V.
La Santísima Virgen va a visitar a Santa
Isabel
Habiendo sabido
la santísima Virgen por el mismo Ángel el singular favor que había hecho el
Señor a su prima Isabel, resolvió irla a visitar para darle la enhorabuena, y
por obedecer a la inspiración divina que le movía a hacer esta visita, no tanto
por cumplimiento y por bien parecer, cuanto por motivo de caridad, pues sabía
que esta visita debía ser muy ventajosa, así al hijo como a la madre. Partió,
pues, María sin detención a las montañas de Judea; llegó a la ciudad de Hebrón
en donde vivía Isabel; su presencia obró muchos prodigios en favor de la madre
y del hijo; el niño que llevaba Isabel en su vientre, el cual no tenía sino
seis meses, fue ilustrado de una luz sobrenatural que le dio a conocer quiénes
eran los que le visitaban, y en el mismo instante quedó santificado; los saltos
sobrenaturales que dio fueron la señal y prueba de su gozo y su respeto. Los
advirtió la madre; y al mismo tiempo, llena ella también del Espíritu Santo,
conoció el inefable misterio de la Encarnación, y todos los prodigios que había
obrado el Señor en la que le hacía el honor de visitarla. Y así llena de
admiración y de gozo, apenas hubo oído la voz de María, cuando exclamó con un
santo transporte: “Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto
de tu vientre. ¿De dónde me puede venir a
mí la dicha de que la Madre de mi Señor me venga a visitar? En el mismo
instante que he oído su voz, el niño que llevo en mis entrañas ha dado saltos
de gozo. ¡Oh, y qué dichosa eres en haber creído al Señor! No dejará de
cumplirse en ti todo lo que se te ha anunciado de su parte” (Luc. 1).
Unas alabanzas
tan bien fundadas no envanecieron a la más humilde de las vírgenes; la cual,
aunque no pudo disimular los favores extraordinarios que le había hecho Dios,
pero supo darle toda la gloria, reconociendo su indignidad, como lo demuestra
aquel admirable cántico en que prorrumpió por una especia de entusiasmo: “Mi
alma, dijo, celebra las grandezas del Señor, que obró en mi tan grandes cosas;
a Él solo sea dada toda la gloria; yo no puedo pensar en ello sin que mi
corazón salte de gozo al acordarme de un tan insigne favor. Dios se ha dignado
poner los ojos en la bajeza de su más humilde esclava, y esto dará motivo a
todos los pueblos para admirar y ensalzar mi dicha en todos los siglos
venideros. Dios se complace, por decirlo así, en humillar a los grandes del
mundo, y en reducirlos a la última miseria, al mismo tiempo que llena de bienes
y de gloria a aquellos que el mundo mira con desprecio. Yo seré un ilustre
ejemplo de esta verdad en todos los siglos, como también de la verdad de las
promesas que hizo el Señor a Abraham, nuestro padre, y a toda su posteridad.”
Se detuvo la santísima Virgen cerca de tres meses con su prima, y después de
haber santificado con su presencia y su santa conversación toda la casa de
Zacarías, se despidió de ellos para volverse a Nazaret poco antes del parto de
santa Isabel.
Nadie ignora los
prodigios que sucedieron en el nacimiento del santo Precursor: el gozo y la
admiración fueron generales; se decían unos a otros: ¿quién pensáis será este
niño? Pero lo que ellos no sabían le fue revelado a Zacarías, el que estando
lleno del Espíritu Santo conoció el misterio de la Encarnación, y la parte que
su hijo había de tener en él: y habiendo recobrado el habla el mismo día que el
santo Precursor fue circuncidado, el primer uso que hizo de ella fue entonar en
voz alta un cántico de admiración, de alabanza y de acciones de gracias, en el
cual anunciando el ministerio de su hijo anunciaba también en él el nacimiento
próximo del Mesías; de este modo se cumplió a la letra lo que los profetas
Isaías y Malaquías habían predicho tocante al Precursor; pues es evidente que
en Juan Bautista se encuentra uno de los caracteres más expresos del Precursor
del Mesías, de que hacen mención ambos Profetas.
Mientras que el
ruido de los prodigios sucedidos en el nacimiento de san Juan se esparcía por
todo el país de las montañas de Judea, la santísima Virgen, que se había vuelto
a Nazaret, meditaba en silencio día y noche el sagrado misterio que había
obrado en ella el Señor: su humildad no le había permitido declarar a san José
lo que el Espíritu Santo no le había todavía descubierto a este casto esposo,
cuando él mismo advirtió el embarazo de su castísima esposa. Parece quiso Dios
que san José ignorase hasta entonces lo que le sucedía a la santísima Virgen,
para que sabiéndolo después, su sorpresa fuese una prueba visible de la
milagrosa concepción del hijo, y de la incomparable virginidad de la madre. El
pasmo de san José fue tanto mayor, cuanto conociendo mejor que nadie la sublime
santidad de la Virgen, y no ignorando el voto que había hecho de perpetua
virginidad, no tenía motivo para sospechar en ella la más leve infidelidad; se
inclinaba mas bien, dice san Bernardo, a creer que María fuese aquella
afortunada virgen, de que habla Isaías, que debía dar a luz al Mesías. Lo
creyó, dice el santo Doctor, y por un sentimiento de humildad y respeto
semejante al que después hizo decir a san Pedro: apartaos de mí, Señor, porque
soy un pecador; penetrado, digo, de un sentimiento como este, san José pensó en
apartarse de la santísima Virgen. No digo esto como parto mío, añade el santo
Abad, sino como que es el sentimiento de los Padres. (Hom. 2 sup. Missus).
Entre tanto el
casto esposo no sabía qué resolución tomaría; despedirla y volverla a sus
parientes era infamarla; por otra parte no se creía bastante santo para habitar
con ella. Entre estas dudas se le apareció un Ángel, y le dijo: José, acuérdate
que eres de la casa de David, de la cual ha de nacer el Mesías prometido; y no
creas que carece de misterio el haberte dado el Señor a María por esposa, la
cual es de la misma familia real que tú; sábete que el niño de que está
preñada, y que ha concebido milagrosamente por la virtud del Espíritu Santo, es
el Salvador del mundo, el Hijo único del Padre eterno, el Mesías prometido, y
Dios te ha escogido a ti para que durante su infancia seas su tutor y le
proveas de alimento, y para que en este sentido seas su padre; y así no temas
quedarte a vivir con María tu esposa: tú eres el custodio de su honra y de su
virginidad, porque si no hubiera tenido esposo no hubiera podido ser madre sin
infamarse. Le pondrás al niño el nombre de Jesús, para que conozcan los hombres
que este niño es el que los ha de salvar, el que viene a ofrecerse en
sacrificio por la expiación de los pecados de todos los hombres.
Instruido e
informado san José de este gran misterio, y de la dignidad del empleo para que
el cielo le destinaba, no miró ya a la santísima Virgen sino como a la Madre
del Redentor; su ternura para con ella creció juntamente con su veneración, y
la elección que Dios había hecho de él para que fuese esposo de la Madre de
Dios solo sirvió para hacerle todavía más santo y más humilde.
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