DOMINGO 4º.
DESPUÉS DE EPIFANÍA. D. – VERDE
Salmo 96, 7-8
Epístola
de San Pablo a los Romanos 13, 8-10
San
Mateo 8, 23-27
Como el día de
Pascua es el que determina el número de los domingos después de la Epifanía y
después de Pentecostés; los que hay después de la Epifanía, y cuyo curos
interrumpe la Septuagésima, se trasladan para llenar los que quedan vacíos
hasta el Adviento, y que exceden el número de los veinticuatro después de Pentecostés.
La movilidad, por decirlo así, de estos domingos ha hecho que no se les haya
asignado oficio propio para la misa del día, y en esto consiste que el introito
o principio de la misa del tercero, cuarto, quinto y sexto domingo de la
Epifanía, es el mismo. Está tomado del versículo 8 del salmo XCVI, como queda dicho en el domingo precedente; solo son
propios de este domingo la Epístola y el Evangelio.
Ángeles del
Señor, adorad al Juez soberano de los hombres y de los Ángeles; Sion ha salido
fuera de sí de regocijo al oír contar la gloria de su Rey; y las hijas de Judá
han dado, Señor, saltos de alegría al saber que Vos debéis juzgar el universo.
El Señor es el rey de todo el universo: manifiesten su contento y hagan brillar
su alegría todos los habitantes del continente y todas las islas del mar. Se ha
dicho ya que los santos Padres interpretan y explican este salmo de la primera
y de la segunda venida de Jesucristo, de su reino en la Iglesia, y de la
vocación de los gentiles. El mismo san Pablo determina este sentido en la
Epístola a los Hebreos, donde cita las palabras de este salmo, hablando del
Verbo hecho hombre. Y cuando Dios haga entrar segunda vez en el mundo a su Hijo
primogénito, dice: Que le adoren todos
los Ángeles de Dios. Es bien claro que por esta segunda entrada del Hijo de
Dios en el mundo quiere hablar el Apóstol de la segunda venida del Salvador
como juez soberano de los vivos y de los muertos. San Pablo le llama
primogénito del Padre, no porque Jesucristo tenga otros hermanos de la misma
naturaleza, o que Dios haya engendrado otros de su sustancia después de él. Este
término, primogénito, solo señala su grandes sobreeminente, su generación eterna,
y su superioridad infinita sobre los Ángeles y los hombres, a los cuales da
alguna vez la Escritura el nombre de hijos de Dios, pero en un sentido muy
diferente. Se prueba que la trata aquí de la segunda venida en cualidad de
juez, por las palabras del texto: Cuando
le haga entrar segunda vez; lo cual hace relación a una primera entrada que
ha precedido, y porque el salmo de donde se ha sacado este versículo parece
dirigirse todo entero a la segunda venida. Hay, sin embargo, muchos Padres,
entre otros san Juan Crisóstomo y san Cirilo de Alejandría, que por la primera introducción
del Hijo de Dios entienden su generación eterna, y por la segunda, su Encarnación
o nacimiento temporal.
La Epístola de este día es continuación de
la Epístola del domingo precedente. Está también tomada del capítulo XIII de la
carta que san Pablo escribió a los fieles de Roma. Exhorta a los inferiores a
obedecer a sus superiores, hasta por un principio de conciencia, lo que prueba
que no se puede desobedecer a las potestades legítimas en materia grave sin
pecado mortal. Exhorta a los fieles a dar a cada uno lo que le es debido. Habla
en seguida del amor del prójimo, al cual se refiere toda la ley. Someteos, no
solo por miedo del castigo, sino también por deber de conciencia. Que es como
si dijere: obedeciendo exteriormente a los hombres, evitáis por parte de ellos
la pena de la desobediencia; pero desobedeciéndoles por solo este temor, no
evitáis el castigo de parte de Dios, que ve el corazón, y atiende al motivo y a
la disposición interior. Poco importa eludir la venganza de los hombres; lo que
es horrible es el caer en las manos de Dios vivo. Dad, pues, a cada uno,
continúa el Apóstol, lo que debéis; el tributo a quien es debido el tributo,
los impuestos a quien se deben los impuestos, el temor al que se le debe el
temor, el honor a quien corresponde el honor. De este modo la ley cristiana
afirma y eleva al mismo tiempo los deberes de la vida civil por los santos
fines con que los manda practicar.
