III.
Otras
predicciones tocantes a la venida del Salvador.
* * *
Como el Verbo
divino debía hacerse hombre, no solo en favor de los judíos, sino también de
los gentiles, quiso Dios, a nuestro modo de entender, hacer que en medio de la
gentilidad hubiese oráculos que predijesen la encarnación del Verbo, la venida
del Hijo de Dios, y las principales acciones de su vida. Tales son las
predicciones de las Sibilas, citadas por los antiguos Padres, las cuales
anunciaban, entre otras cosas, el nacimiento de Jesucristo de una madre virgen,
su pasión, su muerte, su milagrosa resurrección, y el juicio universal, que son
los misterios más estupendos y más sobre la capacidad del espíritu humano. Como
el don de profecía es un puro don de Dios, independiente del mérito o de la
indignidad del sujeto, como se ve Balaam y en Saúl, que ambos a dos
profetizaron, no es imposible que Dios comunicase este don a algunos de entre
los gentiles, siguiendo en esto los adorables designios de su providencia.
San Agustín,
aquel grande ingenio, superior a tantos otros, refiere en su libro 18 de la
ciudad de Dios la predicción que hizo de Jesucristo la Sibila Eritrea, cerca de
mil y doscientos años antes del nacimiento del Salvador. Cuenta este santo
Doctor la descripción viva y enérgica que esta profetisa hace del juicio final
en versos acrósticos sobre estas palabras: Jesu
Christus, Dei Filius, Salvador. No es menos admirable ni menos propia la
pintura que hace más delante de la pasión del Salvador: estas son sus palabras,
según las refiere san Agustín después de Lactancio y de Eusebio de Cesarea,
quien cita veintisiete versos de esta misma Sibila, que predicen la primera
venida del Hijo de Dios a unirse a nuestra naturaleza, y la segunda a juzgar al
mundo.
“Será entregado,
dice, en las manos impías de los que no quisieron reconocerle (habla de
Jesucristo): este Dios será abofeteado por unas manos sacrílegas, y cubierto de
salivas envenenadas que unas bocas impuras vomitarán sobre Él: sus inocentes
espaldas serán rasgadas por una tempestad de azotes, y todo su cuerpo será
maltratado a golpes, sin que salga una sola palabra de su boca. Su cabeza será
coronada de espinas; y en medio de los más crueles tormentos no le presentarán
sino hiel y vinagre para apagar su sed. Nación insensata, tú no has querido
reconocer a tu Dios disfrazado bajo los velos de la humanidad: tú, por irrisión
y por una crueldad inaudita, le has coronado de espinas, y le has abrevado con
hiel. Se rasgará el velo del templo, y a la mitad del día se extenderá una
noche sombría sobre la faz de la tierra por espacio de tres horas. Morirá en fin
tu Dios; pero su muerte, que durará tres días, se podrá llamar un sueño, pues
resucitará pasados estos tres días, y su resurrección será acompañada de la de
aquellos que volverá Él mismo a la vida.” San Agustín, que trae esta
predicción, añade que la Sibila Eritrea vivía en tiempo de la famosa guerra de
Troya; es decir, mil doscientos años antes del nacimiento del Salvador del
mundo.
Habiendo, pues,
dado Dios a los hombres el retrato de su Hijo tanto tiempo antes que se hiciese
hombre, era fácil no desconocerle ni equivocarle cuando este Dios-Hombre se
dejase ver. La semejanza tan visible y la conformidad tan perfecta entre el
modo como el Mesías debía nacer, vivir y morir, según la pintura que de Él
habían hecho los Profetas, y el modo como nació Jesucristo, vivió sobre la
tierra, y murió; esta conformidad, vuelvo a decir, era más que bastante para
desterrar toda perplejidad y toda duda; sin embargo, para mayor abundamiento
quiso Jesucristo demostrar su pasión, su omnipotencia y su divinidad con los
más estupendos y más incontestables milagros, de los que toda su vida no es
otra cosa que un tejido.
Después de haber
estado el mundo en una expectación de cuatro mil años, y llegado el tiempo
prescrito por Dios, y señalado por los Profetas para la venida del Mesías,
estando los judíos esperando ver todos los días, según su cálculo, comparecer
al Redentor, que era tanto tiempo había el objeto de sus votos y promesas, se
vio en fin nacer el que debía ser su precursor: Juan Bautista, digo, aquel
hombre maravilloso, cuya voz, según Isaías, debía hacerse oír en el desierto, y
decir a gritos: Preparad el camino del
Señor, enderezad las sendas de nuestro Dios, porque su gloria se va a
manifestar, y toda carne verá el cumplimiento de lo que ha sido prometido
(Isaí. XL): aquel Ángel mortal de quien Dios había dicho por boca del profeta
Malaquías: Veis aquí que envío mi Ángel,
el cual dispondrá el camino delante de mí (Malach. III): finalmente, aquel
nuevo profeta y más que profeta, que no debía anunciar el Mesías futuro, como
lo habían hecho todos los otros, sino que debía mostrarle como ya presente,
como en efecto lo hizo, cuando al ver a Jesucristo exclamó: Mirad al Cordero de Dios, veis allí al que
quita los pecados del mundo; y cuando en otra ocasión dijo: En medio de vosotros
hay uno que conocéis: Él es el que debe
venir después de mí, aunque es antes que yo, a quien yo no soy digno de
desatarle las correas de los zapatos (Joan. I).
Se sabe qué
maravillas se obraron en la concepción de Juan Bautista, cuyo ministerio de
precursor del Mesías anunció el ángel san Gabriel, cuando le dijo a Zacarías:
que sin embargo de su avanzada edad y de la larga esterilidad de su esposa
Isabel, tendría un hijo que se llamaría Juan.
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