mancha: el Hijo unigénito del Padre eterno, el Redentor de todos los hombres
quiere ser rescatado para inmolarse a sí mismo por nosotros en el Calvario:
doble sacrificio en doble misterio. La más tierna de todas las madres, que ella
misma viene a ofrecer en sacrificio a su Hijo; la más pura de todas las vírgenes,
que por humildad quiere ser confundida con todas las demás mujeres. María en la
Presentación sacrifica por amor de los
hombres la cosa que más ama como madre, que es su Hijo: y en la Purificación
sacrifica, por decirlo así, lo que más aprecia como virgen, que es la gloria de
la misma virginidad. ¡Cuántos misterios se encierran en un solo misterio! Un
Dios víctima, una virgen, que solo toma el título y cualidad de madre: un santo
Profeta, que teniendo entre sus brazos al Mesías, desenvuelve todo el secreto y
toda la economía de nuestra redención. Todo este conjunto nos predica hoy el
amor de un Dios para con los hombres, la ternura de la Madre de un Dios para
con los pecadores, el culto de la Religión, la perfecta sujeción a la Ley, el
mérito de la humildad, y la importancia de la salvación. ¡Qué rico mineral de
saludables reflexiones para quien se cala bien al espíritu de este misterio!
Cuando el Señor
dio la Ley a su pueblo, ordenó que las mujeres paridas por algún tiempo después
del parto se abstuviesen de entrar en el templo, y de tocar cosa alguna de las que
fuesen consagradas al culto. Este tiempo se limitó a cuarenta días, siendo hijo
lo que pariesen, y a ochenta siendo hija, con la obligación de que pasado este
respectivo término, la madre se presentase en el templo, y ofreciese al Señor
en holocausto un tierno corderillo en acción de gracias por su feliz
alumbramiento, y un pichón o una tórtola para expiación del pecado, es decir,
de la impureza legal. Pero que si la recién parida fuese pobre, en lugar del
corderillo ofreciese otra tórtola, u otro pichón; los cuales, ofrecidos al
Señor por sacerdote, quedase purificada.
Además de la ley
que hablaba de la purificación de la madre, había otra que particularmente se
entendía del hijo primogénito. Si el
primer fruto del vientre de la madre fuere hijo, dice la Escritura, le separareis para el Señor, y se lo
consagrareis (Éxodo XIII). Por esta ley todos los primogénitos de los hijos
de Israel debían ser dedicados al ministerio de los altares; pero porque Dios
había escogido para este empelo a los hijos de la tribu de Leví, ordenó que los
primogénitos de las otras tribus, no debiendo servir en el templo, fuesen
presentados al Señor, como primicias que se le debían, y que después fuesen
rescatados a precio de dinero: pretio
redimes (Núm. VIII).
Es cierto que la
ley de la Purificación de ningún modo comprendía a María, porque habiendo
concebido por obra del Espíritu Santo, y siendo madre sin dejar de ser virgen,
no tenía necesidad de purificarse, y por consiguiente no debía entenderse con
ella esta ley. El milagroso nacimiento de Jesucristo solo había contribuido
para hacer más pura a su Madre: pues Unde
sordes in virgine matre? Exclama san Agustín (Lib. Advs. hæ. v). ¿Dé donde
había de venir mancha o impureza a aquella doncella que supo ser madre sin
dejar de ser virgen? ¿Cómo había de hacerse lugar la inmundicia en aquel
castísimo seno en que el Verbo se hizo carne? Entré en él, dice el Señor en
pluma de Agustino, como en mi santuario: halléle puro, y no le dejé menos puro
que le hallé. No te cause admiración este milagro, porque, Mater est mea; sed manu fabricata mea; aunque fue mi Madre; pero
fue Madre mía, y fabricada para tal por mí misma mano.
Sin embargo la
purísima María se sujeta voluntariamente a una ley que solo se entendía con las
mujeres comunes. Considérese el amor que tenía a la virginidad, y mídase por
aquí la grandeza del sacrificio que hace, inmolando hoy a vista de todo el
pueblo aquel concepto, en que, por decirlo así, colocan las vírgenes su mayor
gloria. Bástala que sea un acto de humildad y de religión para no querer
dispensarse de él, para no usar, para no hacer caso de su privilegio. El ejemplo
que la había dado su mismo Hijo al octavo día de su nacimiento, sujetándose a
la ley de la circuncisión, no la permite darse ella por dispensada de la
purificación a los cuarenta días de su parto. ¡Qué confusión! ¡Que vergonzosa
advertencia para aquellas personas que se dispensan en las obligaciones más
esenciales de la Religión con el vano título de la dignidad o del nacimiento.
