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viernes, 8 de febrero de 2019

P. JEAN CROISSET SJ. VIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SACADA DE LOS CUATRO EVANGELISTAS: XV. Las maravillas que Jesucristo obra demuestran que es el Mesías prometido.

XV. Las maravillas que Jesucristo obra demuestran que es el Mesías prometido.
N.S.J.C. y Nicodemo


Todos estos prodigios llevaban en si un carácter demasiado expreso de lo que había de ser el Mesías para no hacer juzgar a todas las gentes que Jesucristo era el que estaban esperando: hasta los demonios cuando salían de los cuerpos publicaban que solo el Hijo de Dios podía tener sobre ellos tanto imperio: solo los doctores de la ley y los sacerdotes, como hombres terrenos y carnales, se imaginaban que el Mesías prometido debía volverles, y aun aumentarles su antiguo esplendor: que debía subyugar a sus enemigos, como lo hacen los conquistadores de la tierra: que debía de llenar a los herederos de Jacob de gloria y de riquezas temporales: que debía domar a los gentiles a fuerza de armas, abatir a Roma orgullosa con sus victorias, y repartir sus despojos entre los hijos de Judá. Prevenidos de este error, jamás querían rendirse a unos testimonios tan auténticos y concluyentes. Sordos a la voz de tantos prodigios, desdeñaban el aire y el porte humilde, pobre y modesto de Jesucristo; y aun menos podían sufrir la santidad de su doctrina, la que no les prometía sino bienes espirituales; y ved aquí lo que inflamó en ellos aquella envidia y aquel odio mortal que profesaron siempre contra el Salvador, y aquella porfiada obstinación en tenerlo por un falso profeta; pero no fueron todos tan ciegos ni tan malignos.

Durante la corta misión que hizo Jesucristo en Jerusalén, hizo muchos discípulos en esta capital: entre los que creyeron en El, uno fue cierto fariseo de los que componían el sanedrín, o gran consejo, hombre de talento y de bondad, llamado Nicodemus, respetable entre los judíos, no menos por su nacimiento que por su hombría de bien: estaba atónito a vista de los muchos y grandes prodigios que todos los días obraba el Salvador delante de todo el mundo; pero sabiendo la envidia que los de su secta, hasta los doctores de la ley, habían concebido contra Jesucristo, no se atrevía a declararse públicamente por El; y el respeto humano le detenía de modo, que temía parecer discípulo suyo; vino, pues, a hablarle por la noche, y le dijo ingenuamente: Maestro, no se puede dudar que eres enviado de Dios para enseñarnos; porque ninguno puede hacer los milagros que Tú haces, si Dios no esta con El. El respeto humano hizo que un hombre tan respetable entre los judíos, como era Nicodemus, escogiese el tiempo de la noche para ir a tratar con Jesucristo: y este es aun hoy el escollo ordinario de las personas distinguidas en el mundo, y muchas veces aun de la plebe. ¡Cuántas personas por un puro respeto humano temen parecer cristianas!

El Salvador, contemporizando como buen padre con la timidez y flaqueza de este discípulo todavía imperfecto, le recibe con agrado, y se digna ilustrarle e instruirle por sí mismo: Yo soy enviado, le dice, para enseñar a los hombres el camino del Cielo; pero para entrar en el Reino de Dios, es decir, para hacer profesión del Cristianismo, es necesario ser reengendrado, y vivir con una vida del todo nueva. Tomando Nicodemus esta regeneración y este nuevo nacimiento en un sentido material y a la letra, respondió: ¿Cómo un hombre ya viejo puede volver a nacer? Jesucristo le hizo entender que esta regeneración era una regeneración espiritual que se hace en el Bautismo por la infusión del Espíritu Santo, que hace el hombre espiritual, de carnal que era por su primer nacimiento: que en esta renovación espiritual no había cosa que debiera parecer imposible: que el Espíritu Santo se comunica a quien le place; y aunque esto se hace de un modo invisible, sin que se sepa por dónde entra en su corazón, sin embargo, sabe muy bien hacerse oír y darse a conocer; y este es el modo como se hace esta regeneración espiritual.

Aunque Nicodemus era hombre de penetración, sin embargo, como hasta entonces se había criado en una escuela que todo lo daba a los sentidos, no podía comprender una doctrina que era toda espiritual: le dijo entonces el Salvador, que era cosa vergonzosa el que un doctor de la ley ignorase unas cosas que están tan claramente expresadas en la Escritura. Sobre todo, añadió Jesucristo, los fariseos sois inexcusables en no ateneros a lo menos a mi testimonio, pues nada os digo de que no esté perfectamente informado; pero no hay que extrañar que no me creáis cuando hablo el lenguaje del Cielo, pues no me queréis creer aun en las cosas más palpables, y que nadie debe ignorar: si no me creéis cuando hablo el lenguaje de la tierra; ¿Cómo me creeréis cuando hablo el lenguaje del Cielo?


Habiendo este divino Maestro preparado así aquel espíritu todavía novicio en la ciencia de los Santos, le dio una noción muy clara de su divinidad, de su Encarnación, y de la necesidad de su muerte para la salvación de los hombres: debéis creerme, añadió el Señor, porque mi doctrina, aunque tan sublime, es verdadera; pues la he aprendido en el seno de la misma Divinidad. Ninguno ha subido al Cielo, sino el que bajó del Cielo; solo el Hijo del Hombre puede daros una perfecta noticia de las cosas del Cielo; pues siendo verdadero Hijo de Dios, solo El ha estado en el Cielo: El es el que sin dejar el Cielo, en donde está siempre por razón de su divinidad, se ha hecho visible sobre la tierra, haciéndose hombre para enseñar a los hombres las verdades de la salvación. Yo sé, continuó el Salvador, que siendo estas verdades tan sobre la capacidad del espíritu humano, encuentran al presente pocos espíritus dóciles; y hasta que yo muera, no abrirán los hombres los ojos a la verdad. Pero así como Moisés levantó en lo alto la serpiente de metal en el desierto por orden de Dios, atándola en lo alto de una pértiga para que todos los que la mirasen tuviesen en ella un remedio seguro, así el Hijo del Hombre, de quien era figura aquella misteriosa serpiente, debe ser levantado, es decir, debe ser clavado en una cruz, para curar las heridas del pecado, y por consiguiente para curar la ceguedad espiritual de que el pecado es la principal causa, y para salvar a los que creyeren en El; porque de tal modo ha amado Dios al mundo, que le ha dado su unigénito Hijo, para que todos los que creen en El no perezcan sino que consigan la vida eterna. Este es el fin que se propuso mi Padre, enviando su Hijo: podía condenar a los hombres a las justas penas que merecían sus pecados; y sin embargo, me ha enviado a Mí para ponerlos a todos en estado de salvarse; de suerte, que si algunos se perdieren, se perderán solo por su culpa, y contra la voluntad sincera que tiene Dios de salvarlos a todos. ¿Quién más inexcusable que aquel que a mediodía se precipita en un hoyo por no haber querido abrir los ojos a la luz? Ha venido la luz que alumbra a todo hombre que viene al mundo; alumbra y luce, y sin embargo, los hombres aman más las tinieblas que la luz: ¿Qué hay que extrañar, pues, si su ceguedad voluntaria los precipita en las últimas desdichas? Este razonamiento fue como un resumen de toda la religión y de su doctrina: comprendió muy bien Nicodemus toda la santidad de la religión que venía Jesucristo a establecer; y así se le unió inviolablemente, le siguió sin apartarse jamás de El, y no dudó ya que el que le hablaba era el Mesías.

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