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jueves, 10 de abril de 2014

JUEVES DE PASIÓN

JUEVES DE PASIÓN


La proximidad del gran día de las misericordias del Salvador, y del sacrificio que debía hacer de su vida a Dios Padre por la remisión de nuestros pecados, hace que la Iglesia acompañe su duelo con los sentimientos más tiernos y la más viva contrición. Empieza la Misa de este día por una confesión sincera de nuestra iniquidad, confesando que nuestros pecados merecen los más horrendos castigos; pero se consuela con la vista de la infinita misericordia del Señor, en quien pone toda su confianza: Omnia quæ fecisti nobis, Domine, in vero juicio fecisti: quia peccavimus tibi, et mandatis tuis non obedivimus: Señor, todo lo que has hecho con nosotros, lo has hecho por un inicio muy equitativo. Hemos merecido demasiado todos estos castigos, porque hemos pecado contra Ti, y no hemos guardado tus mandamientos. Sed da gloriam nomini tuo, et fac nobiscum secundum multitudinem misericordiæ tuæ: Pero por la gloria de tu nombre trátanos según la grandeza de tu misericordia. Estas palabras se tomaron de la oración que hizo a Dios Azarías, uno de los tres jóvenes hebreos, en el horno encendido de Babilonia, donde había sido echado con sus compañeros por orden de Nabucodonosor.

La Epístola de la Misa es una parte de esta misma oración, según se refiere en el capítulo III del profeta Daniel, donde hallarás toda esta historia.

Entre los cautivos que fueron llevados de Jerusalén a Babilonia por el rey Nabucodonosor, hubo muchos niños de la primera nobleza, entre los cuales este Príncipe mandó escoger cuatro de los más bien hechos, y que parecía tenían más ingenio y despejo, para hacerles servir en su palacio entre los criados de su cuarto. El primero de los cuatro era Daniel, que vino a ser bien pronto por su sabiduría y su talento el valido del Príncipe; los otros tres fueron Ananías, Misael y Azarías, todos cuatro de la sangre de los reyes de Judá. Habiéndole agradado a Nabucodonosor todos cuatro, dio orden para que los educasen e instruyesen por tres años en todos los ejercicios propios y correspondientes a su calidad, y a los empleos a que estaban destinados por el Rey, el cual quiso que se les enseñase la lengua y los usos del país, y que se les sirviesen las viandas y el vino de su mesa. Pero exactos observantes de la ley del Señor, no quisieron llegar jamás a las viandas caldaicas, y obtuvieron del oficial encargado el cuidado de su educación, los dejase usar solo de legumbres y aguas. Habiendo sido ensalzado Daniel a las primeras dignidades del reino, por haber interpretado el famoso sueño del Rey, no se olvidó de sus amados compañeros; todos tres fueron hechos intendentes de las obras de la provincia de Babilonia. Su fortuna no alteró su piedad, ni su celo por su religión; pero les concilió muchos envidiosos que determinaron perderlos; y bien pronto encontraron ocasión de hacerlo.