Fue la Virgen al
templo el día señalado por la Ley, y siguiendo en todo el espíritu de su Hijo,
ofreció por Él y por Ella los dos pichones que la Ley mandaba ofrecer a los
pobres. Es verdad que teniendo la dicha de ofrecer a Dios el Cordero
inmaculado, cuya sangre había de purificar al mundo, no pudo ser muy necesario
que le ofreciese el otro cordero, que solo era figura de este, según la
inteligencia de la Ley.
Pero si la
Señora hizo este día un gran sacrificio como virgen por su purificación legal;
no le hizo menor como madre en la presentación de su querido Hijo. Fácilmente se
puede discurrir que el que hizo la Ley no estaba obligado a ella. Con todo eso
se sujetó a su observancia, y María ofreció cinco siclos por su rescate. No dio
este precio por eximir de la obligación de servir a los altares al que sabía
bien que era el Sacerdote eterno, y hostia de propiciación por la salud de
todos los hombres. Antes bien en esta misma cualidad la Madre le ofreció, y el
Hijo se ofreció a su eterno Padre. Era, pues, la ceremonia legal, por decirlo
así, no más que la corteza del misterio: el sacrificio del Hijo y de la Madre
era todo interior. Por esta oblación comenzó hoy Cristo en el templo el
sacrificio de nuestra redención, que había de consumar en el Calvario.
Instruida María
del misterio, cuando hoy le ofrece en el templo a su eterno Padre, le ofrece en
cierta manera a la Cruz. Se puede decir, que si le rescata es porque todavía estaba
la víctima tierna, por reservarla, y por criarla para este grande sacrificio. Aseguran
unánimes los Padres, que esta oferta la hizo María de plena deliberación, y con
toda su voluntad, en cuya atención la dan el glorioso nombre de Reparadora del
linaje humano. Por la misma razón la aplica san Buenaventura aquellas palabras
de que usó el Apóstol para explicar el exceso del amor que Dios tuvo a los
hombres: Sic Maria dilexit mundum, ut
Filium suum Unigenitum daret. De tal manera amó María a los hombres, que
les dio a su Unigénito Hijo.
Concibe ahora,
si es posible, cuánto costaría este sacrificio a la más tierna de todas las
madres. No solo sabía entonces en general, que aquel querido Hijo había de dar
la vida por nuestra redención, sino que, como lo afirma el abad Ruperto, estaba
viendo individualmente con los ojos del alma hasta los más menudos tormentos y
dolores que había de acompañar a su afrentosa muerte; y presentado hoy esta
divina víctima al Señor, dio principio al sangriento sacrificio. Por eso no se
debe admirar que hubiese observado tan profundo silencio cuando su Hijo fue
condenado a muerte, pues ya había dado su consentimiento para ella en la
oblación que hizo en este día.
Cuando la
santísima Virgen entró en el templo se hallaba en él un venerable anciano
llamado Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que largo tiempo había estaba
suspirando por la venida del Salvador, que había de ser el consuelo de su
pueblo. El Espíritu Santo, de que estaba lleno, y que le había dado una cierta
oculta seguridad de que no moriría sin haber visto con sus ojos al Cristo del
Señor, cuyo fin le condujo en esta sazón al templo, le dio a conocer
interiormente que aquella mujer era la Madre de Dios, y que el Hijo que llevaba
en los brazos era el Mesías verdadero. Arrebatado entonces de un extraordinario
ímpetu de amor, de agradecimiento y de alegría, tomó en sus brazos al Niño y
comenzó a exclamar, diciendo: Ahora sí,
Señor, que podéis disponer de vuestro siervo, llamándole al descanso eterno,
según lo que le tenéis de antemano prometido. Ya moriré contento, no teniendo
más que desear en este mundo; tiempo es ya de que cierren mis ojos, no teniendo
más que ver, pues han logrado la dicha de ver al Salvador de los hombres; al
que ha de enseñar a las naciones; al que ha de disipar con su luz las tinieblas
del error y de la idolatría, extendidas por toda la faz de la tierra; al que ha
de ser, en fin, la gloria de tu pueblo de Israel.