El tributo es
propiamente lo que los príncipes cobran de sus vasallos a proporción de sus
bienes, o por capitación. El impuesto lo que se cobra por las mercancías que
entran o por las que salen en un país. Pero, según los intérpretes, por estas
dos palabras deben entenderse generalmente toda suerte de tributos, de
contribuciones y de cargas, que los príncipes y señores tienen derecho de
exigir de sus inferiores. Tratad de no
deber nada a nadie más que la caridad mutua. Quiere decir con esto el
Apóstol, que después de haber satisfecho todas las deudas temporales con
respecto al prójimo, resta todavía una de la que no se descarga uno en toda la
vida, y esta es el amor del prójimo. Los deberes de la caridad que hayan podido
cumplirse con él en el tiempo pasado, no dispensan de la obligación de
presentarle continuamente otros nuevos. Como la caridad con el prójimo está
fundada sobre el amor que debemos tener a Dios, y el segundo precepto es
semejante al primero, la ley es tan indispensable como universal, y la
ingratitud no despensa de este deber. Que mi prójimo sea vicioso, que sea
maligno, yo debo aborrecer sus defectos, pero amar su persona. La caridad, dice el apóstol san Pedro, cubre la multitud de los pecados (1
Petr. IV), y hasta los hace desaparecer de la vista de las almas cristianas:
cuando se ama verdaderamente a Dios, no se perciben los defectos que tienen los
demás, no se hace alto más que en los que uno mismo tiene. El que ama a su
prójimo ha cumplido con la ley, continúa el Apóstol. El que ama a su prójimo no
puede dejar de cumplir todo lo que la ley le manda con respecto a su prójimo. Da
el Apóstol la razón, diciendo que los demás preceptos del Decálogo que miran al
prójimo se reducen a prohibir el dañarle en nada. Ahora bien: el amor del
prójimo impide el hacer cosa ninguna que pueda dañarle; así es que toda la
plenitud de la ley con respecto al prójimo consiste en el amor que se le tiene.
Toda la plenitud de la ley consiste en el
amor; es decir, que la caridad que se tiene con el prójimo es la consumación,
la perfecta observancia de la ley con respecto a los deberes que nos ligan con
los hombres. Ella nos prohíbe el hacerles ningún agravio; no basta; ella nos
conduce a hacerles toda suerte de bienes; por esto se puede decir, con san
Gregorio el Grande, que todos los preceptos de la ley no tienen por objeto más
que la caridad. (Hom. 27 in Evang.). Amarás a tu Dios con todo tu corazón, dice
el Salvador, con toda tu alma, con todo tu entendimiento, y con todas tus
fuerzas: este es el mayor y el primer mandamiento; pero hay otro segundo
semejante al primero, esto es, tan indispensable; el cual es el de que améis a
vuestro prójimo como os amáis a vosotros mismos. El amor, pues, que cada uno se
tiene a sí mismo debe ser la medida y el modelo del amor que debemos tener al
prójimo; cuidando hasta de apartar, y aun de prevenir, todo lo que pueda
dañarle, y procurando con todo ardor y con todo empeño el hacerle bien. De este
principio ¿puede concluirse que haya muchos que amen verdaderamente al prójimo?
¿Le amamos nosotros, como nos amamos a nosotros mismos? Sin embargo, este es el
espíritu del precepto; la prueba y la medida de este amor.
El Evangelio que se lee en la misa de este
día está tomado del capítulo VIII de san Mateo, en el que el historiador
sagrado refiere la tempestad que se levantó repentinamente en el mar de Galilea,
mientras que el Salvador dormía en una barca de pescadores, y que Él mismo
apaciguó inmediatamente que se hubo despertado.
Viéndose un día
Jesús rodeado de una gran multitud de pueblo sobre la ribera del mar de Galilea
(estaba en el segundo año de su predicación), entró en una barca, y mandó a sus
discípulos que la pasasen al otro lado del lago, y así lo hicieron. Era el mar
de Galilea un gran lago que tenía cerca de ocho leguas de largo, y tres o
cuatro de ancho; de modo que cuando se enreciaba el viento, se agitaba
extraordinariamente el agua, basta sumergir algunas veces los barcos de que se servían
para pescar en el lago, y para pasar de una orilla a la otra. San Mateo dice
que algunas otras barcas se juntaron en la que estaba Jesús para hacerle compañía.
Los verdaderos discípulos de Jesucristo no temen ni las fatigas ni los peligros
cuando se trata de seguirle; los mares mismos no ponen coto a su celo. Cuando se
hallaban ya bastante internados en este gran lago, se levantó una tempestad tan
furiosa, que entrando las olas con impetuosidad en la barca, estaba toda llena,
y de tal modo oprimida por el agua, que parecía que iba a perecer a cada
momento.