Nabucodonosor, embriagado con su alto poder, con sus conquistas y todas sus prosperidades, quiso que se le hicieran los mismos honores que se hacían a los dioses del imperio. Mandó hacer una estatua de oro fino, la cual tenía sesenta codos de alto y seis de largo, y la hizo colocar en el campo de Dura, con orden a todos los magnates de su corte, a los magistrados de la ciudad, a los gobernadores de las provincias, y a todos los oficiales de asistir a la dedicación de la estatua; en efecto, se juntaron en dicho campo para el día señalado una multitud increíble; se les significó de parte del rey que al momento que oyesen el son de las trompetas, y de otros instrumentos músicos, adorasen todos la estatua, so pena, los que rehusasen obedecer, de ser arrojados al mismo instante en un horno encendido. Lo mismo fue hacer la señal que postrarse todos, y adorar la estatua; solo los intendentes de la provincia de Babilonia, Sidrac, Misac y Abdénago (estos eran los tres nombres caldeos que habían puesto a los tres jóvenes hebreos, Ananías, Misael y Azarías); solo estos, digo, creyeron no debían imitar el ejemplo de los otros. En efecto, fueron notados y denunciados al Rey como refractarios de sus órdenes. Los mandó venir a su presencia, confesaron el hecho, y dijeron intrépidos al Rey, que jamás adorarían a otro que al verdadero Dios, solo soberano Señor del universo; y que aunque les hubiese de costar la vida, no adorarían jamás ni a sus dioses, ni a su estatua. Esta respuesta irritó de tal suerte a Nabucodonosor, que en el transporte de su furor mandó que el fuego del horno fuese siete veces mayor de lo acostumbrado; y habiendo hecho atar en su presencia a los tres oficiales hebreos, los hizo echar en el horno vestidos como estaban. Los encargados de esta ejecución eran unos soldados de su guardia, escogidos de entre los más robustos. Apenas los hubieron echado en el horno, cuando saliendo la llama a manera de un torbellino envolvió a los soldados y a los caldeos que estaban más vecinos al fuego, y los consumió en un instante. Los tres hebreos se hallaron en el horno encendido como en un lugar fresco y apacible; y habiendo el fuego quemado solamente sus ligaduras, se les vio pasearse tranquilamente en medio de las llamas, alabando a Dios, y bendiciendo al Señor que hacía en su favor uno de los más estupendos milagros. Entonces Azarías, a quien los babilonios habían puesto en medio del fuego con el nombre de Abdénago, estando en pie, hizo en voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración que hace el asunto de la Epístola de la Misa de este día. Después de haber bendecido al Señor, y deseado que fuese glorificado por todos los siglos; después de haber confesado cuán equitativos son sus juicios en todos los males que ha descargado sobre su pueblo, y sobre Jerusalén; después de haber reconocido que todos estos azotes son justos castigos de sus pecados: Induxisti omnia hæc propter peccata nostra; implora por último su infinita misericordia, y suplica en medio de aquel gran teatro de su bondad, en medio de aquellas llamas, que no han podido hacerles la menor lesión, que no abandone a su pueblo; y le conjura por su nombre y por su gloria a que no disipe, ni rompa su alianza; que los castigue como merecen, pero de un modo que no padezca su gloria; que no retire de ellos su misericordia. Admiremos aquí el motivo que alega: En atención, dice, a los méritos de Abraham vuestro amigo, de Isaac vuestro siervo, y de Israel vuestro santo; tanta verdad es que en todos tiempos han estado persuadidos los hombres a que el valimiento de los Santos con Dios era poderoso, y que en atención a sus méritos y por su respeto concedía Dios muchas gracias; acordaos, Señor, continúa, que les habéis prometido multiplicar su posteridad como las estrellas del cielo, y nos vemos reducidos a más pequeño número que todas las naciones de la tierra; vivimos en la oscuridad; no se ven ya entre nosotros, ni reyes sobre el trono, ni profetas con autoridad, ni forma alguna de república. Jerusalén está arruinada, vuestro santo templo profanado, no tenemos ni sacrificios, ni oblaciones; y pues el estado a que estamos reducidos no nos permite aplacar vuestro enojo, y recurrir a vuestra clemencia, ofreciendo a vuestro templo sacrificios sangrientos, recibid siquiera con benignidad el solo sacrificio que somos capaces de ofreceros, que es un corazón contrito y humillado que implora vuestra misericordia. Dignaos, Señor, mirar con ojos propicios a vuestro afligido pueblo, y dejaos mover de nuestros gemidos y nuestras lágrimas como en otro tiempo de los holocaustos de los carneros y toros que se ofrecían en el templo: Sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi. La Iglesia ha puesto en el canon de la Misa estas palabras. Finalmente Azarías, animado del Espíritu Santo, no omite en esta admirable deprecación motivo alguno de los que juzga ser a propósito para mover el corazón de Dios y desarmar su enojo; confesión sincera de tantos desbarros, dolor de haber pecado, propósito de la enmienda, confianza en su misericordia, de todo echa mano en medio de aquel horno para aplacar la indignación de Dios contra su pueblo.

El Evangelio refiere la conversión de aquella famosa pecadora, que desde el punto en que se convirtió fue un modelo de devoción, de fervor y de penitencia.


Un fariseo, que quiere decir uno de aquellos judíos que hacían profesión de observar más religiosamente los mandamientos de la ley, y tener una vida más santa a los ojos de los hombres, convidó al Salvador a comer en su casa. El Salvador aceptó el convite con el fin de atraer por su mansedumbre y condescendencia a unas gentes que no le querían bien; pero más especialmente para acabar la conversión de un alma que había vivido hasta entonces en la disolución, y que se hallaba movida de su gracia. Mientras estaban a la mesa tendidos, cada uno sobre una de aquellas alfombras o tapetes que se ponían alrededor, según la costumbre de los judíos, y también de los romanos, descasando la cabeza sobre la mano izquierda, y el codo izquierdo sobre una almohada, y el cuerpo tendido a lo largo, y los pies vueltos hacia atrás; una mujer, muy desacreditada en la ciudad por su desgarro y sus desórdenes, sabiendo dónde estaba el Señor, vino al tiempo del banquete a casa del fariseo, donde se habían juntado una infinidad de personas; atraviesa por entre la muchedumbre, y sin hablar palabra se arroja los pies del Salvador con la mayor confianza, los riega con sus lágrimas, los enjuga con sus cabellos, los besa con respeto, y vierte sobre ellos un perfume o ungüento de gran precio, y de un licor muy oloroso.

Viendo esto el fariseo, y no sabiendo el motivo, no hacía el mejor juicio de un hombre que permitía que una mujer de tan mala fama se le acercase tanto. Si este hombre, decía allá en su interior el fariseo, fuera profeta como se dice, sabría quién es la que le besa los pies.

