LA EUCARISTÍA Y LA FAMILIA
Non
relinquam vos orphanos
“No os dejaré huérfanos” (Jn 14, 18)
La
Imitación de Cristo dice: “Cuando Jesús está presente, todo es bueno y nada se
hace difícil; mas cuando está ausente, todo es duro”[1].
¿Qué
sería de nosotros si el Salvador se hubiese contentado con vivir con nosotros
solamente durante su vida mortal?
Esto
hubiese sido ya, sin duda, una gran misericordia y habría bastado para
merecernos la salvación y la gloria eterna; pero no impediría que fuésemos los
más desgraciados de los hombres. ¿Es posible que así sea –dirá alguno– contando
con la gracia, la palabra de Jesús, sus ejemplos y las pruebas excesivas de su
amor? Sí; con todo eso seríamos los más desdichados de los hombres.
I
Contemplemos
una familia agrupada, reunida en torno de su cariñoso padre: es una familia
feliz. Mas si se le arrebata el jefe, las lágrimas ocupan el lugar de la
alegría y de la felicidad; faltando el padre, ya no hay familia.
Ahora
bien, Jesús vino al mundo para fundar una familia: “Los hijos estarán contentos
–dice el Profeta– alrededor de su mesa como nuevos retoños de olivo” (Ps 127,
3). Que desaparezca nuestro Jefe y la familia se habrá dispersado.
Sin
nuestro señor Jesucristo, nosotros nos hallaríamos como los apóstoles durante
la pasión, errantes y sin saber qué iba a ser de ellos, y eso que estaban cerca
de Jesucristo, y de Él lo habían recibido todo; habían visto sus milagros,
acababan de ser testigos de su vida, pero les faltaba el padre y ellos no
constituían ya una familia, ni eran entre sí hermanos, sino que cada uno andaba
por su lado.
¿Qué
sociedad puede subsistir sin jefe?
La
Eucaristía es, por consiguiente, el lazo de unión de la familia cristiana:
quitad la Eucaristía y habrá desaparecido la fraternidad.
Los
protestantes, que no poseen la Eucaristía, ¿han conservado acaso la fraternidad
cristiana? No. Ellos son extraños los unos a los otros. Aun cuando se hallen
reunidos en sus templos no forman una familia; cada uno es libre para pensar y
hablar como le plazca; sus templos no son sino grandes salones. ¿Convidan acaso
esos templos a la oración?
Y a
los católicos que no frecuentan la Eucaristía, ¿se les puede considerar como
hermanos? Propiamente, no; en las familias en que el padre y los hermanos no
comulgan, el espíritu de unión desaparece, la madre viene a ser una mártir y
las hermanas son perseguidas. No, no; sin la Eucaristía no hay familia
cristiana.
Mas
luego que Jesucristo reaparece, se reconstituye la familia. Ved la gran familia
cristiana, la Iglesia: celebra muchas fiestas, y es fácil comprenderlo; fiestas
en honor del padre de familia, en honor de la madre y de los santos, que son
nuestros hermanos; y así todas estas fiestas tienen su razón de ser.
¡Bien
sabía Jesucristo que mientras durase la familia cristiana, Él había de ser su
padre, su centro, su alegría y su felicidad!
Por
eso, cuando nos encontramos unos con otros, podemos saludarnos con el título de
hermanos, pues acabamos de levantarnos de la misma mesa; así los apóstoles
llamaban instintivamente hermanos suyos a los primeros cristianos.
¡Ah!
El demonio sabe también perfectamente que, alejando las almas de la Eucaristía,
destruye la familia cristiana, y nos volvemos egoístas; no hay más que dos
amores: el amor de Dios, o el amor de sí mismo; por fuerza hemos de tener el
uno o el otro.
II
En
la presencia de Jesucristo encontramos, además, nuestra protección y salvaguardia.
Jesús ha dicho: “No hagáis resistencia al agravio: antes, si alguno te hiere en
la mejilla derecha vuélvele también la otra, y al que quiera armarte pleito
para quitarte la túnica, alárgale también la capa” (Mt 5, 39-40).
Parece
que Jesús aquí en la tierra no nos concede como cristianos más que un derecho,
el derecho a la persecución y a la maldición de los hombres.
Pues
bien: si se nos quita la Eucaristía, ¿a dónde iremos a pedir la fuerza que
necesitamos para practicar tal doctrina?
Una
vida así no sería soportable. Jesús nos habría condenado a insoportables
galeras. ¿Podía Jesús rey abandonar a su pueblo, después de haberse empeñado
con él en sangrienta guerra?
Tenemos,
es cierto, la esperanza del cielo. Pero ¡aparece a nuestros ojos tan lejana esta
recompensa! ¡Cómo! ¿En los veinte o cuarenta años que tenga que vivir en esta
tierra de miserias habré de vivir tan sólo de una esperanza tan remota?
Mas
el corazón tiene necesidad de un consuelo; necesita desahogarse con algún
amigo.
Aunque
quiera no podré hallar este amigo en el siglo. ¿A quién iré, pues? El que no
tiene fe en la Eucaristía responde: “Abandonaré mi religión y abrazaré otra que
me deje en completa libertad”. Es lógico: no es posible vivir continuamente
penando, sin gozar jamás de consuelo alguno; es imposible vivir sin Jesús.
Id,
pues, a buscarle en su Sacramento: Él es vuestro amigo, vuestro guía, vuestro
padre. El hijo que acaba de recibir un beso de su madre no es más feliz que el
alma fiel que ha estado conversando con Jesús.
No
comprendo que haya hombres que sufran sin tener una gran devoción a la
Eucaristía; sin ella caerían en la desesperación. Y no es extraño, puesto que a
san Pablo, dotado de gracias tan extraordinarias, se le hacía la vida pesada y
fastidiosa. ¡Oh, sí!; sin la presencia de Aquél que dice a las pasiones: “No
subiréis más alto, no invadiréis la cabeza y el corazón de este hombre”, se cae
en la locura.
¡Qué
bueno ha sido Jesús quedándose perpetuamente en la Eucaristía!
III
Su
sola presencia disminuye el poder de los demonios, y les impide dominar como
antes de la Encarnación. Por eso, desde la venida del Salvador, es escaso
relativamente el número de los posesos; en los países infieles abundan más que
en los nuestros, y el reinado del demonio se acrecienta a medida que disminuye
la fe en la Eucaristía.
Y
vuestras tentaciones tan terribles y furiosas algunas veces, ¿no se calman con
frecuencia en cuanto entráis en una iglesia y os ponéis en relación con Jesús
sacramentado? Entendedlo bien, Él es quien manda a las tempestades.
Jesús
está con nosotros; y mientras haya un adorador sobre la tierra, estará con él
para protegerle.
He
aquí la explicación de la vida indeficiente de la Iglesia. ¿Se teme a los
enemigos de la Iglesia? Pues es señal que falta la fe.
Pero
es necesario honrar y servir a nuestro Señor en su sacramento. ¿Qué podría
hacer un padre de familia a quien se menospreciase e insultase? Se marcharía
del hogar.
Guardemos
bien a Jesús y nada tenemos que temer.
Si
amamos a Jesús en la Eucaristía, si nos arrepentimos de nuestras faltas cuando
con ellas le hemos causado alguna pena, no nos abandonará.
Lo
esencial es que no le abandone yo primero, a fin de que pueda Él siempre decir:
“Tengo una casa mía”. Y cuando el fuerte armado custodia la casa, la familia
descansa tranquila.
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