Jesús, sin
embargo, no olvida a sus amados discípulos; pero esperaba el último apuro para
socorrerlos, queriendo al mismo tiempo probar su fe y su confianza. Estaba entonces
en la popa, donde dormía tranquilamente, apoyada la cabeza sobre un pedazo de
madera que le servía de almohada. Reposaba allí en medio de la tormenta, como
si estuviese en calma, y lejos del peligro. Jesús duerme en lo más fuerte de la
tempestad. Así era como formaba a sus discípulos para la vida apostólica, enseñándoles
cuál debía ser la situación de su corazón en medio de los peligros y de las
persecuciones que les esperaban, y que en lo sucesivo debían exponer su
confianza y su fe a las más duras pruebas. La barca cubierta de olas, dicen los
Padres, designaba la Iglesia en el tiempo de las persecuciones, situada en
medio del mar borrascoso del mundo, expuesta a mil tentaciones y tempestades
violentas. Jesús está en la barca, no la deja, pero duerme; aún se diría que
ignora el peligro; sin embargo sabe el estado en que se halla. No temamos nada,
Él sabrá despertarse a tiempo para socorrerla. ¡Qué borrascas, qué tempestades
no ha excitado esa nube de herejes y de cismáticos! Mil veces se ha visto
oprimida de las olas, de modo que parecía que iba a sumergirse, cuando
despertándose Jesucristo, por decirlo así, a los clamores de los verdaderos
fieles, que a ejemplo de los discípulos de nuestro Evangelio no han cesado de
clamar en todos los tiempos: Señor, somos perdidos, si Vos no nos salváis: la
Iglesia ha visto perecer a todos sus enemigos por la tempestad que ellos mismos
habían excitado. Los fuegos del horno han consumido a los que los habían
encendido, y cuando todo parecía desesperado, ha visto la Iglesia nacer la
calma. Puede decirse que la historia del milagro que refiere el Evangelio de
este día es la imagen o el compendio del que Jesucristo hace todos los días en
favor de la Iglesia. Los Cristianos casi de continuo se ven combatidos de la
tentación, como un navío lo está de la tempestad, y este es principalmente el
tiempo de llamar a Jesús en nuestro auxilio, y decirle: Señor, salvadnos,
porque sino somos perdidos. Volvamos a nuestro Evangelio.
Espantados los
discípulos, se llegan a Jesús, y le despiertan diciéndole: Señor, apresuraos a
socorrernos; ¿queréis que perezcamos? Salvadnos pronto, porque sino somos
perdidos. El Señor, que quería que le rogasen, les responde con un aire dulce y
sereno, que demostraba bien que el sueño natural, pero voluntario, no le había
quitado de la vista el peligro que había resuelto hacer que cesase por medio de
un insigne milagro: ¿Qué teméis, o dónde está vuestra fe? Por poca que
tuvieseis, mientras estáis conmigo, ¿qué tenéis que temer? No condena aquí
Jesús la súplica de sus discípulos, sino su poca firmeza y confianza. Las tentaciones,
las persecuciones, los diversos accidentes de la vida, pueden rodearnos,
agitarnos; pero el Salvador no tiene más que hablar para disipar la tempestad. Si
no lo ha hecho siempre tan pronto como querríais, lo hace siempre al tiempo que
nos conviene, cuando no ponemos obstáculos a ello. Parece que el Señor duerme
cuando deja a sus elegidos, a sus amados discípulos, a su Iglesia misma en la tribulación
y en las adversidades; pero su paciencia, que nosotros tomamos con frecuencia
por un sueño, no es involuntaria: Dios no permite las adversidades, los
accidentes funestos, sino para su Gloria y para nuestra salvación. En efecto,
no bien hubo el Salvador dado esta pequeña reprensión a sus discípulos, la cual
era una lección para nosotros, cuando se levantó, habló como Señor al viento y
a las olas, les mandó que se apaciguasen, y en la misma hora calmó las aguas, e
hizo cesar la tempestad. Entonces fue cuando el temor del naufragio y de la
muerte se cambió en admiración. Esta subitánea calma del mar sorprendió desde
luego a los que fueron testigos de ella. El respeto y la veneración sucedieron
al espanto, y vueltos en sí de su asombro, exclamaron: ¿Quién es este hombre
maravilloso que manda con tanta autoridad a los vientos y a las olas, que en el
momento que les ha hablado todo ha quedado en calma?
Nos admiramos, o
Salvador mío, de veros mandar así a los vientos y al mar, sin advertir que el
imperio que ejercéis sobre nuestros corazones, en virtud de vuestra gracia, es
mucho más admirable todavía. El mío, Vos lo sabéis, está como un mar siempre
agitado por el movimiento de las pasiones que reinan en él: mandadlas que se
apacigüen, a fin de que la calma suceda a la tempestad, y que yo no siga más
que las dulces y pacíficas impresiones de vuestro amor.
FUENTE: P. Jean Croisset SJ, Año Cristiano ó ejercicios devotos para todos los domingos, cuaresma y fiestas móviles, TOMO I, Librería Religiosa. 1863. (Pag.109-114) [Marcaciones hechas por este blog]
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