Jesús, que leía en el alma del fariseo todo lo que pensaba, no quiso sonrojarlo reprendiéndolo públicamente por un juicio tan falso y tan poco caritativo. Para corregirlo se valió de una parábola. Cuando se reprende el vicio, debe haber gran cuidado de no infamar a la persona; no hay cosa más política, más cortés y más circunspecta que la caridad. Admiremos en este pasaje la bondad del Salvador, que instruyendo caritativamente al fariseo sin infamarlo, hace al mismo tiempo la apología de aquella penitente. Dos personas, le dice el Salvador, debían una suma de dinero a un hombre: uno le debía quinientos denarios, otro cincuenta; pero siendo pobres, y no teniendo con que pagar, les perdonó la deuda: ¿cuál de los dos te parece le ama más? Como si dijera, ¿cuál de los dos ha debido tener más amor a su bienhechor para moverle a perdonar una deuda mayor? ¿Cuál de los dos será asimismo más agradecido al beneficio recibido? La pregunta del Salvador encierra estos dos sentidos, según los mejores intérpretes. Es claro, respondió Simón, que le ama más aquel a quien ha perdonado mayor cantidad. Has juzgado bien, dijo el Salvador; y volviéndose hacia la pecadora penitente: ¿Ves a esta mujer? Le dijo, juzga del amor que tiene a su bienhechor por lo que ha hecho, y por la gracia que yo voy a hacerla; cuando he entrado en tu casa, no me has dado agua para lavarme los pies según nuestro uso ordinario; y ella no cesa de regármelos con sus lágrimas, y de enjugarlos con sus cabellos; tú no me has dado el beso de paz, siendo raro el que falta a esta urbanidad; y ella desde que ha entrado, no ha cesado de besar mis pies; tú no has acompañado este banquete con perfumes, según se acostumbra; y ella ha vertido sobre mis pies un licor muy oloroso y de mucha fragancia. ¿No son estas señales bien visibles de su contrición y de su amor? Por esto te digo, que se le han perdonado muchos pecados porque ha amado mucho; o como dice el griego, le han sido ya perdonados. El dolor y la contrición sobrenatural que acompañaban, o que habían ya prevenido las señales exteriores de penitencia, habían procurado ya a esta mujer el perdón de que el Salvador le da ahora una entera seguridad. Aquel a quien se perdona menos, añadió Jesucristo, ama menos. Estas palabras miraban a Simón el Fariseo, que lejos de haber tenido a Jesucristo aquel amor que obtiene la remisión de los pecados, no había siquiera usado con Él aquellas atenciones y obsequios que se podían esperar y exigir de un amigo. Veía también el Salvador las verdaderas disposiciones interiores del corazón de Simón, y lo que dice aquí es propiamente una lección que le da, y que Simón podía fácilmente comprender. Finalmente, no contento el Salvador con haber justificado a la mujer en presencia de todo el congreso, quiso además de esto darla a ella misma positiva seguridad de que se le habían perdonado sus pecados pasados, diciéndole expresamente: Anda, que tus pecados se te han perdonado. Esta sentencia de justificación, de tanto consuelo para la pecadora penitente, fue murmurada de los que estaban a la mesa, los cuales se decían en voz baja los unos a los otros: ¿Quién es este hombre que también perdona los pecados? Pues sabemos que nadie puede perdonar los pecados sino solo Dios, y que este poder no puede darse a ningún hombre: Quis est hic, qui etiam peccata dimittit? Algunos interpretan esto en buen sentido, y pretenden con bastante probabilidad, que las expresiones de los convidados eran más bien efecto de su admiración que de su censura. Como todos tenían noticia del milagro que había hecho resucitando al hijo de la viuda de Naím, admiraron ahora el poder de Jesucristo. No puede menos, decían, que este hombre sea más que un simple profeta; pues no solo resucita los muertos, sino que también perdona los pecados. De cualquier manera que fuese, sin responderles nada el Salvador, se volvió a la dicha penitente, y le dijo: Tu fe te ha salvado. Vete en paz. Has creído en Mí, te has persuadido que yo podía concederte el perdón de tus pecados, y en esta esperanza te has venido a Mí. Has mirado con horror tus antiguos desórdenes, y has tenido una verdadera contrición; sabe, pues, que tu fe, tu confianza y tu amor son la causa de tu justificación. Jesucristo, dicen los Padres, opone aquí la fe de esta mujer a la incredulidad de los fariseos y de todos los que estaban presentes, los cuales no querían creer que Jesucristo fuese el Mesías.

Los herejes hacen muy mal en apoyar sobre estas palabras del Salvador su sistema de la fe justificante; porque si la fe llevó a esta mujer a Jesucristo para hallar en Él su justificación, quien la justificó fue la caridad, como el Salvador lo declara expresamente: Remilluntur ei peccata, quoniam dilexit: Se le perdonan sus pecados, porque ha amado.


Con motivo de este Evangelio se hace el día de hoy en algunas partes la fiesta de la conversión de la Magdalena, de santa Magdalena penitente, a quien la mayor parte de las casas de refugio, de recogidas o de penitentes, han tomado por titular de sus iglesias, y por patrona especial de sus comunidades.

FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO II, Librería Religiosa. 1863. (Pag.253-259)

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