Volviéndose después
el santo anciano a María, y restituyéndola el divino depósito de su precioso
Hijo: Bien veo, la dijo, y bien comprendo que aunque este Niño ha
venido al mundo para salvar generalmente a todos los hombres, algún día ha de
ser su venida ocasión de perdición a muchos, que no querrán aprovecharse de su
muerte. Previendo estoy, que no obstante el gran deseo que tienen los judíos de
recibirle, no ha de tener mayor, ni peor enemigo que su pueblo. Mientras viva
en este mundo, será objeto de contradicción. Acaba de ofrecerse como víctima a
su eterno Padre, y tú has consentido en su muerte por el mismo hecho de
presentarle para ella: pues bien puedes hacer el ánimo a que tu alma será de
parte a parte traspasada con una aguda espada de dolor, cuando llegue el caso
de consumarse a tu misma vista este sangriento sacrificio.
Mientras aquel
hombre inspirado hablaba así de la dignidad del Salvador, y del misterio de la
Redención, una santa viuda de edad de ochenta y cuatro años, llamada Ana, hija
de Fanuel, célebre por el don de profecía, y por la santa vida que constantemente
observaba después de la muerte de su marido, con quien había vivido siete años,
entró en el templo que frecuentaba mucho, y arrebatada del mismo espíritu, y de
los mismos ímpetus de gozo que Simeón, comenzó a alabar a Dios, y a contar lo
que sabía de aquel divino Niño a cuantos esperaban la redención y la salud de
Israel.
La fiesta de la
Purificación de la santísima Virgen es una de las más antiguas que celebra la
Iglesia. El año de 542, en tiempo del emperador Justiniano, se celebraba el día
2 de febrero, en que se cumplen puntualmente los cuarenta días desde el
nacimiento del niño Dios. Llamaron los griegos a esta fiesta Hypapante, que quiere decir encuentro, por el que tuvieron el viejo
Simeón, y Ana profetisa, hallándose en el templo al mismo tiempo que
concurrieron en él el Hijo de Dios y su santísima Madre. Gelasio papa, que
gobernaba la Iglesia treinta años antes que Justiniano fuese emperador, había
ya instituido en Roma esta fiesta, cuando para desterrar la de los Lupercales,
o purificaciones profanas que celebraban los gentiles en el día 13 o 14 de este
mes, instituyó la de la Purificación de la Virgen con la ceremonia de las
Candelas, a fin de borrar con la santidad de nuestros misterios las
profanaciones y las ínfimas que cometían los paganos en este tiempo, llevando
antorchas encendidas, y haciendo muchas impías ceremonias alrededor de sus
templos, a las cuales daban el nombre de Lustraciones.
Creen algunos
que el papa Gelasio solo dio mayor solemnidad a esta fiesta; pretendiendo que
por lo demás ya se celebraba en la Iglesia en el tercer siglo. Lo cierto es que
Surio, en la vida del famoso san Teodosio, fundador de tantos monasterios, que
vivía en el año de 430, habla de una fiesta muy célebre de la Virgen, que se
solemnizaba entonces con grande devoción: Erat
diez festus, et festus Virginis Dei Matris, in quo propterea quod erat valde
insignis, et solemnis, tam magna convenerat multitudo. Había una fiesta en
honra de la Virgen, Madre de Dios, y como era muy solemne, era grande la
concurrencia de los fieles a celebrarla. Tanta verdad es, que la devoción a la
santísima Virgen fue desde los primeros siglos de la Iglesia la devoción favorita
de los fieles; así como lo es el día de hoy de todos los predestinados.
A imitación de
lo que hizo en este día la Madre de Dios, acostumbraban piadosamente en muchos
obispados las mujeres paridas, cuando se hallaban convalecidas del parto, ir a
la iglesia, dar gracias a Dios por el feliz alumbramiento, y ofrecerle el hijo
o hija que se sirvió concederlas. ¿Y no
será cierta especie de sacrílega impiedad, después de una oferta tan religiosa,
criar los hijos con máximas poco cristianas, y sacrificarlos por la mayor parte
a las vanidades del mundo?
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